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Viajar está sobrevalorado… y es un coñazo

Aunque en nuestras redes sociales mostremos nuestras vacaciones como un paraíso. Éstas esconden tanto placer como dolor.

Llegan esos días en que en las oficinas de media España solo se habla de cómo han ido las vacaciones, de los viajes que hemos hecho, de lo que hemos comido, de lo que hemos visto y experimentado y de cuál será nuestro próximo destino. En nuestras cuentas de Instagram o Facebook ya hemos dejado claro a lo largo del verano que nos lo hemos pasado en grande, que nuestras vacaciones han sido mejores que las del vecino y que viajar es la hostia. Pero sabemos que no es así: en nuestras redes sociales solo hemos mostrado la cara amable del viaje, el saldo positivo, el jijijaja, un pacto tácito que tenemos entre todos para no enturbiar nuestros perfiles y que seguimos a rajatabla. Arrinconamos a conciencia el interminable listado de aspectos negativos que conlleva el hecho de viajar, una sucesión de factores a cada cual más tortuoso, exigente y penoso que preferimos alejar de nuestras plataformas de exposición pública y que solo sacamos a colación en petit comité, en esos círculos íntimos en los que las explicaciones y las justificaciones están de más. Las logias de los que aborrecemos salir de nuestra zona de comodidad y quedar expuestos a las inclemencias del mundo exterior. Pequeños núcleos de supervivientes que perdimos el miedo a reconocer que viajar está sobrevalorado y que, de hecho, puede llegar a convertirse en una pesadilla inenarrable.

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Las cosas destacables, buenas, positivas, enriquecedoras y meritorias de viajar ya las sabemos todos y este artículo no pretende volver sobre ellas. Ver mundo, conocer otras formas de vida y otras mentalidades, probar otro tipo de comida, visitar lugares de indescriptible belleza, salir de tu entorno… Encontraréis el manual del buen viajero en cualquier librería o kiosko; aquí no, desde luego. Hemos venido a desenmascarar el viaje, a descubrir su cara menos amable, a poner al descubierto sus debilidades y miserias. Hoy no vamos a reírle las gracias. Hoy pilla. Queremos poner sobre el tapete aquellos problemas intrínsecos al hecho de viajar, una retahíla de inconvenientes de muy diverso pelaje que pueden convertir las vacaciones soñadas en un via crucis no apto para misántropos, comodones o almas sensibles. Una pataleta solidaria con todos aquellos que odian viajar o que simplemente no viajan y que los cánones del comportamiento social establecido han señalado con el dedo de forma sistemática a lo largo de la historia.

PROBLEMAS EMOCIONALES

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Viajar es una lata. Pero viajar en avión se lleva la palma. No me refiero al acto de volar en sí. Si tienes miedo a volar y aun así decides viajar en avión allá tú con tus ansiedades y miserias. Respeto absoluto a los que viven su particular infierno cada vez que entran en cabina, cada uno con lo suyo. Mi suplicio está fuera, no dentro. De hecho, diría que el acto de volar es la parte menos desagradable de cualquier viaje en avión. El problema estriba en todo lo demás, el antes y el después. Se ha escrito mucho sobre la depresión post-viaje, pero muy poco sobre la depresión pre-viaje. Existe. Doy fe. Quien nunca haya oído hablar de ella quizás entienda que es una exageración para darle más empaque a este artículo, pero puedo asegurar que existe y es una patología tan difícil de comprender como de definir. El síntoma fundamental es que el día antes a cualquier viaje no te quieres ir. Simple. No me estoy refiriendo a un ataque de ansiedad fruto de la excitación o la ilusión, sino todo lo contrario: es un ataque de melancolía irrefrenable que te va consumiendo desde primera hora de la mañana hasta la noche previa, en la que evidentemente no puedes pegar ojo. Algunos especialistas simplemente lo achacan a los nervios antes de partir; pero es mucho más, me temo. Es el pánico a abandonar tu zona de confort y el temor agónico a enfrentarte a los insufribles trámites que implica todo viaje, especialmente si se trata de un desplazamiento largo. Hay ocasiones, sobre todo esa noche antes de partir, en que llegas al punto de desear que por algún motivo se cancele el vuelo y debas quedarte en tierra. El agotamiento mental incluso antes de empezar a experimentarlo. Avanzarse al drama.

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PROBLEMAS LOGÍSTICOS

La logística, tú. El suplicio de hacer la maleta suena a tópico, mil veces explotado en gags humorísticos y monólogos de poco voltaje. Nada que añadir. Basta indicar que ya existen empresas que se dedican exclusivamente a hacerte la maleta a un módico precio, como quien contrata a una asistenta del hogar o a un jardinero, para darnos cuenta del grado de engorro, molestia y tedio que conlleva este proceso. Un proceso que te obliga a ser tres cosas a la vez: jugador del Tetris –cómo disponer bien las piezas para que no quede un bulto infame–, hombre del tiempo –saber si nos va a llover, si hará frío o calor sahariano– y matemático con dotes de futurólogo –calcular el peso en la ida para encajar bien la vuelta y evitar la multa por sobrepeso–. El desplazamiento hasta el aeropuerto. Sea cual sea la opción elegida –taxi o transporte público– nos tendremos que enfrentar a situaciones poco agradables, a las que tendremos que sumar la inquietud habitual de tener controlado el horario y el tempo en todo momento. El check-in en el aeropuerto. La cola. Porque siempre hay cola. Afortunadamente los avances tecnológicos han hecho más llevadero este apartado, y si has conseguido reservar tu asiento con anterioridad tienes mucho ganado. El riesgo de llegar a última hora y de que te sentaran en la otra punta del avión junto a niños pequeños o señores habladores nos ha llevado a muchos a personarnos en los mostradores de facturación dos horas antes por si las moscas. Otra cola: el control de seguridad. Las jodidas bandejas. El cinturón, las monedas, el móvil, la chaqueta, el portátil. Pasar por el arco. Miradas de recelo. Bandejas acumulándose al final de la cinta, pasajeros lentos y torpes que tardan lo que no está escrito en recoger sus cosas. Y una vez recuperas tu bandeja, el estrés de tenerlo todo. Mirar y volver a mirar: pasaporte, tarjeta de embarque, móvil, cartera. Está todo. De ahí a la tercera cola del día: la puerta de embarque. Si todo ha salido bien has invertido un mínimo de dos horas desde que has salido de tu casa hasta que te has plantado en esa última cola. Dos horas y ni tan siquiera has salido de tu ciudad. Reza para que una vez dentro del avión todo siga su curso con normalidad: que no te toque ningún sospechoso habitual (es decir: niño pequeño hiperactivo; hombre/mujer con ganas de hablar; hombre corpulento que reduzca tu espacio vital en los ya de por sí reducidos asientos), que ningún mentecato llegue tarde y retrase la operación, que el permiso de despegue llegue puntual y que en el avión haga menos frío del que es habitual. Con los años ya has aprendido a llevar contigo un cárdigan o una sudadera para contrarrestar el frío polar que hace en los aviones, sobre todo en vuelos transoceánicos de horario nocturno. Es para llorar. Todo el rato. Repítelo todo al aterrizar: cola en el control de pasaportes, minutos muertos esperando que salga la maleta, desplazamiento rumbo al hotel. Revisa el mapa una y otra vez para saber dónde está. Y la ansiedad en todo momento presente: "ahora llegaremos al hotel y no constará la reserva…"

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PROBLEMAS DE ESTRÉS

Admiro a la gente fría como el hielo a la que todo esto no le afecta. Los mortales con problemas palmarios de ansiedad, pánico y otras vicisitudes de la era moderna revisamos el horario del vuelo cinco, diez, quince veces, las que haga falta; comprobamos una y otra vez que llevamos el pasaporte encima, autocacheándonos los bolsillos como si estuviéramos haciendo breakdance; cerramos y volvemos a cerrar la maleta como si dentro lleváramos diez lingotes de oro; cada cierto tiempo tocamos nuestra cartera para normalizar nuestras pulsaciones. Hay robots humanizados que viven todo esto con despreocupación absoluta, como si no fuera con ellos. A sus pies. Los demás vivimos en un permanente estado de nervios: chequeamos una y otra vez cuál es la línea de metro que debemos coger, estudiamos los mapas de calles como si estuviéramos preparando unas oposiciones, calculamos los horarios con un mínimo de hora y media de anticipación por si acaso; cualquier contratiempo nos mete de lleno en un ataque de histeria y ansiedad. Por no hablar de las tensiones personales: en diez, quince o veinte días de convivencia, sometidos a la presión del "tengo que verlo todo", tocados por el agotamiento físico, la irritabilidad del clima y los recuerdos del sofá y la vida apacible, cualquier tontería puede convertirse en una hecatombe.

PROBLEMAS FISIOLÓGICOS

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Es inevitable que cuando viajas fuera tu estómago y tu sistema nervioso se vean afectados de alguna manera. Hablando en plata: o no consigues ir al baño en cinco días o, por el contrario, te ves obligado a visitar la taza con más frecuencia de la deseada, provocando auténticos estropicios visuales en váteres de medio mundo. Poco se habla del gran drama que significa hacer tus necesidades fuera de tu casa si eres de paladar o intestinos delicados –y por ello doy las gracias a Pol Rodellar y el desternillante artículo que escribió al respecto en esta santa casa–, pero una mala experiencia de ese tipo te puede arruinar las vacaciones.

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Jet lag. Más madera. Has leído miles de veces todos los consejos y advertencias para superar o paliar los efectos del desfase horario, pero siempre acabas sufriéndolo en mayor o menor medida. Nos planteamos enviar a gente a Marte y en cambio hemos sido incapaces de encontrar la fórmula indicada, aunque sea química, para acabar con el jet lag. Vas mal al baño o no vas. Te pesan los ojos y tienes el cuerpo como si te hubieran propinado una paliza. Tienes sueño a las 4 de la tarde y los ojos como platos a las 3 de la madrugada. Durante el día sudas como un cerdo, te sientes sucio, cansado y maloliente. Te acribillan los parásitos locales. Picadas de mosquito en las que se podría jugar a los dardos a 1 km vista. Pillas un resfriado al segundo día: pasas de 30 grados a pie de calle a 10 grados en cualquier tienda o restaurante, cambios drásticos de temperatura que hubieran provocado infartos de miocardio a médicos y científicos del siglo pasado. Aires acondicionados que podrían acabar con el deshielo en el Ártico. Comidas pesadas, especiadas y cargadas que tu estómago intenta contener y neutralizar doblando los turnos. Corres maratones y cada mañana sales con tu bicicleta de carretera, pero aun así viajar te pone en tu sitio: desfondamiento físico a la segunda excursión, complejo de señor mayor artrítico que está para echar al caldo y un agotamiento radical del que necesitas una semana para recuperarte.

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PROBLEMAS DE IDENTIDAD

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Una de las peores cosas que te pueden suceder cuando viajas es el compadreo nacional. Tenemos los españoles (y/o catalanes en mi caso) una incomprensible propensión a alegrarnos sobremanera cuando nos topamos con otros 'compatriotas' en algún destino vacacional. Es una excitación e ilusión que jamás he entendido y que lleva a muchos, sigo sin explicarme por qué, a entablar diálogo y complicidad con desconocidos por el simple hecho de compartir idioma. Con los años y la experiencia aprendes a sortear semejante escollo gracias a una combinación de intuición, capacidad de reacción y dotes de interpretación. Quiero pensar que no soy el único que pone en práctica esta táctica ancestral. Pongamos que estás en la cola de acceso al Empire State, en un vagón de metro de Londres, en alguna pastelería de Le Marais o sentado en alguna cafetería de Viena, todos ellos destinos en los que resulta muy fácil que se produzcan estas coincidencias. Y se activan las alarmas: entre la gente ya has aprendido a distinguir, sin tan siquiera saberlo a ciencia cierta, a los españoles y a los catalanes. Los ves a lo lejos y lo sabes, no te hace falta corroborarlo: es una forma de vestir muy particular, una estética en sí misma, una forma de moverse, difícil de definir pero fácil de detectar. Y no falla: cuando se acercan a tu posición les escuchas hablar, generalmente a un volumen más alto de la media, y cantas bingo. La reacción es inmediata: cierras el pico, finges estar viviendo un momento de máxima paz interior observando el entorno y esperas que pase el peligro. Si algo bueno tiene viajar es que te permite airearte y oxigenarte de tu entorno, huir de todo aquello te saca de quicio en tu día a día; de ahí que la idea macabra de que en tus vacaciones o escapadas vuelvas a reencontrarte con parte de lo que te consume en tu rutina te lleve a orquestar maniobras de escapista y funámbulo para salir del paso.

Pero tus compatriotas no solo son protagonistas de ese momento; también son protagonistas del que es, indiscutiblemente, el gran mazazo de todo viaje. La guinda. La estocada. Después de superar el trámite infernal del desplazamiento hacia el aeropuerto, el estrés de llevar controlados en todo momento los timings, los procesos burocráticos de la facturación y los controles de seguridad llega ese momento que te ha ido minando la moral secretamente durante todas las vacaciones y que nunca querías que llegara: la espera en tu puerta de embarque rodeado de paisanos. Ese es el momento en que realmente te das cuenta de que todo ha terminado. La depresión postvacacional no hace acto de presencia la tarde del domingo previo a la rentrée laboral. Ni hablar. La depresión postvacacional explota en tu cara cuando llegas a esa puerta de embarque y ves que, aunque faltan veinte minutos para la supuesta hora de inicio del proceso de embarque, ya hay tipos haciendo cola. Una política muy nuestra. Gente que se agolpa en el mostrador de la puerta, ante el estupor de azafatas y personal de tierra de la compañía aérea, como si el avión no tuviera asientos reservados y se hubiera impuesto de repente la idea del first come first served. Y como unos hacen cola, otros, temerosos de que puedan perder el sitio o de que el avión se vaya delante de sus narices, deciden ponerse también en la cola. Esa media hora es, indiscutiblemente, el momento más dramático de cualquier periplo vacacional, el principal motivo por el que servidor dejaría de viajar. Bebés llorando a un volumen ensordecedor, niños malcriados correteando y hablando a gritos, matrimonios de mal humor que confunden el diálogo con el lanzamiento de dardos envenenados, extranjeros que empiezan su viaje con el entusiasmo y la energía que tu ya has agotado y algunos pasajeros, tú entre ellos, con el hundimiento marcado a fuego en tu cara. Rostros que lo dicen todo. Los identificas y te solidarizas: no articulan una sola palabra mientras dura la espera, entiendes a la perfección esa sensación de desolación, eres uno de ellos.

LOS HORRORES FINALES

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De hecho, ya dentro del avión, a punto del despegue que acabe con todo esto, entiendes que aún te queda algún 'bicho final' para poder acabar la partida. Enemigos que no son moco de pavo, precisamente: en primer lugar, existe la posibilidad de que el avión no aparque en un finger al llegar al aeropuerto de destino y tenga que venir a recoger al pasaje un autobús jardinera. No es agradable, especialmente si vienes de algún viaje largo y debes sumar más minutos de espera a la agonía. Gente apelotonada, frenazos, conducción desacompasada, pasajeros hablando en voz alta… complejo de gorrino camino al matadero, si no fuera porque la película aún no se ha acabado. La recogida de maletas o, mejor dicho, la interminable espera previa a la recogida de maletas es el remate final. Muy especialmente si se trata de un aeropuerto español, no tanto por la espera, que también, sino por esa sensación de intranquilidad que inunda los pensamientos del pasaje. El estrés y la preocupación que produce la incerteza de saber si habrán llegado tus maletas también es algo muy nuestro. En otras culturas y mentalidades no está tan interiorizada la idea de que te van a perder o robar la maleta, pero en la nuestra es un elemento indisociable de cualquier viaje. Pensamos mal porque nos han acostumbrado a pensar mal; y cuando el avión ha aterrizado y sabes que todo ha ido bien, claro motivo de júbilo y tranquilidad, inmediatamente surge el comentario entre los pasajeros más pesimistas y cenizos, entre los que me incluyo: "bueno, ahora media hora esperando que salgan las maletas, y eso si no las han perdido". Pocas imágenes producen tanta alegría y euforia como la de tu maleta saliendo de la compuerta y depositándose en la cinta corredera del aeropuerto. Te entran ganas de llorar del júbilo. Es el premio de consolación, una pequeña caricia después de tantos arañazos y golpes en el mentón, un ligero break antes de volver a la cruda realidad: para llegar a tu casa o vuelves en taxi, y cruza los dedos para que tengas suerte con el taxista que te toque, o vuelves en transporte público, un suplicio extra para el que no estamos preparados psicológicamente, o vuelves acompañado por algún familiar caritativo que haya venido a buscarte, una opción cómoda a priori pero trampa en la práctica, ya que durante ese trayecto hasta la puerta de tu casa vas a tener que resumir tus vacaciones, poner buena cara y obviar todos los pequeños infiernos por los que has tenido que pasar.