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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Torreón

Nací en un barrio mezquino y criminal. El Cerro de la Cruz. Un cinturón de miseria con el potencial de convertirse en una de las capitales del derramamiento de sangre en el norte. Cosa que finalmente ocurrió. Veintitantos años después.

El autor con la bestia mayor (su padre).

Nací en un barrio mezquino y criminal. El Cerro de la Cruz. Un cinturón de miseria con el potencial de convertirse en una de las capitales del derramamiento de sangre en el norte. Cosa que finalmente ocurrió. Veintitantos años después. Pero en aquella época la violencia se ejercía contra individuos, no contra la colectividad. Existían varias pandillas que dominaban el poniente de la ciudad. Entre ellos los Vagos y los Vatos locos.

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Nunca tuve la vocación para el hampa. Pero fui bastante allegado a Chuy Películas. Le apodábamos así porque era fanático del cine. Un asaltante de bancos y comercios. El dueño absoluto del centro de Torreón. A mí me cooptó el basquetbol. Me la pasé como lelo botando un balón desde los ocho años hasta los veinticinco. A Chuy Películas lo conocí en una cancha de básquet. Todos los domingos nos brincábamos la barda de una escuela primaria para jugar retas. No lo hacíamos en una cancha pública porque la escuela estaba bardeada y nos brindaba la clandestinidad necesaria para drogarnos a nuestro antojo. En casa de Chuy vi un arma por segunda vez. La primera fue en mi casa. Mi padre era de la idea de que de la cárcel sales, del panteón no. Según Chuy me estaba preparando para ingresar a su banda. Pero nunca ocurrió porque la policía lo atrapó.

Los primeros cinco años de mi existencia los transcurrí en el Cerro de la Cruz. Siempre de bota y sombrero, mi padre es texano. Con esporádicos viajes a Reynosa. Y cruces al otro lado sin papeles. Mi padre era tahúr. Un día podría llegar del kínder y descubrir que teníamos el televisor más grande del mercado. Y al día siguiente había desaparecido. Lo había perdido mi padre en el póker. En una ocasión apostó a mi madre. Cuando cumplí cinco años nos abandonó y nos mudamos a casa de mi abuelo. A una colonia a las faldas del mismo cerro. A los cinco tuve mi primer acercamiento con la muerte. Caí en una alcantarilla. Pero a los seis me sucedieron dos cosas que me marcaron tan profundamente como el hecho de saber que podría morir.

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El autor con dos luchadores.

La primera fue que mientras cursaba el primer año de primaria me secuestró una indigente. Todas las mañanas que mi madre me llevaba a la escuela, afuera de la CFE una limosnera la atajaba para decirle que yo era su hijo. Que por qué me había robado. Que me devolviera. Al salir de la escuela me gustaba regresar a casa solo. Por en medio de El Pacífico. Una colonia peligrosa. Un laberinto donde la gente se drogaba con Resistol 5000. Mi madre no se atrevía a entrar. Una día no volví a casa. La indigente me raptó. Y duré una semana extraviado. Recogía cartón. Pedía limosna. Y dormía debajo de un puente. Yo estaba feliz. Nunca me agradó la escuela. A pesar de que fui el primero en aprovechamiento de todo mi estado. Mi maestra me adoraba. Y fue ella quien me encontró afuera de una iglesia comiéndome una concha de chocolate. Para aliviar mi supuesto trauma me mandaron con la psicóloga de Prevención Social seis meses.

Lo segundo que me marcó se derivó de mi episodio con la indigente. A la que insólitamente no metieron a la cárcel. Para evitar que me volvieran a raptar, la maestra se ofreció a llevarme a mi casa en su nave. Me convertí en el niño con el estigma de la madre que trabaja. Pero me salió barato. Existían morros con el estigma de la madre prostituta. Lo que no me salvó del epíteto de "el hijo del pueblo". Pero sí tenía padre. Y nunca perdimos contacto. Me procuraba. Siempre aparecía en carros grandes. Gusto de gringo. Y me surtía de juguetes y ropa gabacha. Me llevaba a partidos de beisbol semi profesional. Pichaba. Mi madre experimentaba una culpa sin precedentes por mi situación. Y me malcriaba. Era el tercero en veinte kilómetros a la redonda con la colección más grande de Star Wars. Para ser producto de un hogar roto no estaba mal.

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Mi abuela me adoraba. Era alcohólica. Yo era el encargado de surtirla de pomos. Desde morro pintaba para borracho. Me convertí en el cliente más joven en la historia de la vinata. Me entregaban un litro de San Matías en un alcatraz que copeteaban de plátanos. Y se lo fixeaba a mi abuela en su puesto de tamales. La old lady amaba el comercio. Y mantenía, hasta donde su ebria condición se lo permitía, un tabarete en el que alimentaba casi exclusivamente a los catarrines de la cantina el Mar rojo. Vivía en una bruma de alcohol constante. Pero eso no le impidió decidir que era hora de volverme un hombre trabajador y me mandó a vender chicles a los camiones. Fue una bendición saber ganar dinero desde güerco. Y conocí toda la ciudad de paso.

Mi vida era envidiable. Poseía sentido de la aventura y solvencia económica. Pero entonces todo se torció antes de que terminara el año. Algunos días no había nadie en casa para recibirme. Entonces debía permanecer ciertas tardes con la maestra. Y aquella dama con el pretexto de bañarme se metía al baño conmigo. Desnuda por completo. Su vello púbico fue el primero que atisbé en la vida. Era negro. Estoy convencido de que era un acto puramente inofensivo. Sin embargo, la cagué al cuestionar a mi madre por la entrepierna de las mujeres. A base de un interrogatorio feroz descubrió que la maestra y yo nos bañábamos juntos. Por supuesto me cambiaron de escuela. Y me mandaron no seis meses, sino un año, con la psicóloga de Prevención Social.

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El autor con su madre, su primo el Tony y un pescador.

Por esa época acudí a mi primer concierto de música. Vi a Tropicalísimo Apache en la Feria del Algodón y de la Uva. Acababan de sacar su disco El Regreso de la Medallita. Uno de los integrantes estaba casado con una ruca que era inseparable de mi tía Maleny. Todavía le colgaba para que acudiera a mis primeros toquines de rock, en los Taoneros, el Palacio de los Deportes, La Plaza de Toros o el Auditorio Municipal. Y también para que surgieran las primeras bandas de rock que me latieron. Como la BB, donde tocaba la batería mi compa Tomás Nájera, que después se convertiría en baterista de Chicos de Barrio. O la banda niño, que tenía un cantante que imitaba bien chingón a David Byrne.

Nunca conseguí adaptarme a la nueva primaria. De alumno modelo pasé a rebelde sin causa. Dos años después alguien, no consigo identificar quién, me llevó a conocer mi primera discoteca. Discos Beto. En una de las paredes vi la portada de un vinil que me trastornó la existencia. Era el Shout at the devil de Mötley Crüe. No salí vivo de aquel encontronazo. Obvio yo desconocía el significado de aquella imagen. Pero inconscientemente capté toda la información. A partir de ese momento supe que mi vida sería un completo desmadre. Y sí volví a la escuela fue por absoluta indefensión. No contaba todavía con la sabiduría para desertar. Hasta el último semestre de la preparatoria. Pero fue en la secundaria donde consagré mi reputación de chico problema. Robé de la cochera del padre de un amigo una caja de revistas Playboy. Las comercialicé en la secu. Me atraparon. Y casi me expulsan.

Una de las grandes virtudes de nacer en las faldas del Cerro es que a unas ocho calles se encontraba la Zona de Tolerancia. Entré a la zona por primera vez a los ocho años. En el asiento trasero del coche del Cuña. Un compi del barrio que tenía dieciséis años. Nuestra diversión consistía en internarnos hasta el final, donde se encontraba la calle donde las putas ofrecían sus servicios. Una serie de cuartuchos en el que las mujeres permanecían de pie y en topless a la espera del cliente. Desde la primera vez que entré la Zona Roja se convirtió en una obsesión para mí. Durante los siguiente dos años me metí como polizonte intermitentemente. Fue tan grande la necesidad de husmear, que en compañía de unos morros hicimos una escalera en la barda de ladrillos escarbando huecos en los que apenas cabía la punta del tenis. Entraba y salía a mi antojo.

Un día ocurrió un accidente. Pisé mal en uno de los pequeños espacios tallados de la parte de adentro y me caí casi desde encima de la barda. Volé unos tres metros y me rompí el brazo izquierdo. La Cruz Roja me sacó de adentro de la zona. A un menor de edad. Mi madre se encabronó tanto que aquella noche para evitar el regaño primero huí de Urgencias de la Cruz Roja y luego huí de la casa. Fue mi primera noche fuera del hogar. Creo que ahí se interrumpió mi niñez. Con el tiempo volvería a huir. A los quince me fugué de nuevo. Pero lo que más me dolió no fue el madrazo. Fue que al poco tiempo clausuraron la Zona de Torreón para siempre.