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Cultură

Pastillacas, musicón y tetes: fui a una macrofiesta poligonera en Valencia

Una de las discotecas más famosas de España organizaba una macrofiesta en Valencia a la que, como amante del musicón y el desfase, no falté.

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"Aquí las familias deben tener muchos hijos, porque todos son hermanos", me dijo un colega. Estábamos haciendo botellón en un descampado inmenso, cubierto de ruinas y muebles viejos, con un frío y una humedad del copón.

Miré a mi alrededor y asentí. En el macrobotellón oficial previo a la fiesta para la que habíamos ido a Valencia todos eran hermanos… o al menos, así se referían unos a otros cuando hablaban. Frases del palo "Voy a mear, tete", "Llámales a ver dónde están, bro" o "Vamos a sentarnos a otro lao, hermano" se oían por todas partes. Rafa Mora puede estar orgulloso de su brillante legado.

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A las cinco de la tarde ya van todos hechos mierda. Antes he visto a una niña que tendría no más de dieciséis años con las bragas por el suelo

Ya había sido todo un poema el viaje hasta el lugar de la fiesta, un barrio abandonado ubicado en algún rincón recóndito cerca de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Cogimos un taxi para que nos acercara; uno de mis amigos, que tiene una cierta obsesión por los taxistas, le tiró de la lengua… y el resultado fue maravilloso.

"Los niños de hoy en día dan puta pena", nos dijo el hombre, presa de una gran indignación, mientras sintonizaba la COPE para escuchar el Atlético de Madrid-Deportivo de la Coruña. "A las cinco de la tarde ya van todos hechos mierda. Antes he visto a una niña que tendría no más de dieciséis años con las bragas por el suelo. ¿Qué futuro le espera a esa?".

Ni corto ni perezoso, el Pérez-Reverte del taxi continuó mientras daba vueltas por Valencia (yo creo que nos estafó pasta): "En mis tiempos también me ponía de tripis hasta el culo, pero bien hecho, ¿sabes? Que yo hice la ruta del bacalao, ¿eh? Pero no era como ahora, que con quince años ya van del revés y no saben salir de fiesta ni nada".

Qué decadencia más terrible la de nuestra civilización. Al cabo de unos quince minutos de discurso inflamado, merecedor del Premio al Cuñado del Año, llegamos a nuestro destino.

El descampado que la organización graciosamente puso a disposición de los fiesteros aparecía cubierto de bolsas de plástico de los pakis; el olor a porro y los cubatas de alcohol barato acompañaban las elevadas conversaciones de los presentes. Elegimos un lugar relativamente cómodo —si es que sentarse sobre un un antiguo inodoro roto puede considerarse "cómodo", claro— y plantamos nuestro campamento botellonero.

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Es gracioso constatar que no hay demasiada diferencia entre hablar de cocaína y debatir sobre si Paco Alcácer tiene que ser titular en la selección o no

Al cabo de un par de horas, cuando consideramos que íbamos suficientemente cocidos, nos dirigimos a la entrada. La brutal humedad y el frío también tuvieron que ver con nuestra fuga. Esquivamos los grupúsculos de personas que meaban, vomitaban o llamaban agitadamente con el teléfono —algunos hacían las tres cosas a la vez— y entramos.

El recinto tenía más aire a Monegros que a la discoteca original en la que se programaron esas fiestas (ah, cuántos días maravillosos pasados al calor inhumano de sus lavabos): un par de carpas enormes separaban dos ambientes, uno dedicado al techno y el otro al house. Entre ambas había un puesto de hot-dogs, una tienda de tiqués —no podías comprar los cubatas directamente: tenías que pasar por la caseta a adquirir unas fichas a precio astronómico si querías beber dentro— y, por supuesto, el chiringuito de merchandising. Si es que se las saben todas.

Fuimos a la pista principal y nos repartimos el arsenal que llevábamos nosotros: allí donde fueres, haz lo que vieres, ya se sabe. Para mayor comodidad me dirigí a los lavabos portátiles. Mientras satisfacía mis necesidades fisiológicas —apoyándome en la pared de plástico con el brazo para evitar tocar la taza, por supuesto: aprecio mi vida, ¿sabes?— oía a mi alrededor conversaciones sobre drogas con total naturalidad. Es gracioso constatar que no hay demasiada diferencia entre hablar de cocaína y debatir sobre si Paco Alcácer tiene que ser titular en la selección o no.

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Primero vi a un par de tipos sosteniendo a un tercero que sin duda se había pasado con el anís del mono; posteriormente, un pavo con una gorra en forma de cresta de gallo pasó brincando

Al salir del lavabo me encontré de frente con un tío que bailaba al son de alguna música que solo él oía. Me miró sin verme, con la cara desencajada, y entonces soltó una declaración digna de un prohombre romano: "Llevo un ciego, tío…".

Decidí dirigirme al puesto de hot-dogs, y no porque tuviera hambre —imposible, dadas las circunstancias— sino porque delante había unas amables sillas. Me senté a disfrutar de mi propio ciego y aproveché para observar a la gente que pasaba por allí. Primero vi a un par de tipos sosteniendo a un tercero que sin duda se había pasado con el anís del mono; posteriormente, un pavo con una gorra en forma de cresta de gallo pasó brincando. Me fijé en ese personaje y no me decepcionó en absoluto.

"¡¡Gaspelnaaaaas!!" ('gas-por-la-nariz'), gritó de repente entre brinco y brinco. Entonces vio a un chaval de rasgos asiáticos; le acercó la cara a apenas unos centímetros y volvió a gritar: "¡¡Teriyakiiii!!". Posteriormente, ese filósofo de la modernidad se alejó como si nada.

Poco después se me acercó otro tipo con cara de ir más perdido que un pulpo en un garaje. Trató de enfocarme con la vista, pero fue inútil, así que miró hacia ambos lados a ver si conseguía discernir algo. "Aquí no hay nada, bro", me dijo con evidente decepción antes de dirigirse tambaleando hacia la pista.

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Decidí hacer lo mismo que él. Una amiga valenciana me dijo que me colaría en el VIP de la fiesta —un catálogo de tetas operadas y músculos pinchados, como era de esperar—, así que la llamé. Aún estoy esperando su pase. Creo que sobrevaloré el poder real de mi amiga ahí.

En mi camino hacia el centro del escenario me ofrecieron tantas cosas que no estuve seguro de si se trataba de camellos o testigos de Jehová intentando purificar mi maltrecha alma. Finalmente alcancé a mis colegas, que habían establecido su campamento base justo al lado de un enorme mamut hinchable. Pasaron unos tipos disfrazados de jirafas: eran muy graciosos, pero poco adecuados teniendo en cuenta el tremendo follón que montaron al pasar entre una multitud apretadísima.

Decidimos ir a visitar la otra carpa por dos razones; primera, que estábamos hartos de la presión, el calor y el olor a sudor humano; y segunda, que en el otro escenario pinchaba un DJ de los buenos. No hay que olvidar que al fin y al cabo estas fiestas se caracterizan por el musicón.

Nos dirigimos hacia allí. Recuerdo que ahí dentro se nos acercó un tipo y nos preguntó de dónde éramos. "De Barcelona", le dijimos. "¿Sí? Joder, yo soy de Madrid… y 'estimo Catalunya'", nos aseguró. Tras contarnos que había estado con una chica catalana pero que finalmente ella lo había abandonado —los catalanes somos lo peor—, se marchó con sus mejores deseos.

Un buen tipo ese.

Unas cuantas horas indescriptibles más tarde, cogimos nuestros bártulos e iniciamos una odisea para volver. Obviaré el frío tremebundo que hacía a la salida y la miseria que siente uno cuando está de bajón y debe ponerse a andar varios kilómetros: al fin y al cabo, veníamos de fiesta… y uno siempre está contento cuando vuelve de fiesta.