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Cultură

Pajas y cocaína

Scorsese te enseña a ser un buen broker.

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Igual que nadie que haya adaptado al cine Anna Karenina ha cambiado el título por ‘Calentones de una dama rusa’ o ‘El Quijote’ por ‘Viaje alucinante al fondo de La Mancha’, Scorsese ha decidido llamar a su nueva película ‘El lobo de Wall Street’. Como las memorias del ejecutivo-kamikaze Jordan Belfort en las que se basa. El bueno de Marty ha perdido la oportunidad de llamar a su película ‘Pajas y cocaína’. Un título muy comercial, que resume el espíritu del film y además forma parte de uno de sus mejores diálogos.

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Leo DiCaprio es un joven ejecutivo que llega a finales de los ochenta a una empresa de esas que petaron (para mal) en 2008 para convertirse en broker, tipo Charlie Sheen en ‘Wall Street’. En su primer día en la ofi, el jefe (Matthew McConughey) le explica el secreto del oficio: aliviarse varias veces al día -cambiando el momento piti, por momento pajilla- y tener siempre los orificios de la nariz preparados para el tres en raya. Matthew se lo deja claro y de paso, le canta un mantra, golpeándose el pecho con cara de lunático. Sale sólo cinco minutos, pero se los come. Además de elogios por este papel, este año se va hinchar a premios por ‘Dallas Buyers Club’.

Estamos en el arranque de la película y las cartas (y turulos) ya están sobre la mesa. A partir de ahí: excesos, drogas, orgías, mulleres desnudas, ejecutivos aullando como lobos y puestos hasta las cejas, más mulleres desnudas, helicópteros privados, bonos basura, prostitutas, humor bruto, puñetazos al sistema y un ritmo endiablado. Scorsese es el único director del planeta capaz de hacer que una película de tres horas se pase en un suspiro. Su estilo demoledor no hace prisioneros, corta cabelleras.

Esto sí es un supersalido.

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Aquí va a ritmo de vuelta rápida todo el metraje, con ese espíritu adrenalítico que tenían partes de ‘Casino’ y ‘Uno de los nuestros’, en una historia de codicia y arribismo, que acaba convertida en gran comedia. Las memorias de Jordan Belfort pueden ser tomadas por un chiste malo, pero también como una gigantesca hoguera de las vanidades de la era pre-crisis. Es el Scorsese más cómico y gamberro que no escatima en esos alardes de planificación que nos llevan sobre el techo de una oficina de brokers, mientras celebran la salida a bolsa de una compañía gritando, follando y maltratando a sus semejantes como señal de camaradería.

Su sentido del humor (re)define el absurdo y el surrealismo y se acerca a los terrenos de eso tan difícil de explicar que es el ‘post humor’. Lo hace con una antológica (y larga) secuencia, en la que DiCaprio trata de volver cieguísimo a casa, conduciendo un deportivo por las calles de un urbanización de lujo, para evitar que Jonah Hill, igual de puesto, la cague con un negocio. La culpa la tienen unas pastillas caducadas, que tardan en subir. Igual que la droga, Scorsese va aumentando el pulso de la narración hasta conseguir que el pedo se instale en el patio de butacas. Carcajadas, culos inquietos en las butacas y Jonah Hill arrollador demostrando que es mucho más que un ‘fanegas’ afable.

Resumiendo mucho, ‘El lobo de Wall Street’ es una película desigual (a conciencia), irregular (pero inteligente) y muy seductora (drogaína+chichis+rock en la banda sonora) para la que Scoserse ha contado con su familia más reciente. Terence Winter, el hombre detrás de ‘Boardwalk Empire’, escribe y Leo DiCaprio se lo pasa como cuando era niño en ‘Los problemas crecen’. Cuando uno sale de verla sólo quedan ganas de aullar, y eso de “pajas y cocaína” resuena como el estribillo de una balada jevi. En los cines la próxima semana (17 enero).