Testimonios desde una residencia de ancianos gallega

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Testimonios desde una residencia de ancianos gallega

Lecciones de vida de personas que han pasado por todo.

Todas las fotografías por la autora

Se nos arruga el cuerpo, las carnes ceden, el habla se ralentiza, el cerebro se nubla… Así empezaría un documental pesado sobre la tercera edad de estos de caer en un sopor profundo.

En cambio, las pupilas se dilatan si una octogenaria se te planta delante y te dice que abrió las piernas y parió a su hija en un barreño, sola en una casita del monte gallego. O si un anciano te cuenta con ojos brillantes cómo una colombiana le hizo trizas el corazón.

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El otro día estuve en la Residencia Casa Grande, en Maside (Pontevedra) y me llevé una buena lección de vida y muerte.

Tras horas de charla con estas personas que rondan o sobrepasan los 80, cayeron como losas de sabiduría frases tan sencillas como la de José González, que, con los ojos chispeando de risa tras sus gafas, sentenció: "En la vida se pasa bien y se pasa menos bien".

Después de hablar con ellos, es inevitable tomar consciencia de que los momentos del bien son fugaces, banales, luminosos, como la excursión de dos viudos y una viuda arrejuntados por la vida a comer a un merendero de pueblo, siendo por primera vez libres de cargas familiares y disgustos del pasado, o la satisfacción de un niño cuando se escapa de casa para espiar durante unos minutos las fiestas que le han sido prohibidas.

LUCRECIA VALENCIA 'LUCA'

Me dicen Luca, porque es más fácil que Lucrecia. Soy la quinta de siete hermanos. Antes se tenían muchos hijos, porque, al no haber televisión, los hombres se tenían que entretener con algo. Nací en Tenerife. Mi infancia fue bien negra, la escuela ni la vi.

Desde los 8 años estaba sirviendo en casas de ricos. Mi padre era epiléptico y en un ataque se cayó, se clavó un clavo en la sien y murió. Yo entonces tenía 11 años y todavía me orinaba encima de lo mal alimentada que estaba. Mi madre se fue a Venezuela, y yo me quedé en Tenerife.

Tengo un recuerdo horrible de cuando serví en casa de una señora que tenía un hijo que andaba con muletas. Se suponía que yo tenía que cuidarlo, pero él me intentó tocar, porque yo a esa edad me estaba desarrollando. Cogí un bolígrafo que había sobre la mesa y se lo clavé en la cara. Si no hubiese llevado gafas le habría sacado un ojo.

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A los 19 fui para Venezuela a encontrarme con mi madre. En Caracas me hice socia del Centro Gallego, donde iban todos los españoles. Allí conocí a mi marido, que era un cocinero gallego. Pero me salió la torta mal, fue un matrimonio desgraciado. Me casé a los 20 y a los 25 me separé. Fui a mi madre y le dije: yo así no puedo vivir. Él ni bebía ni fumaba, pero era ver volar un pájaro y decir que era un bruja. Andaba con cosas de santería y me llenaba los armarios de hierbas. Cuando me puse de parto de mi primer hijo, me dijo que ese hijo no era suyo y que él no me llevaba al hospital. Me quitó todos los ahorros que tenía, 150 bolívares que tenía en la cartilla. Cuando nos separamos, el juez puso como condición que yo tenía que vivir dos años, como mínimo, en casa de mi madre. Así eran las leyes entonces.

Yo creo que Dios me castigó, porque yo siempre había dicho que no quería tener marido, que quería tener hijos y que yo era suficiente mujer para criarlos sola. Después de eso conocí a Cándido, que también era gallego, y con él estuve 30 años.

Era un músico quince años mayor que yo, y también estaba divorciado. Nos vinimos a Galicia, él con sus tres hijos y yo con mis dos. Después de 30 años juntos, a Cándido le dio alzheimer y se me murió. Las pasé negras. Y ya me vine a vivir a la residencia. He tenido problemas de riego en el cerebro, pero ahora estoy un poco mejor, aunque noto que se me empieza a ir la cabeza un poco. Y el otro día fui a la verbena y me caí, porque no puedo dar vueltas, que me mareo.

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JULIA DANDAS DA COSTA

Nací en Portugal. A los 22 años vine a España y me casé aquí con un gallego. Tuve 12 hijos. Dos se me murieron: una niña de 5 meses y otra a los 38 años. Mi marido era vecino mío, algo mayor que yo. Yo no tenía muchas ganas de casarme, la verdad, pero era el destino que me había tocado.

Mi padre me dijo: "Hija, quédate en casa, que vas a sufrir muchas palizas y mucha hambre". Y así fue. Se emborrachaba, me daba palizas y no trabajaba. Yo trabajaba como una negra en lo que fuese. No me daban dinero, pero sí un poco de comida y ropa. Cuando había tenido 5 hijos, tuve un aborto. El médico dijo: ya no tienes más. Pero se equivocaba: tuve siete más. Con los dos últimos me tuvieron que hacer la cesárea. En la última ya me arreglaron para que no tuviese más familia.

Pero mi marido era desconfiado; yo no podía mirar ni hablar con nadie. Si llegaba tarde de trabajar del campo, se ponía hecho una fiera. En una de esas me dio una paliza que se me quedó este bulto que ves en el brazo. El alcalde dijo: hay que levantar denuncia. Nos mandaron al juzgado. A mi marido lo mandaron a ponerse de rodillas delante de un santo y jurar que no me iba a pegar más. Él lo prometió, pero luego al llegar a casa me dio una paliza, como siempre.

Una amiga maestra me decía: "Julia, márchate con los niños". Pero eran otros tiempos, a mí me daba vergüenza… Después el médico me dio a mi marido un tratamiento para que estuviese más tranquilo, pero él se lo tomaba con vino en lugar de agua. Un día le serví una cabeza de pescado con una patata y un vaso de agua, pero él se empeñó en comerlo con vino. Fui a buscar, y a la vuelta vi a mis hijos gritando. Le reventaron los hígados y se le fueron por la boca para fuera. Se lo llevaron para la residencia. Estuve quince días allí con él, día y noche. Y se murió. Después, como tenía tantos niños, metí a 5 en un colegio internos en Pontevedra. Iba a verlos cada 15 días.

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Cuando mis hijos ya fueron grandes e hicieron su vida, conocí a Aníbal. Yo aún tenía 40 y tantos años. Él le preguntó por mí a un vecino. Era viudo. Un día fui al médico y estaba allí esperando para conocerme. Pagó todas las deudas que yo tenía en las tiendas. Estuvimos ocho años juntos. Pasé mi vida de viuda con él como una reina. Teníamos un vecino que también era viudo y tenía coche, y nos íbamos los tres en el coche a donde nos apetecía. Después él enfermó.

La memoria la tengo muy bien. Mis doce hijos se llaman: Luis, Rosa María, Alejandro, Fernando, Rubén, Cristina, María Jesús, Lola, María de los Ángeles, Inés, Chus y Julita. Y me acuerdo de todos mis partos. El que más recuerdo es el de la nena que murió a los 4 meses.

Fue el peor porque la tuve yo sola en casa. Yo sabía hacerlo, porque mi padre fue el partero de todos mis hermanos, y yo lo había visto. Cogí la palangana, trapos y un hilo de coser para cortar el cordón. Me agarré a la cama y eché a mi niña. La lavé, pero no tenía nada de ropa que ponerle. A los días vinieron unos vecinos, preocupados porque no me habían visto por el pueblo. Entraron en casa, vieron al bebé y me dijeron: "¡Ay, la puta que te parió! ¿Cómo se te ocurre parir sola? ¿Y si te hubiera dado una hemorragia?". Pero así eran las cosas entonces.

BENIGNO PUENTES

Nací en San Juan de Piñeiro, en una familia que se dedicaba al campo. Emigré a Venezuela a los 16 años, en el 55. Trabajé allí 47 años en una empresa textil. Empecé barriendo. Llegué pesando 48 kilos porque en el barco me mareé y no hacía más que vomitar. Ya de Vigo a La Coruña no pude comer. Solamente cuando entramos en el Mar Caribe pude echarme algo al estómago. Era un barco italiano, nos daban espaguetis con acelgas, y sólo el olor de aquella comida me ponía malo.

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Después, cuando teníamos alguna bronca en la empresa, los otros me decían: "Cállate, españolito, que viniste aquí a matar el hambre". El jefe era un judío italiano que había puesto una empresa en Rusia, pero con el comunismo se tuvo que ir. Yo fui ascendiendo en aquella empresa, pasando de un departamento a otro. Conocí a una muchacha venezolana, conocí la vida y el amor… pero después vino otra, colombiana, y me mató. Me descompuso por completo. De una venezolana a una colombiana hay una diferencia como del día a la noche.

La colombiana me arruinó la vida bastante. Pero bueno, en Venezuela me corrí buenas juergas. Había muchas cosas nuevas para mí. Nunca había vivido en un país con una moneda tan fuerte como el bolívar en aquel entonces. Y allí había mucha gente de todos sitios. Recuerdo las hogueras de San Juan en Barlovento. Los negros hacían hogueras por toda la playa y se la pasaban desnudos, borrachos, bailando como locos.

Me acuerdo de una canción que decía "Barlovento, Barlovento, tierra ardiente y del tambor…". Lo que pasó fue que cuando se devaluó la moneda me desilusioné. Y tuve problemas con aquella señorita y después con la otra. Me casé con la venezolana, pero después ella se enamoró de un militar. Allí era todo más fácil: si a un hombre le gustaba una chica, no tenía más que seguirla, y lo mismo si a una mujer le gustaba un hombre. Hubo un momento en el que Venezuela ofreció la posibilidad de repatriar a los españoles que quisiesen volver. Yo allí vi a muchos españoles que no tenían trabajo, mucha miseria.

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Hombres que se daban a la bebida, gente que se aficionaba a apostar a los caballos… Había gente llorando en las puertas de la embajada española pidiendo ser repatriada, pero no los recibían. Recuerdo estar comiendo en un restaurante y entró una pareja de españoles pidiendo limosna. Les di algo, pero él volvió y me dijo en gallego: "¿Tú crees que con esto puedo vivir?". Yo le pedí al camarero que les pusiese dos comidas, pero no quisieron. El hombre lloraba. Yo vi eso y me sentó tan mal que decidí rellenar el impreso de repatriación. Y al poco murió mi madre, y volví por primera vez.Como había huelga de pilotos, llegué días más tarde. Conocí en el avión un hombre que me dijo que me llevaría hasta el pueblo. Cuando llevábamos un rato de camino, me extrañé, porque veía que nunca llegábamos a mi pueblo. Y de pronto me di cuenta de que ya lo habíamos pasado, pero yo no lo había reconocido. Después tuve que volver a Venezuela, a seguir trabajando para asegurarme la jubilación.

Fíjate que ahora, después de tantos años trabajando, ahora nos quitaron la pensión a todos los que emigramos y volvimos. Con todo el lío que hay montado en Venezuela llevamos desde enero sin cobrar. Y yo recuerdo otros tiempos, en los que llevaban todo el dinero al Banco Central en Caracas y lo dejaban allí metido en unas cajas en la avenida principal y nadie tocaba el dinero.

BALBINA LÓPEZ

Nací en Dacón, en Ourense. La infancia la pasé bastante bien. Estaba interna en un colegio de monjas en Vigo con mi hermana. Mi padre era jamonero. Se murió cuando yo tenía catorce años, y tuvimos que volver mi hermana y yo al pueblo. Mi madre era muy lista, y aprendió a ser comadrona y practicante. Así fuimos tirando.

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Ya con veintipico años me fui a Suiza a trabajar a la fábrica Omega. Allí conocí a mi marido, que era madrileño y trabajaba en la construcción. Total, que nos vinimos y nos casamos en Dacón. Mi marido no estaba bautizado, porque sus padres eran comunistas, pero se bautizó para casarse conmigo. A mis suegros les quemaron la casa por comunistas. Y después de eso mi suegro empezó a trabajar en una empresa de derechas porque no le quedó otro remedio.

Tengo aquí las fotos de la boda y de más cosas. Aquí salgo con las amigas, haciendo teatro, porque teníamos un grupo. Y este es nuestro bar de Madrid. Estuvimos 10 años allí con el bar en la Avenida Vinateros. Se llamaba Bar Flores. Yo era buena camarera, me querían con locura los clientes. Le decían siempre a mi marido: "Paco, ¿y la gallega dónde está?". Nos llevábamos muy bien todos los del bar, y cuando cerrábamos nos íbamos por ahí a tomar algo. Fui muy feliz, mi marido era muy bueno. Entonces nos vinimos para Galicia y decidimos invertir el dinero del bar en poner invernaderos.

Tuvimos un hijo, pero se metió en la droga. Yo lo acompañaba todos los días a que le dieran la metadona. El médico me quería mucho y luego me hizo muchos favores, era un hombre muy amable. Él nos habló de una clínica en Lisboa. Y allá que nos fuimos a llevarlo para que se desintoxicara. Duró unos meses, y luego se volvió en el tren, sin pagar. Me llamó porque lo había pillado el revisor y se había tenido que bajar varias paradas antes. Se creía que lo iba a reñir, pero no. Total, al final mi hijo se murió de un infarto. Ya estaba curado de la droga, trabajaba en el ayuntamiento y apareció muerto en el coche. A las siete de la mañana me llamó el guardia y me dijo "Balbina, encontramos a tu hijo muerto".

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A mí me dio un ataque, empecé a gritar, vino todo el barrio. Empecé a ir al cementerio por la mañana y por la tarde. A los diez años de eso se murió el padre. A ver a mi marido fui una sola vez. Después lo pasé muy mal, muy mal. Pensaba: "¿Por qué me vine de Madrid?". Pero ahora, aquí en la residencia, estoy muy a gusto. Está todo muy limpio, que es lo que es bueno, y como hasta hartarme.

JOSÉ GONZÁLEZ

Soy soltero, de un pueblo de aquí al lado, Freas. Tuve infancia mala. Cuando tenía 9 años, en 1940, quedé sin padre. Fue en la terminación de la guerra y en esos años se pasó mucha hambre. Mis padres trabajaban en el campo, procurando un poco de maíz, unas pocas alubias, patatas… era lo que había.

Fui poco a la escuela, a pesar de que tuve la oportunidad, porque estuve unos meses en una escuela de pago. Éramos dos vecinos amigos y yo, y nos gustaba mucho quedarnos por el campo haciendo maldades. Recuerdo que mi padre murió en octubre y eran en diciembre las fiestas de Santa Lucía. Me escapé a la fiesta. Mi madre me dio una paliza que no me quedaron ganas de ir a otra fiesta. De aquella época se guardaba mucho luto, pero yo era un niño y quería un poco de alegría.

Trabajé siempre en el campo hasta que surgió una cosa de apuntarse en la lista de emigración y te daban un contrato. Yo no tardé mucho en irme porque tenía un amigo que era jefe allí.

Nos dieron un curso de alemán acelerado y nos mandaron a Alemania, a Hannover. Trabajé seis años en una fábrica de uralita. Después estuve en una fábrica de piezas de coche. Estábamos bien allí, lo pasábamos bien. Me defendía en alemán, aunque ahora poco lo recuerdo. Mi vida era trabajar, ir a la residencia en la que vivíamos a hacer de comer… en total estuve unos 15 años en Alemania, hasta que me jubilé. Allí no se hacían fiestas como las de aquí. Lo más que se hace es el Carnaval de Colonia, pero no era lo mismo. Bebíamos una poca de cerveza, aunque yo soy más de vino. Yo venía todos los años, porque tenía mucha morriña. Y así fue todo. Ahora sufro del azúcar, soy diabético. En la vida se pasa bien y se pasa menos bien.