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El numero del postre y el cigarrito

Crisis fronteriza

Grecia y la inmigración ilegal

Habiendo crecido en Atenas, me ha roto el corazón presenciar cómo la ciudad ha pasado de ser una próspera metrópolis cultural a la zona cero del apocalipsis financiero de Grecia. La atmósfera es extraña y hostil. No es exagerado decir que mucha gente parece haber perdido la cordura; caminan de un lado a otro canturreando cosas sin sentido, o se ponen de repente a gritar sin aparente motivo. Es muy deprimente.

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A pesar de la amenaza de una bancarrota en ciernes y de la corrupción generalizada, uno de los aspectos más chocantes de la Grecia actual es el elevado número de inmigrantes ilegales que se ven en las calles. Muchos han huido de países en guerra, del hambre y de la enfermedad, en busca de un futuro mejor. Por desgracia, han escogido un mal momento para venir de visita, y puede que las cosas no estén aquí mucho mejor que en sus lugares de origen. El fotoperiodista Henry Langston y yo, interesados en saber cómo están afectando las despiadadas medidas de austeridad a las capas menos privilegiadas del país, alquilamos un coche y nos dirigimos a Orestiada, pueblo fronterizo que ha adquirido (mala) fama como la puerta de entrada de los inmigrantes a Europa.

Grecia presenció su primera ola de inmigración por motivos económicos en 1989, tras el derrumbe del comunismo en la Europa del Este. Los inmigrantes eran entonces, sobre todo, albaneses, búlgaros y rumanos, que entraban en el país aprovechando su porosa frontera norte. En la última década, sin embargo, el flujo migratorio ha cambiado; ahora es el este de Grecia la zona convertida en portal de acceso a Europa, principalmente a causa de las guerras y turbulencias políticas en África y Oriente Medio. Según Frontex, la agencia responsable de hacer seguimiento de las fronteras europeas, las autoridades registraron en los nueve primeros meses de 2011 un total de 112.844 inmigrantes, un considerable aumento respecto a los 76.697 registrados en el mismo período en 2010.

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La ruta más utilizada por los inmigrantes para entrar en la Unión Europea es ahora la frontera de Grecia con Turquía, que coincide con el curso del río Evros. En 2010, la policía de Orestiada encontró 26 cuerpos en el río y sus cercanías. Con la intención de atajar estas intrusiones, el gobierno decidió construir una barrera que bloqueara las tierras fronterizas. El proyecto ha sido pospuesto y vuelto a poner en marcha en numerosas ocasiones, con los grupos pro-derechos humanos protestando por su realización, y la UE financiándolo. Los cimientos de la barrera se pusieron finalmente a inicios del pasado mes de febrero, pero si el muro acabará levantándose o no, es algo que nadie sabe.

Llevábamos unos minutos conduciendo a través del valle de interminables campos de algodón y caña de azúcar de la región de Evros cuando divisamos a cinco hombres que caminaban en paralelo a la autopista en dirección a Alexandroupoli, la capital de Evros. Ligeramente vestidos a pesar de las bajas temperaturas, y claramente agotados, desviaron la mirada cuando vieron que llevábamos una cámara. Señal de que íbamos en la dirección correcta.

En ruta hacia nuestro destino pasamos junto a más grupos de inmigrantes, ninguno de ellos dispuesto a hablar con nosotros. A nuestra llegada nos encontramos en un restaurante con Aggelos Papaioannou, ex alcalde de Orestiada, y con su amigo Stathis. Supimos que Stathis trabajaba cultivando ajos, y que sus tierras estaban apenas a unos pocos metros de la frontera. "Atraviesan los campos con un aspecto lamentable, hambrientos y empapados", dijo Stathis, rociándonos con diminutos trozos de carne a medio masticar. "La mayoría son sólo niños, no suelen pasar de los 20 años. No hay mucho que se pueda hacer por ellos. En los años 80 me quedaba con mi camión esperando en la frontera por si alguien necesitaba ayuda para cruzar. Era una forma fácil de conseguir dinero rápido. Ahora eso se considera delito, así que les damos una botella de agua o algo de comida y eso es todo lo que podemos hacer". Le pregunté si el número de inmigrantes fluctuaba según la estación del año. "Lo cierto es que no", respondió Stathis. "Llegan constantemente a docenas. Joder, hasta he visto gente cruzando en silla de ruedas.

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Hace un par de semanas sacaron cinco cadáveres del río". "Tiene cerca de sus tierras los antiguos campos de minas fronterizos. ¿Siguen activas?" Aggelos intervino mientras Stathis pedía nuestra tercera botella de vino. "Las minas estaban ahí desde 1964", contestó. "Los contrabandistas turcos, a menudo, les decían a los inmigrantes cristianos que eran huertos por los que podrían pasar sin problemas. Oíamos explosiones todos los días, y luego nos encontrábamos trozos de cuerpos desperdigados aquí y allá. Pero limpiaron el sitio hace cinco años".

A la mañana siguiente visitamos la comisaría de policía de Orestiada para encontrarnos con el jefe, George Salamangas, un hombre grande con una extraña afición, escupirse en los dedos mientras habla. Tras enviar a un agente a que nos trajera cafés, se giró hacia su ordenador y nos hizo una visita guiada a través de un PowerPoint con gráficos, fotografías y filmaciones con cámara de visión nocturna de inmigrantes atravesando la frontera y sus posteriores detenciones. Nos contó que Turquía había dejado de pedir visados a la gente procedente de países islámicos. Como resultado, en vez de tomar la ruta antes habitual a través de Marruecos y después España, muchos inmigrantes optaban ahora por viajar en avión de Casablanca a Estambul. Una vez allí pagaban a los contrabandistas una suma considerable —por lo general, entre mil y dos mil euros— para que los llevaran de Estambul a Alexandroupolis. Evros se convirtió en el punto de entrada más importante en 2010, año en el que fueron detenidos unos 36.000 inmigrantes ilegales cuando el año anterior habían sido apenas 3.500. Ahí fue cuando el Frontex entró en escena.

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"Juntos trabajamos en la Operación RABIT y conseguimos mantener los números bajo control", dijo Salamangas. "Sin embargo, este año el río casi no ha llevado agua, así que nuestros esfuerzos no han supuesto ninguna diferencia. Cuando el río baja caudaloso, los peligros son mucho más grandes. Las barcas de los traficantes no tienen motor, así que los inmigrantes tienen que remar. Muchos de ellos no saben cómo se rema ni tampoco nadar, y las corrientes son tan fuertes que vuelcan las barcas. A menudo los traficantes les obligan a tirarse al río,

a veces empleando una violencia extrema". A continuación nos enseñó una filmación de un grupo de gente bajando de un camión, cada uno recibiendo un culatazo de rifle en la espalda por parte de un traficante a modo de regalo de despedida. "Algunos de los que no podemos detener vienen ellos mismos a entregarse", dijo. "Esto es lo más extraño".

Salamangas nos explicó que los inmigrantes lo hacen para que Grecia les sirva de pantalla, ya que el país está obligado a hacerse cargo de ellos en virtud de la Regulación de Dublín. Así, en el momento en que pillan al inmigrante vagando por Europa sin pasaporte —lo cual sucede muy a menudo—, él o ella es enviada de vuelta a Grecia. "Para poder pedir asilo político", dijo Salamangas, "los inmigrantes blancos a menudo afirman ser palestinos, y los negros proceder de Somalia. Lo único que por nuestra parte podemos hacer es confiar en que a mediados de 2012 se termine de levantar el muro. Ninguno de los que entran se quiere quedar en Grecia, especialmente ahora, con la crisis. Usan nuestras fronteras sólo como puerta de entrada. Es importante destacar esto: estas no son las fronteras de Grecia, son las fronteras de Europa".

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Le pregunté a Salamangas sobre los informes acerca de las malas condiciones de los centros de detención, y él replicó, "Dirigimos uno de esos centros en Filakio, Orestiada. Es un espacio con capacidad para 294 personas. Demasiado pequeño para el número de inmigrantes del que nos piden que nos encarguemos. Las cosas fueron bien hasta 2009. Sé con certeza que el ministerio para la protección civil y la policía están haciendo lo que pueden para encontrar espacios más grandes donde alojarlos.

No sólo por el bien de los inmigrantes, sino también por el de nuestra plantilla". A continuación se escupió en el pulgar. Lo interpretamos como una señal para que nos largáramos. Nuestra siguiente parada, por supuesto, era Filakio. Cuando entramos en el patio del centro de detención vimos a unos 30 hombres (y un niño), a los que ya habían tomado los datos, esperando el autobús que les llevaría a Atenas, donde se les permitiría quedarse por un máximo de tres meses antes de correr el riesgo de encarcelación. "Yo quiero ir a Atenas, pero son 50 euros", nos dijo Hamza Attatfa, un argelino de 24 años. "¿A dónde vais? ¿Quieres casarte conmigo? Si lo haces me darán un visado".

Un compatriota de Hamza, Kyle Farid, parecía tener más mundo a sus espaldas: "Yo ya había hecho esto antes. Logré llegar a Inglaterra sin que me cogieran. Viví en Roehampton. Entonces mi madre, que está en Argelia, se puso enferma y tuve que regresar. Pero mi novia está en Inglaterra". Según Kyle, soldados del ejército turco le cogieron el día antes de nuestra visita y le dieron estopa antes de entregarle a los traficantes en la frontera. "Al menos aquí no nos maltratan, pero las condiciones son de lo peor", dijo. "No hay duchas, y la comida es terrible".

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Aras, un paquistaní de 22 años, nos contó que su intención era abandonar Grecia tan pronto como a su hermano, de 15 años, le dejaran salir del centro de detención. "Llevo aquí 4 años, pero ahora mismo no hay dinero, así que quiero volver a Pakistán", dijo. "En el establo en el que trabajo había antes 27 caballos, y ahora sólo quedan tres. Estoy tratando de que dejen libre a mi hermano, y después nos iremos los dos a Atenas".

Nuestro viaje estaba tocando a su fin, pero yo aún no estaba segura de cómo me sentía. Tras unos pocos días en la región se me había hecho evidente que el resto de Europa había estado descuidando los problemas de Grecia con sus fronteras, pero es un asunto que no se iba a poder resolver hasta que la Unión Europea se olvidara de la lista de exigencias que ha sido, en parte, la que ha provocado esta situación. Por otra parte, el mundo es un lugar desesperado, y digo yo que cualquier persona debería tener derecho a buscar una vida mejor sin tener que enfrentarse a campos de minas, gélidos ríos y matones con armas.

Esa noche, la última que pasábamos en Evros, cenamos en Vissa, un pequeño pueblecito a poca distancia de Orestiada y a sólo unos metros de la frontera. Nos sentamos en el único café que encontramos, un largo espacio sin decoración alguna. Además de nosotros, los únicos clientes eran dos docenas de hombres que parecían pasar de los 80 años. Fascinados por nuestra presencia, habían formado un círculo a nuestro alrededor.

El propietario, George, empezó a contarnos que en la aldea había una larga tradición de contrabando. "Todo empezó en los años 40, con la guerra. Contrabandeábamos con carne y animales que pasábamos desde Turquía. En los 50 y 60 eran pieles, sobre todo, y en los años 70 llegó la marihuana. Cocaína y paquistaníes en los años 80. Después los turcos despertaron y, lentamente, nuestro propio comercio desapareció". Puede que no hiciera gran cosa por resolver mi dilema moral, pero al menos esto puso las cosas ligeramente en perspectiva.

¿Quién sabe en qué otros turbios negocios se meterían estos adorables abuelitos en su momento? ¿Y quién sabe cuán inocentones parecerán nuestros crímenes actuales dentro de unas cuantas décadas? Supongo que no hay nada como la condición humana para aliviar los estados de ánimo.