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Aquí, a la vuelta

Madero: La calle de la fantasía en el Centro Histórico

En esta calle puedes encontrar a Batman, Gatubela, Superman y hasta a Homero Simpson, al igual que a numerosos artistas callejeros.

Foto por Alejandro Mendoza

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La tercera llamada la da el silbato del policía que dirige el tránsito en el paso peatonal, a la altura de la Torre Latinoamericana. Se para frente a los autos que circulan en el cruce del Eje Central y Juárez, y entonces la gente, que se cuenta por cientos en cada lado de la acera, cruza la calle. Mientras se va esquivando cuerpos, poco a poco queda a la vista del espectador el escenario, como si fueran el telón que se abre lentamente. En cuanto se pone un pie en la calle de Madero, la más emblemática del Centro Histórico de la Ciudad de México, comienza el show.

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Ahí está el Oso Ted, con una falsa botella de vodka, una camisa azul de oficinista, sin ese cuerpo pachoncito de su contraparte cinematográfica, sentado en una de las entradas del que alguna vez fue el edificio más alto del Distrito Federal. Más se asemeja a un teporocho de peluche que a una botarga que parodia lo "lindo". Pero eso no parece importar a muchos que lo buscan para tomarse una foto.

En frente está Superman, con ese flequito sexy de los años 30 en la frente. Alto, el tipo, en mallas azules, calzón rojo y la capa indispensable. De complexión media, su falsa caja torácica lo hace ver deforme, exagerado, no concuerda con su estructura física y sus brazos delgados. A su lado está Batman, que parece enojado, los labios los junta y estira hacia adelante, "¿estará trompudo o quiere beso?", dice una chica que pasa. Junto a él está Gatubela. Pero no pelean. Ahora son cómplices, hablan un poco hasta que los interrumpe un niño que quiere foto con los héroes de ficción.

Más adelante, en la esquina que entre Madero e Isabel la Católica, descansa Bumblebee, el Autobot amarillo que se transforma en Camaro o Vochito, dependiendo la versión de los Transformers que uno vea. Y le hace honor al apelativo de "pequeño hermano" porque mientras Optimus Prime posa para la foto, saluda y llama a los niños con las manos, Bumblebee coloca su trasero de plástico en un pequeño borde que sale de la pared del edificio que fue conocido como La Mexicana. Hace cien años Pancho Villa lo hubiera quitado de ahí a punto de pistola para luego treparse en una escalera y rebautizar con una placa la antigua calle de Plateros con su nombre actual: Madero.

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Pero no todos son botargas y personajes de historietas, caricaturas o películas. También están las estatuas vivientes, que se mueven en el aire, suspendidas, ante las miradas de asombro de los caminantes cada vez que cae una moneda en el sombrero o recipiente. También están los músicos, que difícilmente desplazarán a los entrañables organilleros, los cosplayer que crean sus propios personajes de mitología y mundos fantásticos, y los artistas y actores callejeros que hacen performance y teatro.

Entre ellos está Marcelo, el cartero, que pedalea su bicicleta antigua. Es de esas donde la rueda delantera es tres o cuatro veces más grande que la de atrás. En la esquina de Gante y Madero hace una pausa. Seguro en algún momento pasa por su mente la primera vez que llegó a trabajar ahí, hace casi diez años, cuando él y otros nueve compañeros pretendían hacer un corredor cultural en ese punto con artistas callejeros. Tal vez también recuerda cuando la policía los llevaba a cada rato, a él y otros, al ministerio público acusados de obstrucción a la vía pública. Con cien pesos salían y volvían a intervenir el espacio. Tantas veces pisaron el lugar que ya eran de la casa. Mejor la Secretaría del Trabajo les ofreció permisos. Aunque Marcelo nunca lo ha sacado, ni siquiera tiene credencial de elector: "La calle es libre, es para todos", dice. Por eso, entre los más de cien artistas que trabajan en la calle de Madero, él es de lo pocos que no paga cuota semanal a ProDiana, la organización dirigida por Diana Sánchez Barrios, la primer diputada transexual en México, que apoya a los superhéroes y artistas urbanos desde 2012, cuando el Fideicomiso del Centro Histórico y la Secretaría de Seguridad Pública los quisieron sacar del corredor.

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El cartero se baja de su vehículo, mira su mochila, observa el panorama, toma un poco de agua y sutilmente le da "play" al pequeño bafle en el que está conectado su reproductor de MP3. Entonces la música inunda el pequeño espacio en el que se mueve y transporta a todo el que lo oye a alguna calle parisina durante las primeras dos décadas del siglo XX. Pero no sólo es por la música. El vestuario ayuda mucho. Se ve viejo, pero no gastado. Es de color verde, de bronce oxidado. Su cara también tiene el mismo tono. Cuando se sube a su bicicleta se fusiona con ella; forman una escultura viviente. Hasta le gente se acerca para una foto. Pero Marcelo los rechaza amablemente. El no es una estatua viviente; esta haciendo un performance y en este momento comparte su arte con la gente.

El Cartero se sube a su bici y comienza a teclear en una máquina de escribir una carta. Es dedicado, piensa cada la palabra, se nota en su gesto reflexivo, a veces dubitativo. Sus dedos golpean las teclas de aire y surge de su bocina el taca-taca inconfundible. Termina, mueve los ojos de un lado a otro, la boca hace una mueca, es como un mimo: está leyendo su "escrito". Le aprendió bien a esto del performance en al FARO de Oriente, el centro de formación artística y artesanal dirigido a la población marginada en esa zona de la ciudad.

Satisfecho guarda el papel en un sobre, con la lengua humedece la solapa y lo cierra. Lo mete a la mochila y presto se va pedaleando. Jamás se mueve del sitio en el que está, aunque las ruedan giran y giran; en la mente de todos los que observan él ya ha cruzado media ciudad. De pronto un perro entra en acción, le quiere morder la pierna, de hecho alcanza a morderle el pantalón. El trata de zafarse de esas mandíbulas agitando su pie. No hay perro aunque sí ladrido.

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El sujeto acelera, no se puede detener, tiene que salvar la carne de su chamorro izquierdo para que no quede entre los colmillos del can. Mira a la gente que está frente a él y con la mano y silbidos les pide que abran el paso, no los vaya a atropellar. No vaya a ser que el perro estropee su vestuario, en el que, con todo y escenografía, ha invertido casi diez mil pesos en los seis años que lleva interpretando este oficio. Hasta las botargas le tienen que meter bastante dinero a la producción de su personaje, como el Homero Simpson que está a su lado, quien carga a la pequeña Maggy que se mueve inquieta como toda bebé, que gastó casi dos mil pesos y dos meses de vida en diseñarlo y crearlo con todo tipo de materiales.

Por fin el cartero llega a su destino, se baja de la bici, se acomoda los pantalones a lo "Cantinflas" que utiliza. Camina un poco, mira la dirección del destinatario, mira la dirección escrita en el sobre, mira a la chica entre los espectadores a la que entregará la carta. Es el lugar. Toca tres veces sobre la puerta inexistente. "¿Quién?", pregunta la chica. "El cartero", contesta él. Se abre la puerta, entrega la misiva y comienza a hablar:

"Las mujeres acostumbraban poner un beso de lápiz labial en el papel. Si quieren recibir cartas, no dejemos que los sobres estén vacíos. Internet es más rápido, pero menos humano".

Y llega entonces el aplauso y las monedas al bombín que tiene a sus pies. Ahora sí acepta a toda la gente que quiere una foto. A diferencia del Sombrerero Loco, el Charro Negro, el Joven Manos de Tijera, el Iron Man chaparro, la botarga de Pig Peppa y otros personajes que cobran de 10 a 20 pesos por permitir que capten su imagen con un celular o cámara digital —cincuenta si ellos entregan la foto recién salida de su pequeña impresora— Marcelo no pide dinero por ellas, aunque sí lo acepta. Contrario a lo que hacen los soldados del videojuego Halo, el Tony Stark a la mexicana, el Spiderman flaco o la bruja del bosque, que se tapan la cara o dan la espalda a quien intenta inmortalizarlos en una fotografía sin pagar, el cartero no impide la acción. Hasta parece que posa.

Con lo que le da la gente por su espectáculo es más que suficiente. "No tengo lujos, sólo necesidades. El lujo no es lo mío". No le importa que la mayoría de las estatuas vivientes y botargas se metan a la bolsa entre 400 y 800 pesos por día trabajado. A él lo que le interesa es transmitir el mensaje, aunque en una hora algunas veces gane 50 y otras dos mil pesos.

Marcelo abandona su pequeño escenario y se va tras bambalinas —a una de las jardineras de la calle de Gante— para descansar un rato. Una hora para ser exactos. A veces, dependiendo de la ciudad donde lo inviten a trabajar —porque ha llevado su espectáculo a casi todo México, desde Mérida hasta Zacatecas— el desgaste es mayor por la energía que se forma entre artista y público. En una presentación de 20 minutos puede terminar agotado, bañado en sudor; en otras ocasiones, aunque trabaje todo el día —que para él pueden ser tres o cuatro horas y sólo cuando en verdad tiene las ganas de hacerlo— , apenas si siente cansancio.

De pronto se acerca un niño de unos 8 años que vende obleas pegadas con miel y adornadas con pepitas de calabaza, que en México se conocen como "pepitorias". Su ropa está sucia por el juego, por la comida, porque no tiene otra que ponerse. Marcelo le compra un paquete en diez pesos.