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—Nomás, estoy muy interesado en ellos— le contesté.
—Ve al mercado de Sonora— y luego se fue.Finalmente llegué al mercado de Sonora. Me adentré en los largos pasillos de animales, donde se puede encontrar de todo: cabras, becerros, guajolotes, patos, gallinas, gallos, los conejos más gigantes que he visto en mi vida. Pero nada de ajolotes. Contrario a lo que pensé, había muy pocos puestos de animales acuáticos y anfibios. Le pregunté a la señora del único puesto de peces que vi y me contestó un poco desconfiada "Aquí no vendemos eso… pero pregunta dos puestos adelante".
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—Busco un ajolote.
—¿Cuántos quieres?
—Sólo uno.
—¿Cuánto traes?
—No mucho, la verdad, pero me gustaría verlo primero.
—No los tengo aquí. Espérame unos 30 minutos y ahorita te lo traigo.Me pidió que lo esperara en su puesto mientras él iba por ellos. Antes de que saliera del mercado lo alcancé y le pregunté si podía acompañarlo. Aunque en un inicio se mostró renuente, accedió y nos fuimos caminando a la vecindad donde vivía con su familia, en la Merced. En el camino me empezó a platicar sobre lo difícil que es conseguir ajolotes hoy en día "con eso de la extinción" y el delito que ahora implica su comercio. Llegamos a una vecindad con prostitutas recargadas en la pared. Al entrar sentí esa sensación de penetrar en algo turbio y de dudosa legalidad. Ya dentro, tuvimos que pasar frente a la sala donde estaban sus niñas viendo la tele, llegamos a la cocina y salimos al patio donde estaban los tendederos. José caminó hacia el lavadero y sacó una cubeta donde tenía los preciados ajolotes.Me sentía muy contento, finalmente lo había encontrado. José notó mi felicidad: "¿Están bonitos, verdad?", me dijo. Nunca había tenido en mis manos un ajolote; son más inquietantes que en las fotos donde parecen ser criaturas simpáticas y sonrientes. En vivo están muy lejos de serlo.
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