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Música

Así fue que salí del clóset de las drogas con mi familia

Mi familia se enteró por accidente de que había consumido drogas. El traumático hecho se convirtió en una oportunidad para hablar abiertamente de mi posición a favor del consumo responsable de sustancias.
Ilustración por Curzi y Gavilán.

Hace más de dos años, en 2014, mis papás se enteraron a la fuerza de mi relación con el consumo de sustancias. Eso suena a que tuvieron que rescatarme de una sobredosis de opiáceos aplicada vía intravenosa y llevarme al hospital, o que se vieron forzados a amarrarme en pleno malviaje de ácido mientras los mordía y les pegaba patadas, como le ha pasado a algunas de las personas que conozco.

Pero nada de eso. Yo digo que fue a la fuerza porque ni ellos querían saberlo, ni yo quería contarles. En realidad se trató de algo accidental: por cosas de la vida mi mamá terminó en mi Facebook, dentro de una conversación vieja que tuve antes de la fiesta de Miss Kittin que hubo ese año, donde le preguntaba a un tipo de la universidad si tenía pepas, de cuáles tenía y si me podía ayudar a conseguir para esa noche:

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- ¿Y su flecho de cuáles tiene? ¿No me puede conseguir Transformers?

- Paila… el man tiene litios verdes, calaveras, hongos rosados, MTVs azules…

- Espere me decido entre calaveras y MTV's.

Luego de leer un montón de detalles (muy) innecesarios, mi mamá me cogió en mi estado de mayor desprevención: dormida. Me levantó bruscamente y empezó a encararme con el computador en la mano, gritándome que yo le había mentido, que la había engañado todo este tiempo y le había negado algo que ella sospechaba y que sí estaba sucediendo. "¡Le voy a decir a su papá que usted mete drogas!" me gritó como última amenaza, y un cimbronazo me sacudió todo el cuerpo. Me fui corriendo a su cuarto y empecé a rogarle que por favor no lo hiciera, que lo dejáramos entre las dos, que ya no lo hacía, lo cual era cierto desde hacía casi dos meses.

Como era de esperarse, mi mamá no atendió mis súplicas. No solo le contó a mi papá sino al resto de mi familia, incluida mi hermana menor. En un intento cojo por amortiguar la verdad, intenté matizar los hechos con mentiras, diciéndole a mi papá que en la conversación me estaba refiriendo a tipos de marihuana y no de pepas. Estaba sentada en el sillón de la sala de mi abuela, un episodio que ya se había repetido varias veces en ocasiones anteriores, debido a mi gusto predilecto por el alcohol, pero nunca por alguna droga. Mi papá me hablaba de una manera preocupada pero amorosa, tratando de no juzgar mi consumo de "marihuana". Parecía metida en ese programa "Intervention", que me veía cuando era más pequeña. Pero sentir que era un capítulo más de esa serie no fue para nada emocionante. De hecho, muy pocas veces había estado tan asustada como ese día.

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A los pocos segundos de salir de la sala, sintiendo el peso de la mentira en mi espalda, mi mamá entró furibunda a hablar con mi papá, y destapó toda mi mentirota de la marihuana, afirmando que yo en la conversación había hablado explícitamente de "pepas". Mierda, ahora sí se me había ido honda la vaina.

Me sentía en un estado máximo de incertidumbre. No sabía si mis papás pensaban internarme en algún lugar, si habían tomado la decisión de echarme de la casa, si me tocaba irme a vivir con algún familiar o si iban a dejar que el tema siguiera de largo. En ese entonces me hacía falta un semestre para terminar mi carrera y pensaba: ¿ahora cómo iba a graduarme de la universidad? Mientras todas esas dudas se empezaban a sentir como hormigas que subían por todo mi cuerpo hasta llegar a mi cabeza ansiosa, mi familia entera había decidido castigarme con la ley del hielo: ninguno me hablaba, pero todos me miraban de reojo.

Me sacó de mis pensamientos turbios la voz de mi hermana. Había sido la única capaz de encararme y estaba muy brava. "Nathalia, no nos creas idiotas" me dijo, con un tono aireado y de decepción. Miré al piso, respiré profundo, y de mi boca fueron saliendo tímidamente una a una, y sin muchos detalles, algunas de las veces en las que me había encontrado por primera vez con alguna sustancia psicoactiva. A medida que iba confesando, un peso, que había aumentado al salir de la sala, se iba aligerando por fin en mi interior. Todos esos miedos, todos esos silencios, todas esas llamadas no contestadas, noches y días, amanecidas, miradas al piso, caras desaprobatorias, cabezas gachas, contemplaciones de techo, de almohada, de ducha, bajones, lloriqueadas, peleas, gritos, ruido gris y espacios en blanco de repente salieron a flote, suspendiéndose en el aire y esfumándose poco a poco, como liberándose, mientras los ojos de mi hermana se clavaban en mi cara, con un casi remoto aire comprensivo. Finalicé la conversación diciéndole que no tenía la autoridad moral para prohibirle nada, pero que siempre que tuviera dudas, estuviera en problemas o quisiera contarme algo, ahí iba a estar yo.

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Ese trágico día de 2014 marcó la paulatina salida del clóset psicoactivo que he tenido con mi familia, la primera y última autoridad de la vida de uno, ese grupo de personas cuyos nombres uno se tatúa en el cuerpo, esa única estructura social que ni por el putas se puede enterar de las locuras de uno, así ellos también las hayan cometido en su momento. Luego de ese episodio no sufrí muchas consecuencias, sorprendentemente, más que la de llegar más temprano a la casa cuando salía y no irme de fiesta loca por un buen rato, algo que ya estaba haciendo por mi cuenta desde antes de que mi mamá me encontrara esa conversación. Pero el tema seguía siendo tabú, y siempre será tabú, siendo yo la primogénita y la primera heredera de una familia de clase media, trabajadora, católica por tradición pero de papás separados desde hace años, avergonzada muchas veces de lo que digo, de lo que escribo, de mis salidas de tono, de mi juventud, de mi generación.

Fue traumático, sí, pero una vez logrado ese punto, no me iba a echar para atrás, ni a negar las cosas. Era como desbloquear un importante nivel de ese loco videojuego llamado vida: la única salida era continuar, seguir andando y ya entrados en gastos aprovechar para poder expresar lo que realmente pienso sobre el consumo de sustancias psicoactivas. Como diría mi mamá: ya untada la mano untado todo el brazo.

Así lo he hecho y lo he reiterado un par de veces, por si quedan dudas. En cada conversación, en cada enfrentamiento o roce que he tenido con mi familia al respecto, he sido contundente con mi posición. No se trata de contarles lo que me he metido en los últimos meses, o de seguir la lógica de mi familia cuando estalló la noticia y aceptar que soy drogadicta, porque estoy bien lejos de serlo. Se ha tratado más bien de ser reiterativa con mi apoyo al consumo responsable, a la despenalización y la legalización de muchas sustancias, de defender el porte de la dosis mínima, la pedagogía entre los consumidores y la necesaria reducción de riesgos a la hora de consumir alguna cosa, lo que sea.

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Sobre todo, hacerle entender a mi familia y a todos los que me rodean lo que para mí es el punto neurálgico de esta problemática, ya no como integrante de mi familia sino como ciudadana de este país, y es la visión del Estado respecto a la producción y sobre todo al consumo, el cual se considera en este país primero un problema de seguridad, antes que un problema de salud pública, pasando por encima del indiscutible hecho de que la adicción es una enfermedad. Ejemplos como la intervención policiva del Bronx, los abusos policiales en contra de los habitantes de calle y el hecho de que sea muy difícil ingresar a un programa de rehabilitación integral subsidiado por el sistema de salud colombiano son muy dicientes: antes de preocuparse por gente que está enferma, nuestro sistema se fija y hace que nos fijemos en estas mismas personas como delincuentes.

Así que como ciudadana y como integrante de mi familia me terminé de asumir y empecé a defender mi posición como consumidora funcional no problemática (según la UNODC, solo uno de cada diez consumidores de drogas es problemático), categoría que cubre a la mayoría de personas que consumimos drogas. Personas que estudiamos una y hasta dos carreras, que tenemos trabajos, que mantenemos familias o tenemos parejas funcionales, que vivimos por nuestra cuenta, que viajamos, que ganamos ascensos, que tenemos hijos y que de vez en vez, cuando salimos de fiesta, nos da por fumarnos algo, comernos algo, olernos algo o inyectarnos algo, porque hasta heroinómanos funcionales hay en esta vida.

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Yo desearía que muchos amigos y personas que conozco defendieran abiertamente lo que son y se asumieran como consumidores conscientes y no problemáticos, porque la mayoría de gente que conozco de mi generación consume esporádicamente alguna droga, pero sé lo lejos que estamos de lograrlo. Porque siempre está ese verraco miedo ahí, respirándole a uno en la nuca. El miedo a las consecuencias con la familia, el miedo al qué dirán los amigos, la novia, el novio, los vecinos, los amigos del colegio, la universidad, el trabajo. Y hasta está el miedo de enfrentarse a uno mismo, ese que cuando nos levantamos una mañana, totalmente confundidos, nos hace pensar que tenemos un problema.

Porque podemos tener un problema, y eso no significa que se nos vino encima el fin del mundo. En ese caso siempre es bueno asesorarse, buscar ayuda profesional y de la gente que lo quiere a uno, entender que la adicción es una enfermedad real que le toca vivir a mucha, muchísima gente; no se trata de que algunos la pilotean más que otros y logran controlarse, o de que unos sean débiles de carácter y otros no. Por ahí no va la cosa.

Sin embargo no voy a negar que la línea entre el consumo y el abuso es muy delgada, y el problema es que, en algunos aspectos, la barrera entre uno y otro la pone uno mismo. Es decir, sí existen mediciones de frecuencia de consumo y patrones de comportamiento que indican que uno tiene una adicción, pero cuando entramos a hablar de consumo versus funcionalidad, la respuesta ya depende de cada persona. Una persona totalmente adicta a una sustancia puede mantener a flote todas sus labores diarias sin ella, mientras otra persona puede volverse un ocho la vida con un consumo mucho más esporádico ¿Dónde se pone la línea ahí?

A lo que voy con todo esto es que la salida del clóset psicoactivo, es decir asumir públicamente que uno ha consumido y consume drogas, es un proceso que comprende muchas dinámicas paralelas externas e internas. Pero en la medida que hablemos de esto, en la medida que activemos esta discusión con nuestro parche de amigos, dentro de los mismos sitios donde consumimos, en las fiestas y las pistas de baile, gente del colegio, del trabajo y, ¿Por qué no?, nuestra familia, se va a ir generando paulatinamente un cambio de visión y quizá podamos edificar una enunciación generacional: la del consumo como un acto, y no como un crimen. Lo criminal en este momento son los procesos de microtráfico y distribución, nutridos por la prohibición de nuestro país, que van a seguir ahí hasta que se considere seriamente la legalización en el territorio colombiano y el resto del mundo. Después de tantos muertos, de tantas devastaciones ecológicas y de tantas personas encerradas en todas las cárceles del mundo, ¿Qué nos ha quedado? ¿Qué resultados positivos tenemos?. Por más de cuarenta años hemos llevado en hombros una fallida guerra contra las drogas, nuestro país está pidiendo a gritos un cambio.

Por eso, más que nunca, es tiempo de aceptar que si me fumo un porro semanal no soy un adicto, que si me gustan las pepas no soy un "pepero" o un vago, que si me inyecto heroína no soy un paria social y que oler cocaína no me hace un criminal. Mientras buscamos maneras más éticas para conseguir nuestras drogas, podemos empezar con cambiar ese imaginario colombiano metido en todos los niveles de la sociedad que nos tiene tan jodidos y con tanto miedo. No estoy diciendo que nos toque solo a los consumidores no problemáticos hacer esto, porque la responsabilidad es integral: entidades estatales, planteles educativos, líderes de opinión, medios y gente del común. Pero en la medida que demostremos que la figura del consumidor no problemático es real y funciona, en la medida que nos convirtamos en testimonios andantes acerca de que el consumo de sustancias puede llegar a ser un aspecto más de la vida de las personas y que tengamos las huevas de asumirnos sin miedo, van a pasar cosas, se los aseguro.

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Nathalia es clara con su posición respecto al consumo de sustancias, ¿Cuál es la suya? Cuéntele por Twitter.