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The Photo Issue 2014

The Photo Issue 2014: Trampantojo

¿Qué quieren las fotografías de nosotros? ¿Por qué no nos dejan en paz? Nosotros las creamos y están por todas partes, nos atrapan. Dejamos que nos cautiven y después nos preguntamos por qué no podemos dejar de tomarlas y simplemente mirar hacia otro...

Hiroshi Sugimoto, Teatro Ohio, Ohio, 1880, copia en gelatina de plata, 47 x 58.75 pulgadas, 119.4 x 149.2 cm, edición de cinco. Cortesía del artista y de la galería Pace.

¿Qué quieren las fotografías de nosotros? ¿Por qué no nos dejan en paz? Nosotros las creamos y están por todas partes, nos atrapan. Dejamos que nos cautiven y después nos preguntamos por qué no podemos dejar de tomarlas y simplemente mirar hacia otro lado. ¿Es porque la fotografía en sí misma apela a una necesidad de repetición? Con la fotografía intentamos atrapar lo efímero y lo que está más allá de nuestro alcance: el mundo en toda su inmensidad y elasticidad. Pero, ¿por qué esperamos que las fotografías capturen algo real? Que reproduzcan un reflejo fiel de lo que vimos o de quiénes fuimos. Para ser más precisos: de lo que fue. Porque en la bruma de lo que se perdió, es inevitable que la verdad se conjugue en tiempo pasado.

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La vida real ya ha pasado cuando parpadeamos o presionamos el botón del obturador. Pero queda grabada aunque quede del grosor de un papel, este es la parte mítica de las fotografías: de algún modo nos permiten detener el tiempo, en un formato impreso. No obstante, si el mito mismo se puede fijar al igual que una imagen, ¿qué será lo que veremos? Solo tendríamos que raspar la emulsión para encontrar debajo de ella un sinnúmero de siglos de emulsión incrustada, como en el borde de nuestros párpados, casi sellados mientras dormimos.

Después de todo, quizá la consciencia sea como soñar despiertos y las fotografías son como fragmentos de un mapa. Fragmentos que si se ordenaran —una tarea imposible— mostrarían la llegada y la partida de todos nosotros, pasajeros en tránsito como si fuera un archivo visual. A pesar de que esto parezca ciencia ficción, en términos de escritura creativa y sus predicciones imprevistas, nunca nos alejamos demasiado de su hermana gemela: la ciencia. En este caso tenemos que preguntarnos si el mundo entero es un laboratorio y la vida es un experimento en proceso. En ese caso: ¿estamos tan poco seguros de lo que captamos con nuestros sentidos que necesitamos más pruebas? Cualquier estudio de la historia implica algún tipo de viaje en el tiempo y la ciencia también requiere que regresemos atrás en el tiempo para volver a hacer los experimentos, comparar e interpretar los datos. La interpretación de los sueños es importante en este sentido, no solo porque el subconsciente es el único lugar en el que somos verdaderamente honestos con nosotros mismos, sino porque nos damos cuenta de que el sueño mismo es la interpretación de la vida consciente. Los surrealistas recorrieron por voluntad propia esas coordenadas y acumularon un montón de puntos de viajero frecuente a nuestro nombre, como nos muestra el arte hoy en día que descontextualiza y enrarece lo que conocemos o lo que creíamos conocer. La representación pictórica que tiene como objetivo examinar los movimientos que nosotros mismos creamos, los cuales podemos repetir en nuestra cabeza noche tras noche, nos deposita inevitablemente en un carrusel infinito que gira simultáneamente hacia delante y hacia atrás. ¿Qué clase de fragmentos se pueden añadir a un mapa cuyo propósito es orientar y al mismo tiempo desorientar? Por ahora no hay una manera de dar cuenta exacta de la superposición de rutas y desviaciones que nos permiten estar agradablemente perdidos. Somos demasiados para eso.

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Cortesía de Everett Collection

ESCENA PERDIDA

El artista conceptual Douglas Huebler, con su proyecto de 1971 Pieza variable #70 (en proceso) Global, manifestó:

Durante el resto de su vida, el artista documentará fotográficamente, en la medida de su capacidad, la existencia de todo aquel que esté vivo con el fin de producir la representación más auténtica y global de la especie humana que pueda reunirse de esa manera.

Se publicarán periódicamente ediciones de esta obra en distintas modalidades: “100.000 personas”, “1.000.000 de personas”, “10.000.000 de personas”, “gente que el artista conoce en persona”, “parecidos”, “superposiciones”, etcétera.

Durante los siguientes 25 años, Huebler continuó tomando fotografías de calles abarrotadas, de vaqueros en un rodeo en una cárcel de Texas, de personas que tal vez se parecían a un hombre que salía en un antiguo cartel de “Se busca” del el FBI, de lugares que estaban dentro o en los alrededores del que fuera el campo de concentración de Dachau y de niños que sostenían un cartel en el que se leía: “Alguien que no le tiene miedo a la vida”. Huebler llevó a cabo su proyecto de fotografiar a “todo aquel que esté vivo” hasta que falleció en 1997 —una tarea monumental y monumentalmente absurda— y se puede decir que murió en el intento. Tal vez estamos continuando su proyecto, con o sin cámara, cuando caminamos por la calle día tras día y nos miramos unos a otros.

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¿Qué es exactamente lo que pueden demostrar las fotografías que nosotros no podemos? ¿Estamos simplemente dejando un rastro de nuestra presencia y de nuestro paso por el mundo? Para los turistas es más fácil tomar miles de fotos de las pirámides y de la Gran Esfinge de Guiza que apilar todos esos bloques de piedra caliza erosionados por el tiempo y por la mortalidad. Al contemplar de manera inconsciente la vida después de la muerte, apilan imágenes en lugar de piedras para crear una nueva especie de monumento, ¿pero un monumento a qué exactamente? Aún vemos nombres grabados y manos impresas en el cemento húmedo de las aceras —los jeroglíficos de nuestra época— cuando vamos y venimos, con mensajes codificados de un modo similar o reducidos a una forma pictográfica. Todos crecemos con teléfonos que permiten tomar fotos, una actividad que se ha vuelto instintiva, hasta cierto punto banal y necesaria, tan estrechamente relacionada con la rutina que es posible que la fotografía acabe perdiendo toda conexión con la magia. Se toman un sinnúmero de fotografías que nunca se imprimen. Uno va por ahí con un archivo portátil de fotos, instantes que se guardan o se borran, de “todo aquel que esté vivo”. Sin embargo, cuando almacenamos o compartimos imágenes ¿estamos comprimiendo o expandiendo la experiencia? Y aunque sabemos que la tecnología es una droga, apenas empezamos a notar sus efectos secundarios. Hoy en día toda una nueva generación está acostumbrada a ir siempre con un insaciable ojo artificial, un ojo al que supuestamente no se puede engañar y que no puede apartar la mirada. Aunque se dice que la cámara se lo cree todo, ¿deberíamos hacer nosotros lo mismo?

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Como siempre, regresamos a la escena del crimen, y en criminología es bien sabido que lo que cuenta un testigo ocular suele ser poco fiable. Tres personas ven un incidente y describen al criminal al dibujante de la policía, cuyo dibujo final usualmente es una mezcla de sus distintas descripciones, una representación que solo es posible cuando se superponen varias versiones de ella. ¿Y qué hay de las visiones místicas o religiosas y de todos los que testifican con bases poco sólidas pero con mucha seguridad? Si la lógica insiste en que ver es creer, la fe puede definirse en los términos opuestos: creer es ver. En otro siglo, alguien que apenas se estaba acostumbrando a la cámara y su supuesta veracidad, el novelista Émile Zola afirmó: “En mi opinión, no puedes decir que has visto algo por completo hasta que tengas una fotografía de eso que viste”. Esta observación es totalmente acertada, porque una foto comprime el espacio de modo que hace las cosas puedan percibirse de inmediato, como si se sostuviera un objeto en la mano y fuera palpable, no es solo comprender el mundo sino poder tocarlo con la yema de los dedos. Esto es el pequeño espejo negro de nuestro tiempo. En la época de Zola, a mediados a finales del siglo XIX era posible esa clase de relación con los inventos y una capacidad de asombro que ya no es posible mantener en nuestra época. Por ejemplo, las fotografías de espíritus se volvieron muy populares en esa época. Había fotografías de apariciones, figuras espectrales, lugares embrujados que capturaban la imaginación del público en la década de 1850. A pesar de que a menudo los inventos son en cierto modo la promesa de un mundo futuro mejor, este aspecto de la fotografía indica cómo el medio es, en realidad, un médium para comunicarse con el pasado. Cada foto equivale a una sesión de espiritismo, una manera de hacer visible la invasión de la realidad, de probar que sí hay tales incursiones, de revelar lo que de otro modo es imperceptible a simple vista. Aunque sabemos que las fotografías de espíritus eran fraudes, y lo que dijo Zola no contemplaba el uso de trucos, la intención de esas fotos no era tanto engañar sino entretener e inspirar asombro.

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Douglas Huebler, 19/ Pieza Variable #70: 1971, 1977

REGRESO AL FUTURO

El gran escritor de ciencia ficción J.G. Ballard preguntó una vez: “¿El futuro tiene futuro? […] Creo que en realidad el futuro está a punto de morir para nosotros. De hecho, creo que tal vez murió hace años. Creo que estamos viviendo en el presente. Hemos convertido el futuro en un parque temático como hacemos con todo lo demás”. Ballard dijo esto hace casi veinte años y su temor, como suele pasar con frecuencia, resultó ser cierto. El futuro es algo del pasado y en cierto sentido, ¿no ha sido así siempre? Un siglo después de las fotos de fantasmas, la fotografía de espíritus moderna podría ser la de ovnis, tópico que marcó el comienzo de los llamados efectos especiales (que ya no nos parecen especiales). Para los cinéfilos que ya lo han visto todo, bien podríamos regresar a la década de 1950, a ese futuro pintoresco y pasado de moda, solo que sin las estúpidas gafas de 3D. Hoy en día, el hecho de que cueste más ver una película en 3D es un recordatorio del alto precio que pagamos por la ilusión de la realidad. Curiosamente una versión remodelada de la pantalla plateada de los primeros años del cine, realizada con aluminio o que contenía partículas auténticas de polvo de plata, se está usando de nuevo para las proyecciones 3D. Pero al fin y al cabo la tecnología siempre ha sido una cuestión de futuros y pasados, y de anticipar lo inevitable, su propia obsolescencia inherente, más que de competir en una carrera inútil en la que intenta alcanzarse a sí misma. Los cineastas de la actualidad han comenzado a rodar lo que se llama material resistente al futuro, que se supone que será compatible con los sistemas que todavía no se han inventado. Esto genera una pregunta que a nadie se hubiera planteado hace un siglo: ¿qué fue primero, la película o el proyector? Hoy en día el público espera cada vez más alta definición, tanta que hasta el pasado más reciente puede parecer tremendamente desenfocado, estando tan acostumbrado a tener las pantallas a solo unos centímetros del rostro, en las palmas de sus manos, a una profundidad de campo mucho más superficial.

En la época dorada de las salas de cine, en las décadas de 1930 y 1940, cuando la gente asistía a programas dobles, el espectáculo empezaba incluso antes de que se atenuaran las luces. Sobre las cabezas de los espectadores, rodeados de la fantasía arquitectónica de un castillo árabe, un templo maya o una tumba egipcia, el techo estaba pintado en trampantojo y el resultado era lo que parecía ser una cúpula gigante de un cielo azul espléndido. Se proyectaban nubes realistas que se movían sin rumbo y se desplazaban como si de verdad estuvieran pasando por encima. La sala se oscurecía y el cielo se llenaba de estrellas, era celestial, como si uno estuviera dentro de un planetario. Las estrellas pintadas formaban constelaciones, que estaban iluminadas por medio de bombillas reales que parpadeaban suavemente y que transportaban a las personas del público fuera de la triste realidad de la Gran Depresión y de los años de guerra que la siguieron, un tiempo que los salvó y los destruyó. Los actores de estas películas, sus estrellas, desafiaban la realidad y bailaban a través de los muros. Ahora solo flotan en el espacio. Aquí el escapismo estaba en su apogeo, antes del uso de las drogas para expandir la mente, con su propio trampantojo creado internamente, la sensibilidad visual agudizada a la que llamamos alucinación. El término trompe l’oeil (trampantojo) se traduce como “engaña al ojo”, un ejercicio pictórico ilusionista que es cientos de años más antiguo que la fotografía. Mediante una serie de efectos, una superficie que de otro modo sería de 2D, aparenta tener profundidad de campo, luz similar a la natural y una perspectiva de punto de fuga. En ese periodo a Hollywood se le solía llamar la “fábrica de sueños” y si se supone que las películas que se producían ahí debían afectar al subconsciente, entonces las salas profusamente decoradas en las que se proyectaban esos sueños tendrían que ser máquinas del tiempo, diseñadas como si su función fuera servir como platós de películas de época, que transportaban al público a otras dimensiones. Aunque el trampantojo engaña con sus ilusiones verosímiles, tenemos que reconocer que el engaño en sí mismo también es real y tiene su propio valor.

En un mundo cada vez más saturado de imágenes, algunos creen que ya se han tomado todas las fotografías y que el final de la fotografía se representa con fotografías de fotografías, la necesidad de repetir como repetición. Cuando se toman fotografías de manera tradicional, las fotos que tú, yo y todos nuestros conocidos tomamos, bien podrían ser copias sacadas de negativos polvorientos y placas de vidrio que creímos se habían roto mucho tiempo atrás. Ya que cada foto se ha materializado un número infinito de veces —y no parece que esto vaya a terminar pronto— ¿cada foto cancela a su doble en una especie de vacío de acumulación del que al parecer no hay salida? ¿Las fotografías deberían documentar o recrear la realidad, o representar lo que se ve solo en la imaginación? En el fondo, el desgaste continuo de la magia requiere mucho más que un enorme conejo que se saca de un sombrero aún más grande. Tendrías que agitar una varita y sacar un elefante, e incluso entonces, después de hacer ese truco una o dos veces, te enfrentarías a una realidad bastante triste: lo que hoy es impresionante puede provocar bostezos mañana y risas al día siguiente. Cada nueva imagen ya es vieja, aunque solo tenga cinco minutos, es como si tuviera una eternidad. El hecho de que hoy ya casi no hay una razón convincente para tomar una nueva fotografía, es el auténtico elefante en la habitación. Y aun así de ningún modo se anuncia el fin de la fotografía. Solo significa que el elefante está listo para un primer plano. Y cuando algo está más cerca, seguro descubrimos algo que, de otro modo, habría pasado desapercibido.

Cuando cuestionamos el acto de fotografiar nos damos cuenta de cómo la fotografía de nuestra época se reafirma como una forma de arte, en paralelo a las películas, en las cuales la filosofía del ser y de lo transitorio se examina constantemente. En un sentido más amplio y oscuro, es probable que ninguna fotografía pueda considerarse algo morbosa, o al menos agridulce. Vives y mueres, y las fotografías, esos finos trozos de papel —al menos en su forma tradicional que está a punto de ser olvidada— establecen puntos de entrada, de estancia y de partida. A pesar de que la fotografía puede reflejar situaciones poco fiables, más que ser una limitación esto resulta ser una ventaja, puesto que no se cuestiona gran parte de nuestra cultura. No es que se acepte ciegamente, es solo que la fotografía tiene una cualidad reflexiva inherente que nos permite entrar e involucrarnos en este controvertido espacio. Todos tomamos y salimos en fotografías. No se puede decir lo mismo de la pintura ni de la actuación, las cuales suelen ser una especie de teatro que finge borrar el espacio entre el arte y la vida. (Cuando la actuación se presenta como un concurso de miradas y nada más, ¿cómo es que tanta gente se echa a llorar?) Ya es de por sí molesto que te miren fijamente, en especial para las mujeres por parte de los hombres, y con toda razón, como dice el dicho: “Toma una foto, dura más”. Es muy poco probable que alguien haya articulado alguna vez la frase: “Pinta un retrato, dura más”. Desde el punto de vista de la historia como simple repaso, y de la fotografía como el medio a través del cual gestionamos nuestros sistemas de creencias y navegamos por la superficie y por las profundidades de la realidad, bien podríamos decir: “Manipula una fotografía, dura más”. O aún mejor: “Manipula una fotografía, es más real”.

© Artists Rights Society (ARS), Nueva York—info@arsny.com, cortesía de Paula Cooper Gallery, Nueva York