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Cultură

Lo que mi tío me ha enseñado sobre la discapacidad intelectual

Todos necesitamos sentirnos incluidos. Nadie quiere estar solo, al margen de los matices que el concepto "solo" pueda llegar a tener para algunos. Es algo que trasciende cualquier discapacidad. Es primario.

El autor (derecha) y su tío en una reunión familiar hace unos años

Ahora cuesta imaginarlo, pero hace 20 años, mi tío, que sufre una discapacidad intelectual, solía beber. Se suponía que no debía, por supuesto, pero lo hacía. Bebía en los pubs de la ciudad y en la pequeña vivienda de protección oficial que compartía con mi abuela. Se pasaba el día en uno de esos talleres protegidos que actualmente se consideran centros de explotación laboral, pero que en aquella época permitían a mi tío y sus compañeros ganar algo de dinero para gastarlo en cosas que les hicieran sentirse menos excluidos.

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Para mi tío, una de esas cosas era la cerveza, un pasatiempo que mi abuela incentivaba hasta que, una noche a mediados de la década de 1990, bebió demasiado y se rompió un dedo del pie al darle una patada a una farola.

El CI de mi tío está entre 35 y 49, lo que significa que sufre una discapacidad intelectual "moderada"; es decir, que hasta hace muy poco, era lo que se conocía comúnmente como un "retrasado". Los síntomas de esta discapacidad son muy diversos, desde incapacidad para leer o escribir hasta trastornos de la memoria y dificultad para la resolución de problemas y para asumir normas sociales. Las causas del trastorno se desconocen en hasta el 50 por ciento de los casos (entre los que se incluye mi tío). Las tres principales causas conocidas son el síndrome de Down, el síndrome velocardiofacial y el síndrome de alcoholismo fetal.

Cerca del 3 por ciento de la población mundial sufre algún tipo de discapacidad intelectual, que en el 90 por ciento de los casos se califica de "leve". Quienes están en esta categoría pueden desarrollar capacidades que les permitan llevar una vida independiente, trabajar normalmente y leer y escribir como lo haría un niño de diez años. Las personas con discapacidad intelectual moderada, no obstante, necesitan un cuidador a todas horas.

Un estudio realizado en 2010 reveló que las personas con dificultades de aprendizaje se consideran a sí mismas el colectivo más discriminado de Gran Bretaña. Este era el sentimiento del 51 por ciento de los encuestados, frente al 44 por ciento de los gais y el 40 por ciento de las minorías étnicas. Según otra encuesta de 2012, el 46 por ciento de las personas discapacitadas considera que ha empeorado la actitud del resto de la población hacia ellas; de este grupo, el 84 por ciento culpa a los medios de comunicación por difundir la opinión de que son "parásitos que viven de los subsidios del Gobierno".

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Si bien es cierto que lejos han quedado los días en que a los discapacitados se les colgó descaradamente la etiqueta de "retrasados", las secuelas son considerables. Tengo 27 años y crecí cerca de mi tío. Aunque eso no me confiera ni de lejos ninguna autoridad, puedo decir que cuando la gente conoce a mi tío, generalmente lo ignoran.

No creo que sea una actitud hostil. Al contrario, a la mayoría parece asustarle un poco, temerosos de que sufra un ataque de los que –al parecer- suelen sufrir todos los discapacitados mentales. La otra opción es que crean que no vale la pena perder el tiempo con mi tío, ya que lo ven, básicamente, como un niño sin criterio.

Las películas tampoco ayudan. En Hollywood se estila dotar a los discapacitados de algún tipo de habilidad extraordinaria para así aliviar el posible sentimiento de culpa del público. Los superpoderes de Forrest Gum y Rain Man contribuyen a que desde el subconsciente pensemos, Bueno, al menos Dustin Hoffman sabe contar cartas y al menos Tom Hanks es capaz de filosofar sobre bombones y practica deporte a nivel profesional .

De esta forma, salimos del cine con el concepto de que las personas discapacitadas son poco menos que alienígenas con procesos mentales insondables. Están entre nosotros pero no son como nosotros. Podríamos intentar ayudarles, pero ¿seríamos capaces?

Forrest Gump; un mal ejemplo, Hollywood

A los 40 años, mi tío decidió que no quería seguir trabajando. Debido a la falta de recursos, siempre había estado rodeado de personas con todo tipo de discapacidades mentales –enfermos de autismo de bajo funcionamiento, por ejemplo, proclives a sufrir ataques de rabia que lo ponían muy nervioso- y acabó por hartarse. Mi abuela se ablandó y le dejó quedarse en su casa. En algún momento debió de tomar conciencia de la magnitud de la situación en la que se estaba metiendo, una especie de prisión de la que ya había abierto sus puertas seis horas al día durante mucho tiempo, pero que ahora permanecían cerradas a no ser que estuviera mi madre.

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Desde que dejó el trabajo, mi tío se levanta todas las mañanas a las seis, dando portazos y haciendo ruido hasta que mi abuela también se levanta. A las 12 come (carne con patatas) y a las 15.30 toma el té y a veces un sándwich tostado. Hace unos diez años contrajo un virus estomacal que le provocó mucho vómito, así que mi abuela –sin saber la causa, pero consciente de que a mi tío le horrorizaba vomitar- decidió eliminar muchos alimentos de su dieta.

Por si las cosas no fueran lo suficientemente complicadas, la pobre mujer lo empeora todo imponiendo una serie de normas absurdas como la de las restricciones de comida. No puede comer esto ni aquello; está prohibido hacer esto o esto otro. Pero mi tío aprovecha cuando mi abuela no está para hacer todo lo que tiene prohibido.

Quiero mucho a mi abuela, pero a veces me pregunto si no habrá algo de masoquismo en su empeño obsesivo por controlarlo todo. Seguramente pensaba que mi madre estaría cerca para ayudarla. Aparte de mi abuela, mi madre era la única capaz de aplacar a mi tío al instante. Mi tío siempre ha protegido mucho a mi madre, y por esa razón lo he querido como al hermano mayor que nunca tuve, más que como a un tío. Habíamos acordado que cuando mi abuela muriera, sería mi madre la que cuidara de él, decisión que satisfizo a todos. Pero las cosas cambiaron cuando mi madre falleció, a la edad de 40 años.

La noche que ocurrió –en 2007-, nos preocupaba cómo reaccionaría mi tío al conocer la noticia, pero cuando mi abuela se lo dijo, se limitó a mirarla y a decirle, "No te preocupes, mami, ahora yo cuidaré de ti."

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Quién sabe qué misterioso proceso se obró, pero esa noche, cuando nuestro mundo se caía a trozos, mi tío se alzó más fuerte.

El tío del autor en otra reunión familiar

Uno de mis temores, del que no solía hablar demasiado, era que mi tío contrajera alguna enfermedad grave que le obligara a ir a cientos de médicos y que le provocara mucho sufrimiento. A sus 55 años y con la vida tan sedentaria que llevaba, no era una posibilidad tan descabellada. Pese a lo duro que pueda resultarle cuidarlo, mi abuela se derrumbaría sin él.

Tras el fallecimiento de mi madre, el resto de la familia optó por evitar a mi tío. Viven sus vidas y, obviamente, aunque no se puede esperar de ellos que se deshagan en atenciones, mi abuela está cada vez más preocupada por qué será de mi tío cuando ella muera. Aunque en principio su otro hijo ha prometido que se haría cargo de él, me temo que su figura ha estado tan poco presente en nuestras vidas que no tiene demasiada idea de cómo es mi tío en realidad ni de lo que supone cuidar de él. Fue él quien más contacto tuvo con mi tío cuando se dio a la bebida y trabajaba, y creo que teme que esos días vuelvan.

Últimamente lo veo muy poco. A mis 27 años, nadie cuenta mucho conmigo para hacer algo. Sin embargo, siento que cuando mi abuela muera, tendría que ser yo el responsable de cuidar de él. Como hijo único de mi madre, siento que formo parte de una cadena inquebrantable.

¿Sería capaz de cuidar de mi tío? ¿Podría abandonar la vida que llevara en ese momento para consagrarme a la rutina y la preocupación, a una vida en la que todos tus sueños se estrellan contra el muro de sus necesidades y las limitaciones de las ayudas del Gobierno?

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Probablemente no, en vista de que prefiero escribir un artículo en vez de llamarlo por teléfono o ir a visitarlo. Pero eso no me hace distinto de la mayoría. Lo cierto es que hace falta una persona extraordinaria para cuidar de otra de esa forma tan especial, y yo, a diferencia de mi abuela, no lo soy.

Con el tiempo, mi familia ha vivido con frustración el férreo control que mi abuela ejerce sobre mi tío. Pero realmente, ¿qué otra cosa podría hacer? Con la poca ayuda que ha recibido de nosotros, soportó días insufribles y ansiedad de la única forma que sabía: creando un torbellino constante de actividad controladora.

No digo que mi abuela tema la muerte, pero creo que a veces piensa que ha sacrificado la mayor parte de su vida por la persona a la que más quiere.

Pero la respuesta no está en el pasado. Algunas cosas han cambiado para mejor, otras han ido a peor. Sin embargo, para mi tío, al igual que como para cualquiera de nosotros, no hay una solución sencilla para algo tan complicado como la vida misma, pese a que a veces pueda parecerlo desde fuera.

§

La gente del entorno de mi tío ha cambiado junto a él. No solo ha mejorado su conocimiento sobre la discapacidad intelectual, sino también la forma en que ven a los enfermos. Aún queda camino por recorrer, y quizá nunca se llegue a alcanzar un grado de normalidad deseable mientras haya fuerzas como Hollywood o nuestro ego conspirando en contra.

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Las razones por las que el cine puede llegar a convencernos de que los discapacitados mentales no necesitan de nuestra ayuda son comprensibles. La gente que más se preocupa por un problema es siempre la que se ve afectada por él personalmente y, en un mundo plagado de hambre, guerra y enfermedad, lo normal es que te importe una mierda un problema tan relativamente trivial como este a no ser que, como a mi abuela, te toque vivirlo a diario.

Pero debemos poner empeño en mejorar, a menos que hayamos dejado de creer en la sociedad. No hablo de donar dinero (aunque sería estupendo, por supuesto). Yo creo que lo que mi tío y las personas con discapacidades intelectuales realmente querrían es sentirse incluidos, no sentir que son una carga para los demás y no pasar tan desapercibidos. Desarrollar un sentimiento de pertenencia que no les haga sentirse como unos parias.

Desde luego, estas reflexiones van dirigidas a quien quiera leerlas tanto como a mí mismo, porque yo soy el primero que sabe que hacer un esfuerzo adicional no solo significa mucho, sino que es muy fácil. No pretendo engañarme fingiendo que una visita o una llamada telefónica va a cambiar las vidas de esas personas, pero ciertamente harán sus vidas más llevaderas, y no hay nada mejor que eso.

Todos necesitamos sentirnos incluidos. Nadie quiere estar solo, al margen de los matices que el concepto "solo" pueda llegar a tener para algunos. Es algo que trasciende cualquier discapacidad. Es primario.

Nos aferramos raudos a nuestras diferencias y las enaltecemos hasta convertirlas en barreras, pero esa necesidad visceral que todos sentimos la que nos mantiene a todos unidos en este quebradizo pedazo de mierda llamado humanidad.

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