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La revolución en Egipto está lejos de terminar

A un año de que manifestaciones derrocaran a Mubarak, es hora de arrebatar a Morsi todos los poderes autoimpuestos.

Aiman choca mi mano y me saluda mientras me cuenta cómo le dispararon en la plaza Tahrir durante la revolución del año pasado. Estamos parados en la esquina de la calle Mohammed Mahmoud, a una cuadra de la plaza Tahrir, donde los manifestantes se reúnen alrededor de una pequeña fogata de basura y arrojan una ocasional bomba Molotov contra el exterior quemado de una escuela que ha estado bajo sitio durante las últimas 24 horas por las fuerzas de seguridad del estado. Los soldados arrojan sillas, bloques de concreto y hasta unas persianas venecianas contra la gente. Hay un hospital de campo en la esquina y los manifestantes, la gran mayoría jóvenes, con parches en los ojos y máscaras de Guy Fawkes dan vueltas por la zona, llenos de adrenalina, indignación y una furia producida por la impotencia.

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Esta nebulosa manifestación, ya en su tercer día, comenzó en la calle Mohamed Mahmoud para marcar el aniversario de las heroicas batallas que tuvieron lugar aquí en noviembre pasado, cuando más de 40 personas murieron y decenas resultaron gravemente heridas. En uno de los incidentes más sangrientos desde la caída de Mubarak, la policía antimotines y la seguridad del estado soltaron gas lacrimógeno y “francotiradores de ojos” contra la gente que protestaba contra la impunidad del Consejo Supremo de Fuerzas Armadas (SCAF) por asesinatos cometidos en enero durante la revolución.

La primera baja por las manifestaciones de noviembre acaba de ser confirmada y, más tarde ese día, el recién electo presidente, Mohammed Morsi, hizo su controversial anuncio sobre los nuevos poderes presidenciales, a lo que las masas respondieron con otra visita a Tahrir.

Los comentaristas han vuelto a diagnosticar a Egipto en un estado de revolución, tras evaluar los síntomas mostrados en El Cairo: manifestaciones de gran escala, cantos de “fuera, fuera” y un palacio presidencial sitiado por los manifestantes. Los carteles en la plaza Tahrir declaraban un “jaque mate al rey”, mientras que los tuits llenos de júbilo anunciaban: “Feliz segunda revolución”, y cientos de miles salían a las calles para manifestarse contra el presidente actual, Mohamed Morsi (miembro de la Hermandad Musulmana), su extensión de poderes y su propuesta de una nueva constitución, la cual, aseguran sus detractores, ayudará a imponer una ley islámica en el país.

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La enmienda de Morsi llegó con la celebración internacional por su éxito al por mediar un cese al fuego en Gaza varios días antes. Pero a las pocas horas del anuncio, el presidente fue condenado como autocrático, dictatorial y “faraónico”. Haciendo referencia a la “Ley para la Protección de la Revolución, Morsi defiende sus nuevos poderes como una forma de salvaguardar la incipiente democracia en Egipto, y defenderla de la influencia de elementos del antiguo régimen, e insistió que estos son “temporales pero necesarios para completar esta transición democrática”.

Desde entonces, el presidente ha tenido que lidiar con una creciente ola de descontento por el borrador de una constitución que será sometida a un referéndum el 15 de diciembre. En un tenue intento por mantener su credibilidad, también anuló sus nuevos poderes, y en lugar de eso dio al ejército el poder para arrestar civiles. Sin embargo, con al menos seis muertes y cientos de heridos en las protestas hasta el momento, es poco probable que estos esfuerzos apresurados tranquilicen a los manifestantes o aquellos en el gobierno y el sistema judicial que se oponen a los planes de Morsi.

Las manifestaciones masivas en El Cairo y otros centros urbanos durante estas dos semanas parecen indicar una recurrencia de la revolución que acabara con el ex dictador de Egipto en enero de 2011. Sin embargo, en la calle Mohamed Mahmoud (ya repleta de gas lacrimógeno y balas de goma) y del otro lado del centro en El Cairo, es evidente que esta fiebre ha existido desde entonces.

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“Esta no es una segunda revolución”, dice Farghaly, un estudiante de ingeniería civil y activista de 22 años, quien participó en al revolución de enero, las manifestaciones de Mohamed Mahmoud y salió una vez más esta semana para exigir la anulación de los nuevos poderes de Morsi.

“Seguimos con la misma lucha que derrotó a Mubarak el año pasado. Pero esta es una nueva ola de conciencia y no será la última. El poder necesita estar con la gente y no en manos de un solo hombre. No toleraremos a otros dictador que busque tener la misma autoridad que Mubarak, o peor”.

En muchos sentidos, el enojo generalizado que existe en contra de Morsi es un reflejo del reclamo que han venido haciendo los primeros revolucionarios en el país, quienes siguen esperando que se cumplan sus aspiraciones democráticas, se juzguen las injusticias y se alivien sus penas. Muchos entre estas clases boicotearon las primeras elecciones presidenciales que llevaron a Morsi al poder en noviembre pasado, y que dieron a los votantes la limitada opción entre el candidato de la Hermandad Musulmana y el ex primer ministro y partidario de Mubarak, Ahmed Shafiq. Ahora hay quienes se avergüenzan de haber votado por Morsi como un mecanismo de defensa contra Shafiq, pues percibían en él al menor de los males; una paradoja amarga que regresó a acosarlos en forma de grafitis pintados sobre los deshechos de la calle Mohamed Mahmoud hace 15 días: “¿Cómo se ve ahora el menor de sus males?”

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¿Así que Egipto ha reemplazado a un dictador militar con uno islamista? Entre críticas de algunos defensores de derechos humanos, la indignación popular y una serie de renuncias por parte de consejeros presidenciales, algunos analistas han defendido elementos de esta toma de poder por parte de Morsi como algo necesario. Establecer una nueva constitución sin la amenaza de que esta sea saboteada por los restos del antiguo régimen sigue siendo un obstáculo a superar antes de que la transición democrática en Egipto pueda seguir adelante.

Sin embargo, la falta de rendición de cuentas del presidente, combinada con otras maniobras más recientes (como la acusación de que los otros candidatos presidenciales participaron en una “trama sionista” para derrocar a Morsi) nos hablan del clásico canon dictatorial de la paranoia y la megalomanía. Estas sucias tendencias han alborotado los sentimientos de los revolucionarios y la gente ordinaria, así como de miles de personas aún leales a Mubarak y votantes desilusionados con Morsi, lo que ha resultado en una curiosa alianza entre todo tipos de facciones políticas contra el presidente.

Aunque existe algo de fuerza en los números, algunos temen que esta nueva ola de descontento político regrese a atormentar a los demócratas en Egipto. Una vez más.

"No se ha hecho justicia y la gente es anti Hermandad hasta los huesos”, dice Nihal, uno de los activistas jóvenes más prominentes en Egipto. “El único futuro es la Hermandad, así que harán cualquier cosa por sacarlos del poder, pero no puedo creer los inocente que está siendo la gente”.

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A pesar de haber estado al frente de las manifestaciones en la plaza Tahrir y en la calle Mohamed Mahmoud el año pasado, Nihal se quedó en casa esta semana. Igual que otros del campo revolucionario, le preocupa que representantes del antiguo régimen como Shafiq saquen provecho de la situación actual y la hostilidad generalizada contra el islam para montar su regreso político.

“Lo que me mata es que la gente una fuerzas con el viejo régimen en las manifestaciones, que colaboren con las mismas personas que nos mataron el año pasado. No entienden que en cuanto recuperen el poder, nos darán una patada en el culo. Siento que la revolución está perdiendo sus principios”.

Siempre y cuando las manifestaciones anti Morsi sigan sin tener una serie de demandas claras, más allá de anular el decreto presidencial, las dudas sobre el resultado podrían no estar infundadas. Como dijera un escéptico en #Tahrir esta semana: “¿Alguien se ha preguntado que es lo que estamos haciendo? ¿Qué es lo que realmente podemos ganar? ¿Qué es lo que esperamos?”

Estas preguntas tan sobrias podrían resultar ser un recordatorio oportuno para aquellos con fiebre revolucionaria; una invitación a no bajar la guardia y concentrarse en el camino y en su causa. Quizá aun más preocupantes, son los choques entre manifestantes islamistas y antigubernamentales que han estallado en los últimos días. A diferencia de la pérdida de apoyo de Mubarak durante la revolución del año pasado, la Hermandad Musulmana de Morsi sigue teniendo un fuerte apoyo: esto resultó evidente durante las confrontaciones frente al palacio presidencial en los últimos días, las cuales han superado cualquier cosa vista durante la revolución, y las cuales bien podrían terminar con el ejército de nuevo en las calles.

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Sin embargo, también podría ser demasiado fácil para los observadores en Occidente, caer en la equivocación de ver la lucha en Egipto a través de un lente de absolutos: celebrando su romanticismo revolucionario o desprestigiando su futuro con un pronóstico miserable. En el taxi fuera de la conflictiva plaza Tahrir la semana pasada, el taxista se reía, entre mordidas de falafel, de todo el caos y el gas lacrimógeno en el centro de El Cairo, como si estuviera hablando de un desfile cualquiera.

“Mi hijo estuvo en prisión durante cinco años bajo el régimen de Mubarak”, me dijo de repente, una seriedad en sus ojos mientras me veía por el retrovisor. “Lo torturaron todo ese tiempo”. La capital de Egipto parece estar cargada con algo incendiario (revolucionario, reaccionario o violento) que podría tener múltiples desenlaces. Pero entre todo esto, parece impensable que los egipcios se sometan de nuevo, ya sea a autócratas, dictadores militares o islamistas. Lo que está claro es que ningún bando podrá ser tan fácilmente descalificado, glorificado o condenado, a pesar de los esfuerzos de personas como Richard Branson esta semana por asociarse con la lucha en Tahrir. La revolución en Egipto no es blanco y negro, o verde, ni siquiera roja. Y definitivamente no ha terminado.

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