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Cultură

Archivo Vice: Erupciones mexicanas

Contrabando, comercio y arte en una de las prisiones más pobladas de México.

He estado visitando la cárcel una vez a la semana durante los últimos dos años. Me quedo aproximadamente siete horas en cada ocasión, así que he pasado más de quinientas horas en prisión. La primera vez que fui me asusté. Hay más de dos mil quinientos hombres en esta cárcel y, cuando vieron a un extraño entrar en su mundo, pues, digamos que no les hizo mucha gracia. Constantemente me molestaban cuando caminaba por los pasillos. Me gritaban desde lejos —y en algunas ocasiones a la cara— que me iban a romper la madre. Inclusive, muchas veces trataron de robarme la bolsa que llevaba con todo mi equipo. A veces se ponía fea la cosa, y frecuentemente me preguntaba si no era un idiota por ponerme en riesgo por un proyecto de arte. Sentía un nudo en el estómago cada vez que llegaba a la reja principal. Afortunadamente, hice varios amigos adentro, y ahora estos amigos se aseguran de que todos se porten bien conmigo. Sólo los prisioneros pueden garantizar tu seguridad allá adentro, ni los guardias ni nadie más, porque, nos guste admitirlo o no, en realidad son los prisioneros los que mandan en las cárceles. Imagínate, hay un guardia por cada cien internos. Es una extraña jerarquía de poder, compuesta tanto de guardias como de prisioneros dominantes, lo que mantiene el equilibrio necesario para que todo esté relativamente tranquilo.

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Como intercambio por presenciar los primeros pasos de su hijo, Superaton se pasó tres horas catalogando colillas de cigarro en su celda. Empecé a ir a prisión porque he estado trabajando desde hace más de seis años con el concepto del tiempo. Me fui dando cuenta de que las instituciones se han apropiado del tiempo, nos lo han quitado. Desde esta perspectiva, un tanto marxista, me di cuenta con claridad de que el tiempo ha sido transformado en producción, y la producción, en distribución. Nuestra jornada es convertida en salario, y nuestro ocio, en consumo. De manera que podemos llegar a la conclusión de que hoy en día se puede medir el tiempo en billetes y monedas. En el instante en el que el tiempo es transformado en horas, minutos y segundos en lugar de experiencias, bueno, pues, significa que ya nos lo arrebataron. Se vuelve objetivo en vez de subjetivo. Pero el tiempo no es eso. El tiempo no es una representación. El tiempo es los actos libres que realizamos con este y los momentos subjetivos que se generan dentro de él. Siguiendo esta línea de pensamiento, llegué a la conclusión de que una prisión es una forma de representar físicamente esta idea de la apropiación del tiempo. Ahí se vive el tiempo bajo instrucciones de otros, de la institución. Así que empecé a visitar la cárcel para tener un mejor entendimiento de este concepto. La cárcel que elegí fue la de Santa Martha Acatitla. Empezó hace doce años como una prisión modelo. Sólo admitía a primerizos o convictos con penas menores a diez años y, supuestamente, contaba con todo tipo de programas de readaptación social. Pero las cosas han cambiado desde entonces. Las prisiones en México están superpobladas; la mayoría supera en un 35% su capacidad, y la situación empeora día con día, ahora en gran parte por la campaña gubernamental de combate al narcotráfico. No existe espacio suficiente para encerrarlos a todos. Y muchos de los excedentes de otras prisiones son mandados a Santa Martha. Ahora puedes encontrar ahí adentro a gente con condenas de veinte, treinta y hasta cincuenta años, por crímenes graves obviamente. Hay una prisión para mujeres, y otra, para hombres, una junto a la otra. Ambas están superpobladas. Generalmente, meten a doce personas en celdas diseñadas para ocho.  Como intercambio por festejar a su mamá, todo el tiempo que estuve con su madre, Fernando estuvo localizando todas las cicatrices de su cuerpo y escribiendo sobre ellas la historia de cómo se hicieron. Después de volverme amigo de algunos internos, les propuse un trato: yo usaría parte de mi tiempo en realizar encargos para ellos en el exterior, en un día y una hora específicos, acordados entre ambos. Al mismo tiempo, ellos harían lo que yo, como artista, les pidiera. Así, ninguno estaría perdiendo el tiempo: lo estaríamos intercambiando. Por lo general, lo que me piden es que, literalmente, tome su lugar en el mundo de afuera. He visitado las tumbas de sus hermanos para decir un par de palabras. Le he pedido perdón a sus familias en su nombre. He ido a bailar con sus madres. He conocido a sus hijos y actuado como si fuera el padre de ellos por un día. He leído una carta en voz alta a un pariente agonizante en el hospital. Un prisionero, incluso, me pidió que fuera a la casa de su novia y viera cómo se masturbaba, para poder luego describirle la escena a detalle. En la medida en que nuestro cuerpo es nuestra única forma real y subjetiva de medir el tiempo, lo que les pido a cambio es que usen su cuerpo para medir el tiempo, y esto se vuelve mi obra artística. Entonces, les digo: “¿Quieres que vaya a cocinarle a tu familia? Hecho. Entonces, tú vas a poner una mano en tu cuello por tres horas y a hacer un garabato en una hoja de papel por cada latido que sientas. Me vas a dar todos tus latidos durante estas tres horas”. Como realizamos nuestras tareas a la misma hora, se crea una fuerte y extraña conexión entre nosotros. Ahora hago cinco de estos intercambios a la semana. Ellos se vuelven yo, y yo me vuelvo ellos, por un rato. Además, algunos de los internos me enseñan sus “talentos” particulares a cambio de mi tiempo. Uno de ellos, por ejemplo, por haberle enseñado a leer a su hija, me mostró cómo matar a alguien con una agujeta. Básicamente, lo único que tienes que hacer es sostener la agujeta de manera que, cuando estreches la mano de alguien, su dedo índice quede atrapado en un pequeño lazo que haces con ella. Entonces, jalas bruscamente, la persona pierde el balance, y luego tú enredas y jalas la agujeta contra su cuello tan fuerte como puedas. El prisionero que me enseñó esto es un tipo chaparrito, pero puede hacerlo todo con un solo movimiento y es increíblemente veloz. Es extraño observarlo. Es casi como si llevara a cabo un truco de magia. Él solía ser un cerrajero y dice que inventó una cerradura que ni él mismo puede violar. Me pidió que le ayudara a patentarla, así que le estoy investigando las leyes de patente para la semana que entra. Este proyecto me ha llevado a los barrios más peligrosos de la ciudad de México. Es raro, pero creo que esto de tomar su lugar, de ser ellos por un par de horas, sirve de protección cuando estoy haciendo sus encargos. Inclusive familias formadas completamente por criminales de veras duros y peligrosos me tratan con muchísima calidez y el mayor respeto. Es como si yo representara a su familiar por unas pocas horas. Y pasan otras cosas extrañas en estos encuentros que me recuerdan a la psicomagia de Jodorowski. Por ejemplo, en una ocasión un prisionero me pidió que fuera a visitar a su hijo, viera sus calificaciones y le preguntara cómo le iba en la escuela. Su familia había dejado de visitarlo desde hacía unos años—tenía un carácter de la chingada y, la neta, no los culpo—. Pero fui, vi las calificaciones del niño y hablé con su familia un par de horas. Mi visita parece haberlos conmovido: a la semana siguiente, la familia comenzó a visitarlo de nuevo. Ya no me aceptan en la prisión de mujeres de Santa Martha, pero debo decir que fue un alivio que eso pasara. Es mucho más difícil que con los hombres, lo creas o no. Muy deprimente. Por ley, todos los niños menores a 6 años deben quedarse en prisión con sus madres, de manera que hay niños de esta edad que nacieron en la cárcel y no conocen el mundo exterior. El vínculo que se crea entre los niños y las madres es un tanto extraño debido a las condiciones que los rodean. Y, de pronto, el día que cumplen siete años, se los quitan porque ya no los dejan estar en la cárcel. Hay, además, muchas mujeres que no han recibido visitas en los últimos diez años. Recientemente leí la estadística de que, de mil quinientas mujeres que hay en Santa Martha, sólo 79 tienen una pareja en el exterior que haya firmado su petición para hacer visitas conyugales. Cuando los hombres entran a la cárcel se convierten en niños para sus familias; cuando una mujer entra se vuelve un fantasma. Son negadas y olvidadas. El estigma social es mucho. La mayor parte de las veces se vuelven muy duras y agresivas. No les queda otra opción. Ahí en Santa Martha, por ejemplo, está la Mataviejitas. Como intercambio por buscar la tumba de la mamá de Víctor para hablarle en su nombre, este hizo un mapa de su recorrido a pie por la prisión durante ese período, que fue de tres horas. Por lo general, los hombres me piden favores relacionados con sus familiares y amigos, mientras que las mujeres piden cosas relacionadas con la fe, como caminar de rodillas en la Basílica de Guadalupe, hacer penitencia en su nombre, rezar por ellas e ir a poner flores en el altar de la Santa Muerte. Es como si buscaran esperanza más allá del ámbito humano porque sienten que ya no está a su alcance. Fueron los prisioneros quienes llegaron con la idea de su serie de objetos. Un día varios de ellos me dijeron: “Muy bien, Macotela, mira: si el arte es —como tú dices— la modificación de la vida diaria, o la modificación de objetos y actos cotidianos para darles un nuevo significado, entonces te tenemos una pregunta: ¿no crees que la supervivencia aquí puede ser arte también? Porque aquí tomamos objetos normales y les damos nuevos significados”. Y es cierto. En la cárcel, el asa de una cubeta deja de serlo para convertirse en un arma que, a su vez, se transforma en poder. Un ladrillo más unos cables sueltos son una parrilla eléctrica; un pedazo de vidrio, un cuchillo. Así que me propusieron que la tecnología de la supervivencia fuera su arte y que una de las cosas que hiciera por ellos fuera vender estas piezas de arte en su nombre en el mundo exterior. Eso es lo que estamos empezando a hacer ahora. Incluso recientemente formaron su propio colectivo de arte. Se hacen llamar Los Rashes, de rash, “erupción” en inglés, porque dicen que son como esos pequeños bichos color carne que se prenden de las vacas, les producen erupciones y son difíciles de matar; que son, al mismo tiempo, completamente visibles en sus efectos y terriblemente invisibles en sí mismos. Me reí mucho cuando me dijeron que así era como se querían llamar.

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Caja de seguridad. Esta caja de seguridad está hecha con una de madera y tiene un seguro que opera con el mismo mecanismo que la cajuela de un coche. Este seguro está hecho con un clip y el resorte de un encendedor. La llave también está hecha con un clip.

Dos navajas y una aguja. El primero de estos instrumentos, una navaja para cortar papel, está hecho con un sacapuntas al que se le quita la hoja de la navaja, la cual se coloca en el agujero por donde, normalmente, entran los lápices. El segundo, una especie de aguja para zurcir calzado, ropa y otras cosas, está hecho con un encendedor y un pedezo de agarradera de cubeta. Se afila un extremo de la agarradera, y en el otro hace una abertura que sirve como ojal. El tercero es una versión del primero, pero hecha con un encendedor y un sacapuntas soldados con fuego.

Cuchillas de hojalata. La tapa de una lata puede ser una excelente navaja, útil para cortar verduras, especialmente las que se incluyen en el paquete que venden en la cárcel por 10 pesos: chile verde, cebolla y tomate.

Platos. Una lata de sardinas funciona como plato; una lata de Boing (con la tapa removida raspándola contra el suelo), como vaso, y un pedazo de hojalata (sobrante de alguna lata) funciona como cuchara.

Parrilla. Se trata de un ladrillo en el que se hace un surco y se coloca una resistencia, la cual se conecta a la electricidad de la celda con el fin de recalentar la “mierda de comida” que dan en la prisión.

Lata estufa. Esta es la versión de lujo del ladrillo parrilla. Se hace con una lata, tierra del patio y una resistencia curada en ajo y limón. Además de mayor durabilidad, esta estufa reduce el riego de que uno se electrocute, ya que produce menos cortocircuitos.