Viajé a Egipto en busca de una cura milagrosa para mi ELA

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Viajé a Egipto en busca de una cura milagrosa para mi ELA

Cuando le conté mi diagnóstico a mi madre, ella me dijo que fuera a El Cairo, convencida de que allí me curaría.

La autora rezando en la Iglesia de la Virgen Santa en Maadi, El Cairo

En 1968 se avistó una luz con la silueta de una mujer en la cúpula de la Iglesia de Santa María en Zeitoun, El Cairo. A los tres minutos desapareció, aunque a la semana siguiente apareció nuevamente, también durante unos pocos minutos. Desde entonces, la figura se ha manifestado periódicamente en el mismo lugar, suscitando especulaciones sobre si se trata de la madre de Dios. El líder de la Iglesia Copta de aquel entonces, el Papa Kyrillos VI, investigó los avistamientos y concluyó que, en efecto, eran apariciones marianas. Al parecer, el Presidente (musulmán) de Egipto, Gamal Abdel Nasser mandó construir una iglesia de mayor tamaño al otro lado de la calle como muestra de su convicción sobre la veracidad del fenómeno. Tanto la policía como el Gobierno de Egipto trataron de buscar una explicación terrenal, pero nadie pudo encontrar ningún proyector en kilómetros a la redonda capaz de reproducir aquella imagen. Todas las fotos son diferentes unas de otras, como si la aparición fuera demasiado etérea como para capturarla en una sola imagen. La figura continuó visitando la iglesia hasta 1971, casi tres años después del primer avistamiento.

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A principios de la década de 1990, yo era una niña que crecía en Egipto educada en la fe cristiana. Quedé muy sorprendida cuando mi madre me contó que todavía hay personas que acampan junto a la iglesia de Nuestra Señora de Zeitoun durante la festividad de la Virgen María con la esperanza de verla aparecer. Yo solo tenía cinco o seis años, pero por alguna razón me parecía divertida la idea de pasarse la noche en vela rezando y recitando cánticos apretada entre una multitud de cientos de personas un caluroso día de verano. Además, ¿y si volvía y nos lo perdíamos? Mi familia no parecía estar preparada, lo que significaba que nunca obtendría su baraka, o bendición.

Jamás llegamos a ir, y María tampoco regresó, pero se produjeron otros milagros a mi alrededor. En Occidente, la palabra milagroso ha calado en nuestro léxico de tal modo que se ha convertido en sinónimo de extraordinario, palabra que a su vez es sinónima de increíble, adjetivo que ahora usamos para definir al camarero que se acuerda de cómo te gusta el café. Todas esas palabras deberían designar algo más allá de la capacidad humana, pero su lugar en nuestro léxico ha cambiado. Ninguna de ellas evoca una fuerza sobrenatural.

En Egipto, sí. Allí ocurren milagros, y con cierta frecuencia, además. Si en Egipto compartes una preocupación que te atormenta, la gente empezará a contarte historias sobre la obra de Dios. Cuando era pequeña, todas esas historias de ídolos que lloraban aceite o de paralíticos que de repente echaban a andar avivaron mi creencia de que había una mano divina que de vez en cuando arreglaba los asuntos de la vida. Solo hacía falta fe.

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Yo perdí la fe al acabar la universidad, cuando me fui de casa de mis padres. No la perdí porque todavía estuviera buscándola, la perdí como una niña pierde su cocinita de juguete cuando mi familiar emigró de Egipto. Hubo una vez en que imaginaba que un fogón de plástico rosa podía freír un huevo, pero dejé de creerlo. Hubo una vez en que creía que la fe podía mover montañas, pero dejé de creerlo. Aun así, una soleada mañana de septiembre del año pasado me encontré acurrucada en el calor y el confort de la religión, la fe y la maravillosamente decepcionante esperanza.

Tenía que decirle a mis padres que mi cerebro de 29 años había dejado de comunicarse correctamente con mi cuerpo, que había dejado de darle órdenes a mis manos para que se movieran, luego a los brazos, las piernas, la mandíbula, las cuerdas vocales y la lengua. Llegaría un punto en que también dejaría de darle órdenes a mis pulmones para que se expandieran, haciendo que me ahogara poco a poco.

Mis padres fueron las últimas personas a las que se lo conté porque estaba convencida de que después de hacerlo tendría que empezar a organizar sus funerales. No creía que mi madre, con problemas de corazón, un solo riñón operativo y la supervivencia a un cáncer a sus espaldas, pudiera soportar más malas noticias. Mi hermana, Deedee, incluso me aconsejó que omitiera los detalles sobre mi enfermedad.

Viajé de Nueva York a Cleveland, donde viven, cargada con mi mochila y una traducción al árabe de la página de la Wikipedia con la descripción de la ELA. Tenía diez años cuando nos fuimos de Egipto, por lo que no había aprendido a decir "esclerosis lateral amiotrófica". Había aprendido el significado del acrónimo en inglés un año antes, cuando le expliqué a un equipo médico que el brazo derecho no respondía como antes.

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Cuando llegué a casa de mis padres, antes incluso de tener ocasión de sacar la hoja con la definición de Wikipedia o de probar el banquete que mi madre me había preparado, estaba jadeando y sufría convulsiones por todo el cuerpo. Rompí a llorar de esa forma que siempre hace que se me pongan los ojos como a los personajes de dibujos animados.

"Los médicos dicen que la parálisis se extenderá por todo mi cuerpo y que moriré", acerté a decir en un árabe entrecortado. Comencé a temblar, como me pasa hoy cuando estoy preocupada, estresada o tengo frío, balanceándome rítmicamente hacia delante y atrás en los brazos de mi madre.

"¡No digas eso!", repitió varias veces. Tenía los ojos secos.

Me pasé la semana entera tumbada en mi vieja cama del instituto, medio dormitando a veces, y solo me movía para ir al lavabo. Cuando reuní suficiente energía, trasladé el portátil y mis maratones de Netflix al sofá. De vez en cuando respondía los mensajes que me enviaba Deedee desde Washington, DC.

Por las noches, mi madre dormía junto a mí, bajo las estrellas fluorescentes que seguían pegadas al techo. Siempre se despertaba antes que yo y me traía una bandeja con el desayuno, mirándome con las cejas levantadas, la mandíbula ligeramente caída y una sonrisa bobalicona, hablándome como lo hacía cuando era pequeña y me aseguraba que nada malo me iba a pasar. Mientras yo me deprimía, ella seguía con su rutina, cocinando, limpiando y, de vez en cuando, implorando a Dios, Ya Rab. Si alguna lágrima recorrió sus mejillas aquella semana, yo no llegué a verlo. Era dura, una rebelde que se burlaba de la ciencia. No importaba lo que hubieran dicho los médicos, Dios tenía la última palabra. De eso estaba segura.

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"Dios nunca me ha dejado en ridículo", dijo con una confianza que yo quería compartir con todas mis fuerzas. Pero no estaba tan segura de que el mismo Dios que vigila el sufrimiento y las injusticias en el mundo tuviera como prioridad mi insignificante enfermedad.

Me dijo que viajara a Egipto, convencida de que allí me curaría. Mi madre era así. Dios nunca la había dejado en ridículo, y yo tampoco lo haría, así que al terminar aquella semana le prometí que iría a pedir un milagro. Ocho semanas después me encontraba en un avión de camino a El Cairo, apaciguando mis inquietudes con diminutas botellas de licor. Pasé 12 horas preocupada por que un obispo, sacerdote o monje declarara que me faltaba el único requisito para optar a una curación milagrosa: la fe. Me habían enseñado a respetar a esas personas, siervos del Señor. Aquella idea se me había quedado grabada pese a queme había deshecho del resto de mis creencias. Antes del viaje, hablé con varios familiares que se mostraron sorprendidos de que yo, una persona joven y saludable, hubiera caído enferma de repente. Pronto todos concluyeron que "Dios nos pone a prueba cuando nos apartamos de Él". Incluso mi prima Evette, farmacéutica, me dijo, "Él envía a sus soldados más fuertes a las batallas más duras. Ten fe en Él antes que en la ciencia".

Sus palabras me dejaron reflexionando sobre por qué me consideraban no creyente. Nunca les había dicho que hubiera perdido la fe, ¿Había hablado de mi enfermedad con demasiada naturalidad? ¿Había soltado alguna broma cuando no debía? Fuera lo que fuese, era muy evidente y dudaba que pudiera ocultarlo en el momento de tener que pedir un nuevo sistema nervioso central.

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Viajé a El Cairo con un objetivo –cumplir con la promesa que le había hecho a mi madre-, pero temía que mi escepticismo pudiera interpretarse como burla. Quizá podrían curarme, pero mi instinto me hacía abordar el asunto como periodista, no como peregrina. Al principio ni siquiera tuve valor para decirle a nadie que estaba enferma y pasé tanto tiempo estudiando los milagros sucedidos en Egipto como buscando los míos propios. Pero en Egipto no hay que buscar demasiado: mi primer día allí, llamé a un coche para que me llevara a la zona copta de El Cairo, un pequeño enclave repleto de iglesias históricas y yacimientos religiosos, como uno de los lugares en los que se dice que se escondió la Sagrada Familia en su huida de la sentencia de muerte de Herodes. El conductor del coche, también cristiano, me dijo de repente, sin venir a cuento, "Esta mañana, mientras venía a recogerte, he presenciado un milagro".

Yo no le había dicho por qué estaba en Egipto ni que estaba enferma, ni siquiera que era periodista. Era domingo y estábamos visitando iglesias antiguas, así que supongo que encontró apropiado sacar a colación el tema de los milagros. Miraba hacia la parte trasera por el espejo retrovisor y, cuando gesticulaba con la mano, pude ver una de las uñas de sus dedos más larga que las demás. Me contó con toda convicción que hacía solo una hora un sacerdote había practicado un exorcismo a un muchacho y había expulsado a los demonios de su interior.

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"No creo en esas cosas", confesé. "Quizá el chico simplemente esté enfermo." Pero no importaba cuánto me esforzara en argumentar que a veces es posible aportar una explicación científica para un fenómeno sobrenatural, el conductor ni siquiera tuvo en cuenta mis palabras.

Me dejó en mi destino y allí recordé nuevamente lo antigua, hermosa y extraña que es la zona copta de El Cairo. Todo el perímetro está rodeado por una muralla de piedra tres veces más alta que yo. Encajados entre las iglesias, algunas de las cuales datan del siglo III, hay pequeños cementerios cuadrados y calles de piedra caliza que han estado habitadas desde antes de la conquista de Egipto por parte de los árabes. Mientras subía los escalones hacia la Iglesia Colgante, llamada así porque está suspendida sobre la Fortaleza de Babilonia, me crucé con parejas, adolescentes charlando animadamente y niños que llevaban dinero en las manos para comprar velas. Aunque su nombre oficial es Iglesia de Santa María Virgen, inmediatamente llamó mi atención la efigie y los restos de Santa Damiana.

Mis padres dicen que cuando mi madre estaba embarazada de mi hermana, la Virgen María se le apareció en sueños a mi padre y le dijo que tendría una hija. La llamaría Damiana y la niña se haría monja. Posteriormente nació un bebé sano, aunque nunca llegó a ingresar en un convento.

Deedee (como la he llamado desde que éramos pequeñas) es una versión glamurosa, sexual y vivaz de mí que adora a los strippers y las dietas sin gluten a partes iguales. Es 18 meses más joven pero me trata como si fuera su hermanita pequeña. A decir verdad, ahora ella es más responsable. Pese a tener los ojos más grandes, los pómulos más marcados y los labios más carnosos, es ella la que se enfada cuando alguien nos dice que no nos parecemos. Me quiere tanto que por primera vez en 14 años rompió su voto de exilia de Egipto para venir a verme por Acción de Gracias.

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Quizá fue esa imagen la que hizo brotar mis lágrimas: Santa Damiana es legendaria por su valentía. Fue torturada por orden de un emperador pagano por haberse negado a renunciar a su fe. Deedee es valiente. Ella fue la primera de la familia a la que conté mi enfermedad. Había intentado protegerla agotando todas las posibilidades, y esperé seis semanas hasta que me derrumbé y la llamé desde la clínica para el ELA en el centro médico de la Universidad de Columbia. Condujo desde DC hasta Brooklyn sin coger siquiera un cepillo de dientes. Aquella noche nos fuimos a cenar cogidas de la mano y, entre tacos y margaritas, imaginábamos que yo sería la primera mujer en curarse de la ELA. Ella me prometió que cuidaría de mí y que no pasaría mis últimos días bajo aquellas estrellas que brillaban en la oscuridad en el techo de mi dormitorio.

Segundos después de contemplar la imagen de Damiana, mis labios se curvaron, fruncí las cejas y rompí a llorar a las puertas de la Iglesia Colgante. Habían pasado cuatro meses desde que me diagnosticaron la enfermedad y aquellos accesos de llanto incontrolable habían cesado casi por completo. Cuando la noticia era todavía muy reciente, cualquier cosa me hacía llorar. Lloraba por las aceras de Manhattan y Brooklyn; lloraba en los andenes y en los vagones del metro; lloraba en mi mesa y por toda la oficina; una vez me puse a llorar en un bar, con un pink tequila en la mano.

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Incluso lloré antes de que los médicos confirmaran mi diagnóstico. Durante casi un año, mi neurólogo estuvo convencido de que, mientras la debilidad se limitara a mi mano izquierda, la enfermedad podría tratarse. Una noche de abril, mientras bajaba las escaleras del metro, de repente empezó a temblarme la pierna izquierda y perdí el equilibrio.

Estuve sollozando todo el camino de vuelta a casa; probablemente los desconocidos con los que me cruzaba pensaron que algún chico me había hecho llorar. Aquel temblor en la pierna izquierda significaba que ya no quedaban alternativas, pero me engañé a mí misma y me dije que estaba dramatizando. Dos semanas después, el 1 de mayo, cumplí 29 años, y al soplar las velas, lo único que deseé fue no tener ELA.

El 9 de julio de 2014, en una de mis visitas rutinarias con el neurólogo, finalmente reuní el coraje para contarle lo de temblor de la pierna. Todavía recuerdo claramente la expresión de sus ojos cuando comprobó mis reflejos y los pies dieron un respingo hacia arriba. Retrocedió unos pasos y dijo, "Parece que tienes síndrome de la motoneurona superior".

Para muchos eso sonará a chino, pero yo había leído lo suficiente para saber que esas palabras eran una condenación. "¿Estamos hablando de ELA?", le pregunté. Él asintió.

Como no podía hacer que dejara de llorar, me preguntó, "Cuéntame como están las cosas por Oriente Próximo últimamente".

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Dejé de llorar, sorprendida. "Se está desmoronando, como mi cuerpo", respondí.

Salí de la consulta sola y confusa. El resto del día lo pasé fumando como un carretero, bebiendo champán y enfureciéndome por el poco rigor con que las telenovelas de médicos representaban la conversación que acababa de tener. Durante las siguientes seis semanas visité a los mejores neurólogos de la especialidad, y cuando me recomendaron que repitiera una prueba, les sugerí que las repitiéramos todas. No quería tener que llamar a Deedee y contarle las peores noticias posibles.

Asistí a una charla en la iglesia con la esperanza de aprender sobre la historia y los poderes de aquel lugar, pero reticente a contar mi caso. Uno de los sacerdotes se fijó en mí y me señaló para que me uniera al debate. Yo había dejado de llorar, pero el hombre mantuvo su mirada fija en la mía mientras hablaba. Vestía todo de negro, lucía una larga barba plateada y tenía grandes ojos castaños. Quise correr hacia él, abrazarlo y enumerar la lista de partes del cuerpo que me dolían, pero no lo hice. Permanecí sentada y le escuché explicar la historia de la construcción de la iglesia, los detalles del nártex y que la pintura de la Virgen María que había en uno de los pilares de mármol era uno de los misterios del edificio. Uno de los 13 pilares de la iglesia mostraba un retrato de María con ojos y orejas desproporcionadamente grandes y una boca diminuta, a la manera del arte copto. Sin embargo, continuó el sacerdote, nadie sabía cuándo ni cómo se había pintado aquel retrato ya que, según dijo, era imposible pintar sobre mármol.

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"Quizá lo pintó un ángel, la propia Virgen o un humano", explicó. "No hay forma de saberlo con certeza."

"Entonces se consideraría un milagro", dijo una mujer de unos 40 años, como si estuviera conchabada con el sacerdote.

El clérigo asintió y continuó la visita en otra zona de la iglesia. Me quedé rezagada y tomé varias fotos de la pintura milagrosa de María, que habían envuelto en plástico, como todos los muebles de la casa de mi tía abuela en El Cairo. Puede sonar tonto, pero creí lo que el sacerdote explicó. Me sorprendí a mí misma haciendo fotos con mi iPhone como una adolescente en lugar de buscar en Google si era posible pintar sobre mármol.

Tras su charla me entraron ganas de abandonar mi vida en Brooklyn y quedarme a fregar suelos en la iglesia. De algún modo, su historia me hizo sentir insignificante y poderosa a la vez y me hizo relativizar el dolor que sentía. ¿A quién le importa que me muera si hay ángeles que pintan retratos?

Me senté unos minutos en un banco, incapaz de pedirle mi milagro a alguien de la iglesia. Al rato me marché a beber agua de un pozo de 2.000 años de antigüedad en otra iglesia de la Virgen María de la zona. Se dice que la Sagrada Familia se ocultó en una sala subterránea contigua al pozo, y el milagro es que no se ha secado en los dos milenios que han pasado desde entonces. Tan pronto como puse un pie en la iglesia, empecé a llorar de nuevo.

Me indicaron que hablara con un voluntario de dentadura torcida llamado Maximus Mahros, encargado del pozo de la iglesia, quien aprovechó para explicar todos los milagros que había presenciado durante su vida dedicada al servicio. Según relataba, un mes antes un hombre con una enfermedad terminal llegó para rezar a la Virgen María y bebió el agua salada del pozo. Cuando el hombre regresó una semana después, le dijo a Mahros que se había curado. Mahros aseguraba que los médicos habían calificado su caso de curación milagrosa.

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"¿Quieres un poco de agua?", me ofreció, y yo le di una botella para que la llenara con el viejo cubo de pintura que empezó a hacer bajar hacia el fondo. Bebí el agua. El recelo debió asomar en mi cara, porque Mahron añadió, "El hombre me ha llamado hoy y me ha dicho que volverá el domingo y me enseñará las radiografías y los análisis de sangre".

Le pedí el número del hombre misterioso, pero Mahros respondió con evasivas. Cambió la historia y me dijo que no lo tenía. Insitió en que aquel hombre lo llamaba, pero siempre desde un número distinto. Me contuve cuando estaba a punto de preguntarle que qué pasaba con la función de identificación de llamadas. "Pero volverá el domingo", repitió. "Deberías volver y hablar con él directamente." Le di las gracias y me marché.

Pasé el día siguiente visitando iglesias y escuchando historias de milagros supuestamente obrados sobre otros, llorando en cada una de ellas desde el momento en que entraba. Fui, como siempre había querido, a Zeitoun y lloré. Lloré mientras recogía aceite para mis extremidades e incluso lloré al ver a otras personas rezar. Puse mi nombre en varios trozos de papel y lloré mientras los depositaba junto a las figuras y las reliquias de los santos. Aquella sería la última vez que reconocería mi escritura. Varias semanas después la ELA acabaría con mi capacidad de usar un bolígrafo para escribir.

Los trayectos por el denso tráfico de El Cairo y mis llantos desconsolados en los lugares religiosos me habían extenuado. En aquella época mi mano derecha había empezado a deteriorarse muy rápidamente. La tarea de ponerme los calcetines pasó de ocuparme tres minutos a cinco y luego a diez. Los Hermanos Musulmanes habían convocado protestas masivas para el viernes y el juicio del expresidente Mubarak estaba señalado para el sábado. El país entero estaba al límite. Incluso la espesa capa de contaminación que cubría El Cairo parecía tensa.

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La presencia de Deedee, que llegó ocho días después de mí, contribuyó a aliviar mi pena. La llevé al pozo, donde Mahros pareció sorprendido de verme. Me dijo que había llegado demasiado pronto, ya que el hombre vendría para asistir a misa. Le tomé la palabra. Deedee y yo nos fuimos a tomar un café, momento que mi hermana aprovechó para decirme que ella creía en lo sobrenatural y en la posibilidad de que puedan ocurrir milagros. Me sentí feliz e incluso un tanto aliviada al saber que no me guardaba rencor por mi cinismo. Dos cafés sin filtrar después, Mahros seguía ignorando mis llamadas telefónicas, por lo que cada vez era más evidente que el hombre no aparecería o no existía.

A Deedeele entusiasmó la idea de ver las reliquias de su tocaya, así que nos dirigimos a la Iglesia Colgante para encender unas velas y continuar mi búsqueda de milagros. Los restos de Santa Damiana están guardados en una vitrina bajo la figura de la santa, ocultos en un tubo de terciopelo de unos 30 cm bordado con hilo de oro y que desprende aroma a rosas secas. Deedee hizo pasar el papel por la rendija.

Minutos más tarde, le pedí a un guía que me contara la historia de la Virgen María pintada en el pilar de mármol, con la esperanza de encontrar cierto consuelo en ella. Pero esta vez el guía describió una técnica para pintar sobre el mármol, sin saber que al hacerlo había logrado disipar la magia que aquella iglesia tenía para mí.

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Luego me habló de un convento copto cercano en el que, al parecer, había un optometrista musulmán que visitaba a personas con problemas en la vista.

En un esfuerzo por no perder la fe, le pregunté cuál era su nombre o que me diera su número. Después de lo de Mahros y lo de la pintura mágica que resultó no ser tan mágica, estaba empezando a convertirme en la chica rarita y escéptica de Nueva York que era.

Ni siquiera sabía cómo se llamaba el médico. Preguntó a unas cuantas personas que habían oído hablar de sus milagros, pero como la fe es suficiente para creer en los milagros, nadie sabía su nombre.

"Deberías ir al convento", me dijo uno de ellos. "Las monjas seguro que lo saben."

El ayuno de Navidad, el periodo de 40 días previos a esta fecha durante los cuales los cristianos coptos no comen carne ni lácteos, había comenzado, lo que significaba que el convento estaría cerrado y las monjas, rezando. Pero algo en mí me impulsó a ir de todos modos. Cuando llegamos, nos encontramos con las puertas de hierro cerradas. Todavía sin saber bien por qué había decidido ir, le dije al guarda de la puerta que era periodista estadounidense y que estaba haciendo un reportaje sobre los milagros. El hombre insistió en que no se permitía la entrada a visitantes. Le respondí que no estaríamos mucho tiempo y le pedí que le preguntara a la madre superiora si haría una excepción. Tras unos minutos de silencio, las puertas se abrieron y entramos en lo que parecía el Edén.

Me embargó una extraña sensación de realización que se desvaneció rápidamente cuando vi a una pareja joven con un bebé en los brazos en medio del convento. Las ojeras en sus rostros delataban no solo falta de sueño, sino también de alegría. Su bebé parecía demasiado pequeño para estar en el mundo. Claramente, sus padres habían acudido para bendecir a su hijo y pedir su milagro. Aquella visión hizo brotar de nuevo la pena que había conseguido mantener a raya hasta entonces. Pero esta vez Deedee estaba junto a mí, así que logré contener las lágrimas.

"Me preguntaba si me podría dar el nombre del médico musulmán que concierta visitas en este convento", pregunté, pero antes de que hablaran ya sabía la respuesta. Nunca habían oído hablar de ese médico, ni siquiera de la historia.

"No te creas nada de lo que lees en internet", me dijo una de ellas con un tono de voz quedo y reconfortante.

"Tengo una segunda petición", añadí, por fin capaz de formular la pregunta. "¿Alguien podría rezar por mí?"

La propia monja empezó a escribir mi nombre y, cuando me preguntó qué me sucedía, las únicas palabras que pude pronunciar entre sollozos fueron, "Los médicos no pueden hacer nada por mí". Vi que había contagiado con el llanto a mi hermana, que se acercó para cogerme de la mano. La monja nos preguntó si éramos hermanas y ambas asentimos al unísono. Deedee no dejaba de apretarme la mano para consolarme.

Seguramente los milagros, como todo, son relativos. Cuando tenía unos 20 años mi única preocupación era los carbohidratos y los chicos, pero ahora mis pensamientos solo le piden a mi cuerpo, "Por favor, no te olvides de caminar. Por favor, no te olvides de caminar. Por favor, no te olvides de caminar." Quizá mi milagro consista en que mi madre esté sobrellevando su tristeza no con fuerza física, amor o una fuerza superior, sino con esperanza. La esperanza nos mantiene vivos y es una luz en tiempos de oscuridad. Es la fuerza más poderosa que jamás he conocido y, para muchas personas, nada encarna mejor la esperanza que la oración.

Estaba preparada para que la monja me diera una charla sobre fe, diciéndome que me había distanciado de Dios y que esa "prueba" era algo temporal. Pero no dijo nada. "No vivimos para esta vida", dijo. "Vivimos para lo que viene después. Ojalá supiera que iba a conocer a Jesús mañana mismo."

Pese a que soy joven, agnóstica y me asusta una silla de ruedas más que la propia muerte, sus palabras me reconfortaron más que la promesa de cualquier milagro.

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