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La pura puntita

El karma de vivir al Norte

Crónicas de Torreón.

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar en las mesas de novedades.

Carlos Velázquez es uno de los narradores jóvenes más conocidos del país. Este fin de semana vino al DF a presentar su nuevo libro, El karma de vivir al Norte, publicado por Sexto Piso y sobre el que Sergio González Rodríguez ha echado muchas porras. Carlos apareció en nuestro Primer Número Anual de Ficción, y nos alegramos de poder publicar una de las crónicas que conforman este nuevo libro.

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Una peda en la Comarca Lagunera

Lo más conveniente era permanecer en casa. Eludir la calle. Pero yo estaba convencido de que no debíamos permitir que el crimen organizado nos arrebatara la ciudad. Así que en uno de los momentos más inconvenientes para hacerlo, decidí irme de parranda.

Cuando aumentaban los niveles de violencia, no conseguía evitar que me atacaran los malos sueños. Tenía frente a mí uno de los meses más decididamente gore que se hubieran registrado en la entidad. Mi semana estaba marcada por un hecho significativo: me encontraba molesto. Siendo honesto, siempre estaba encabronado. Y desconocía los motivos. No sabría si achacarle mi estado de ánimo al calor, al miedo, o simplemente a cómo nos estaba llevando la chingada. En Torreón la gente vive emputecida. Pero no sabe exactamente por qué. Unos días despierta más enojada que otros. Y aquella semana yo estaba sumamente encolerizado.

Con todo esto en la cabeza, salí una tarde a buscar una cantina dónde refundirme. En mi condición, quizá meterme a un tugurio no era la mejor opción. Pero la inacción se la dejaba a los practicantes del budismo. Atravesé a pie el primer cuadro de la ciudad. Las pintas atrajeron mi atención. En una barda de la iglesia del Perpetuo Socorro estaba escrito con aerosol: Virgencita, cuídame de los polis. Calles adelante me topé con otra que decía: Terror, Coahuila, Comarca Balacera.

Lo que me recordó que en los créditos de inicio a la tercera temporada de The Wire aparece inscrito en una barda Bodymore-Murderland. Un ejercicio que para mí no representaba un simple juego de palabras, sino una transnomenclatura. El territorio que abandona su significado para convertirse en su significante. Aquellos días, toda referencia a Italo Calvino para representar a la ciudad me resultaba de una ingenuidad conmovedora. En la actualidad, en el norte, la personalidad de una ciudad no dependía de la arquitectura o la geografía, se la otorgaba la droga.

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Continué mi andanza y vi un sticker que decía: Ciudad Travesti. Avancé por la avenida Morelos y el paisaje de palmeras sobre los techos le otorgaba a Torreón la apariencia de una Bagdad cualquiera. Con el Cristo de 21.5 metros de altura sobre el Cerro de las Noas como vigilante de la ciudad. Al que en las redes sociales lo habían photoshopeado al colocarle un chaleco antibalas. La zona, una parte importante del primer cuadro, se encontraba inactiva debido a la construcción de la nueva presidencia municipal. Pocas personas transitaban por esas calles.

La caminata entre tanta desolación me revitalizó. Estaba listo para correrme una buena borrachera. Si he de morirme, que me maten de una vez.

La noche anterior había soñado que a la salida del cine mi hija y yo nos quedábamos atrapados entre el fuego cruzado. Quizá ahí anidaban las raíces de mi emputecimiento. Y en la certeza que indicaba que esto cada vez se pondría peor.

Vivo en Ciudad Travesti. Aquí estamos todos solos y estamos muertos. Torreón acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. Es profeta de su tiempo. Dice que va a continuar el mal tiempo. Van a haber más calamidades, más muerte, más desesperación. Ni el menor indicio de cambio por ningún lado. El cáncer del tiempo nos está devorando […] Debemos marcar el paso, en filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no va a cambiar.

El pánico me atacó cuando en el sueño un bazukazo pasaba a pocos metros de nosotros. Desperté y corrí al baño a vomitar. No fue una vomitada histérica. Quizá la culpa era de la hamburguesa que había liquidado esa noche junto a un six de cervezas.

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El recuerdo de aquel sueño no me sentó bien. Estuve tentado a volver a casa. Comencé a sudar. A las doce del día el solazo lagunero ya curtía mi carácter. El calor me ponía de mal humor. Enojado permanente, no conseguía acostumbrarme a las altas temperaturas. Padecía, me agotaba. He constatado que en otros climas rindo más. Pero no me rajaba. Me quemaba por ponerme bien mamado. Para no embriagarme solo, le caí a mi compa el Cuervo. Con tanto altercado a bares y cantinas, uno no desea volver a empedarse en cantinas. Y como sucedía últimamente con la vida social en Torreón, nos encerramos a beber en una casa de otro amigo. La peda transcurrió sin sobresaltos. Lo intenso se presentó cuando salimos de ahí. A las dos de la madrugada.

El Cuervo y yo nos trepamos pedísimos a la troca con la intención de atravesar la ciudad, que se encontraba en código rojo. El Viejo Cuervo –era veinte años mayor que yo– arrancó a ciento veinte por hora y ya no redujo la velocidad. Mientras conducía me contaba sobre la ocasión en que había estado en un concierto de ZZ Top en Texas, en los setenta, cuando cruzó al Chuco como mojado. En lo que me relataba cómo había compartido un toque de mota con Billy Gibbons, tronó la llanta trasera de la Lobo. Ignoro por qué no nos volcamos. Con la borrachera que se cargaba, no contaba con la destreza suficiente para controlar una carreola, sin embargo, orilló la ranfla sin dificultad. Típico: no traía refacción. Quitó la llanta. Y se perdió en la oscuridad en busca de una vulka abierta a las tres de la madrugada. Yo me quedé a cuidar el vehículo. Y ni estéreo traía el puñetas este.

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No sé cuánto tiempo transcurrió. Seguro más de una hora. Comencé a cabecear. Intenté dormitar en la cabina. Fue imposible. Uno de los vidrios no bajaba y me cocía del calor. Bajé la tapa de la caja pero estaba dura como la litera sin colchón de una prisión de máxima seguridad. No pensé. Se me hizo fácil.

Me acosté boca abajo, en la carretera, junto a la camioneta. En pleno bulevar Torreón-Matamoros. Y me quedé dormido. No sé cuánto tiempo. Me despertaron las sirenas. Alguien me había divisado desde un coche tirado sobre el asfalto y me confundió con un ejecutado. Sin desearlo, se desplegó un gran movimiento policiaco por mi culpa. Diez patrullas llegaron al lugar. Pinches exagerados. Para reconocer a un solo cadáver. Ridículo. Seguí en el piso. Y un oficial se acercó hasta mí para moverme con un pie. Antes de que me pateara, me levanté.

Más de doce agentes desenfundaron sus armas y me apuntaron. Les expliqué la situación. Se emputecieron. Querían dinero. Querían llevarme preso. Querían tablearme. Cogerme. Dispararme. Pero les solté que era periodista y tuvieron que dejarme en paz. No me bajaban de pendejo.

El Cuervo regresó en una camioneta destartalada con el vulkanizador, la llanta desponchada y una caguama en la mano. Debían de ser las cinco de la mañana. Le relaté el episodio con la policía. Una verdadera suerte que me dejaran ir. Arrancamos y nos dirigimos al centro. Escamados. No fuéramos a encontrarnos con alguna de las patrullas que fueron a darme los buenos días.

Pinche Cuervo, no me llevó hasta la puerta de mi casa. Me tiró en el bulevar Independencia, a unas cuadras de la Plaza de Armas. Empecé el diáfano trayecto a mi morada. A pesar del circo y el susto, la peda no se me había bajado. En una de las bancas de la plaza me saludó un travolta. «Qué haciendo tan temprano, mi chavo», me preguntó con voz de locutor de radio sexy. Salí a dar el rol, le dije, porque pensé que no me toparía a nadie. «Esta avenida nunca está sola. La habitan las vestidas. Ciudad Travesti», me dijo. Tenía razón. Cuando todos se guardaban, incluso el crimen organizado, los travesaños se adueñaban de la noche. «A esta hora sólo hay vestidas y ejecutados», me dijo. «Tú qué eres».