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Por Favor Mátame

Entre los cerdos de la guerra

Me parece increíble la cantidad de momentos Spinal Tap por los que he pasado. Viví una de esas bizarras pero significativas experiencias con Ozzy Osbourne, en Nuremberg, Alemania, en el mismo estadio en el que Leni Riefenstahl rodó su épica película de...

En 1975, Legs McNeil fue el cofundador de Punk Magazine, y esta es en parte la razón de que tú sepas qué significa esa palabra. También es el autor de Por favor, mátame, lo que le convierte en algo así como en el Studs Terkel del punk rock. Además de su columna para VICE sigue escribiendo en su blog personal, pleasekillme.com

El Campo Zeppelín de en Nuremberg, Alemania. Imagen vía.

Me parece increíble la cantidad de momentos Spinal Tap por los que he pasado. Esto siempre hace que me pregunte, “¿Aquello pasó de verdad, o estaba tan hecho caldo que sólo lo imaginé?” Cosas como deambular con INXS por el lugar donde se estaba construyendo su escenario, buscando la puerta que conducía a bastidores durante una hora antes de dejarlo correr. Ver a una groupie descomponérsele la cara al averiguar que el grupo telonero al que se acababa de tirar colectivamente no era el grupo cabeza de cartel, Danzig. Y mi favorito, ver a los Ramones exigiéndome a mí y al resto del equipo de la revista Punk que tacháramos a mano toda referencia a ellos como un grupo punk en el reportaje de portada que les habíamos dedicado. No creían que el término fuera “adecuado”. El mes pasado, Black Sabbath publicaron su nuevo disco, 13, que llegó al número 1 en Inglaterra tras su primera semana a la venta. Ahora recordad, esto ha ocurrido 43 años después de que “Paranoid” llegara al número 1 en 1970. También recuerdo que algunos de mis momentos metal más obtusos –esos flashes a lo Spinal Tap– se han convertido en algunas de las experiencias más profundas de mi vida. Viví una de esas bizarras pero significativas experiencias con Ozzy Osbourne, en Nuremberg, Alemania, en el mismo estadio en el que Leni Riefenstahl rodó su épica película de propaganda nazi, El triunfo de la voluntad. Yo estaba viajando con Scorpions, un enorme fenómeno heavy metal en los 80. Eran tan famosos a nivel internacional que hizo que me preguntara si todo el planeta se había vuelto loco de atar. No era que Scorpions fueran una mierda. Al contrario, eran una banda bastante decente con algunas canciones muy buenas, y su directo era fantástico. Era la proporción de fama en relación con el talento lo que me parecía un poco desproporcionado, si no abiertamente ridículo. Sea como sea, Scorpions eran buenos tíos, aunque una vez hicieron que sus roadies me arrancaran la ropa y me pusieran solo un arnés, enviándome después volando por encima de sus cabezas –en pelotas– delante de 50.000 chavales comunistas en Budapest, Hungría. Esto fue lo que sucedió, y después pasaré a Ozzy. Fue durante los últimos años que le daba a la bebida, cuando mi vida era un tren descarrilado. El caos me siguió hasta la Europa del Este, de gira con Scorpions. Primero provoqué que la comitiva de prensa perdiera nuestro vuelo porque yo me lo estaba pasando demasiado bien en el bar del aeropuerto. Después ofendí a alguien en la recepción en la embajada alemana en Budapest. Y más tarde llamé a una chica con la que estaba entonces teniendo un asuntillo en Nueva York y perdí el sentido mientras hablaba por teléfono, dejándome a la mañana siguiente una factura telefónica de 700 dólares. La noche siguiente provoqué un verdadero altercado en un bar en el que no faltaron soldados rusos enzarzados con reclutas húngaros; destrocé todo lo que había en el local, del gran espejo del bar a las mesas y las sillas, y después me escondí debajo de la barra riéndome como loco. La verdad es que fue todo la hostia de divertido. Habría sido casi como estar en una película de vaqueros cuando los del rancho local se encuentran con los conductores de ganado y se zurran mutuamente la badana… de no haberme encontrado dos agentes del KGB, arrastrado fuera, metido en un coche pequeño y llevado a lo que yo creí que era una prisión. Como yo ya estaba tan jodido y viviendo dentro de una película, simplemente cambié de canal hasta aterrizar en una peli de espías y gruñí, “¡Malditos bastardos comunistas, no vais a sacar nada de mí excepto mi nombre, el número de mi tarjeta de la biblioteca en Nueva York y mi nivel de alcohol en la sangre!” Pero en vez de en un lugar de torturas, me dejaron en unas ruinas romanas transformadas en un pretencioso spa y restaurante para turistas. Había organizado un almuerzo con Scorpions. Me sentí más horrorizado que si me hubieran llevado a la cárcel, pensando, ¿Disneylandia?  ¿Qué cojones…? ¿El sueño de Lenin de un Estado de los trabajadores tiene ahora el encanto de un tobogán acuático? ¿Se está convirtiendo el planeta entero en una puta hamburguesería? Como en abril de 1986 se había fundido el reactor de la planta nuclear de Chernobyl, a sólo 800 millas de Budapest, y nubes de Celsio 137 flotaban por encima de la campiña húngara, pensé que lo mejor sería no pedir ternera, cordero o pollo. Pedí ancas de rana. Cuando llegó mi pedido, parecía como si las ranas hubieran sido cortadas por la mitad, las pequeñas ancas aún adheridas al cuerpo. Por tanto, lo que el alcohol le dijo a mi cerebro fue que me encajara media rana en la nariz. Los Scorpions lo encontraron ligeramente divertido, excepto la novia del batería, que se puso a vomitar al ver que de mi cara sobresalía media criatura. La fiesta se rompió con bastante rapidez después de este episodio, y esta fue la razón de que me colgaran desnudo encima del escenario a la noche siguiente. Estuve oscilando con el culo al aire por encima del grupo. Fue humillante, pero incluso después de todo esto, mientras veía el resto del concierto de Scorpions desde un lateral del escenario, no pude evitar pensar que el comunismo no aguantaría ni un asalto contra el poder del rock’n’roll. En el corto vuelo de regreso a Occidente desde Budapest, me estuve sintiendo un poco como el chico al que sorprenden pelándosela mirando porno con mujeres gordas. Deshonrado. En el avión, todo el mundo emitía por lo bajo risitas a mi costa. Gracias a Dios que estábamos saliendo del otro lado del telón de Acero para que Scorpions retomaran la gira "Monsters Of Rock” de 1986. La primera fecha a nuestro regreso era en la pequeña y encantadora ciudad de Nuremberg, Alemania. No tardé en unirme a los roadies y técnicos de guitarras en el bar del hotel para reanudar mi alcoholismo y recuperar la confianza, ya que me había dado cuenta de que la forma de mantener mi alcoholismo consistía simplemente en no parar. Sabía que si dejaba de beber durante un sólo segundo, lo que me esperaba eran los horribles síntomas del síndrome de abstinencia. La conclusión obvia era que debía seguir bebiendo y olvidar Budapest. Me encontraba sentado en el bar del Hotel Nuremberg con todos los demás borrachos cuando Ozzy Osbourne hizo su primera gran entrada. Iba vestido con una especie de extravagante traje brillante con pañuelos, guantes, sombrero de copa y otras mierdas extrañas. Su pinta era la de ir a salir al escenario delante de miles de personas. Todos nos reímos, ya que en el bar no había ni mujeres ni gente de la compañía discográfica. Allí no había nadie a quien impresionar salvo nosotros, unos siete u ocho funcionarios del rock’n’roll de poca monta y borrachos, sacudiéndonos de encima la resaca de la noche anterior. Al no obtener la reacción que deseaba, Ozzy desapareció de regreso al lobby del hotel y reapareció diez minutos más tarde después de haber cambiado sus ropas por un disfraz aún más elaborado. ¿Pero qué coño estaba haciendo? Nos reímos aún más fuerte y volvimos a nuestras copas. Lo cierto es que era bastante patético: Ozzy intentando desesperadamente lograr una reacción de un hatajo de perdedores como nosotros, y nosotros carcajeándonos ante tan burdo despliegue de chifladura inducida por las drogas. Volvimos a lo nuestro y Ozzy volvió a desaparecer, para regresar a los diez minutos después de haberse vuelto de cambiar de ropa. Fue algo feo. Ozzy hizo como seis o siete entradas en el bar para entretenimiento nuestro ante de quedarse por fin sin gasolina. Durante todo el tiempo no dejamos de gritarle, preguntándole cuántas pollas había tenido que chupar para conseguir esos zapatos o si le era posible meter aún más cosas en su bragueta para lograr que alguien se fijara en su entrepierna. Puede que este fuera su calentamiento antes del concierto, o puede que lo hiciera por simple y puro aburrimiento, pero el caso es que yo no esperaba mucho de Ozzy en el concierto de esa noche después de haber visto lo hecho caldo que estaba por la tarde. No fue hasta que llegué al Zeppelinfield, donde se iba a celebrar el concierto, cuando me di cuenta de que había visto este sitio en cientos de documentales sobre la 2ª Guerra Mundial. Es el famoso estadio que Albert Speer construyó para Hitler –el de la gigantesca esvástica de cemento arriba del todo– que siempre explota en esas dramáticas filmaciones de archivo con que comienzan todos los documentales sobre los nazis. Me resultaba chocante que el sitio me fuera tan familiar, ya que nunca había estado y ni siquiera sabía que era allí a donde íbamos. Ni uno solo de los andobas del equipo de gira tenía interés alguno en la historia. Para ellos era únicamente otro sitio donde se hacían conciertos. Pero yo sabía qué había sido este sitio y lo que representaba: el ascenso al poder de Hitler. Sin las SA, el ejército nacionalsocialista de Ernst Röhm de un millón de hombres, Hitker no habría tenido la base de apoyo esencial en sus primeros éxitos y es probable que no hubiera pasado de ser otro tipo cabreado agitando el puño hacia el cielo, barboteando sobre las “injusticias” del mundo. En vez de eso, Röhm aupó a Hitler al poder, convirtiéndose en 1935 en canciller del Reich para, posteriormente, desmantelar la República Alemana y sumir al país en una dictadura fascista. Asentado en el poder, Hitler dejó de necesitar a su viejo coleguita Röhm y, en la semana del 30 de junio al 2 de julio de 1934, hizo que Röhm y miles de miembros de las SA fueran asesinados en lo que se conoce como “La noche de los cuchillos largos”. Con la intención de unificar cualquier posible sentimiento herido por haber liquidado a Ernst Röhm y las SA, en el siguiente Congreso Nazi Hitler llevó a cabo un mítin en el Nuremburg Zeplinfeild, donde 70.000 nazis juraron lealtad personal a Adolf Hitler. La película de este acto se tituló El triunfo de la voluntad, y se convirtió en el más asombroso film propagandístico jamás producido. “Cuando Hitler apareció por fin un momento en el balcón”, escribió William Shirer en el episodio dedicado al mítin de Nuremberg en su Diario de Berlín, “[la gente] me hizo recordar las expresiones enloquecidas que en una ocasión vi en la Louisiana profunda, en los rostros de algunos predicadores itinerantes… le miraban como si fuera un mesías, sus rostros transformados en algo positivamente inhumano". Me quedé viendo el concierto del Monsters of Rock sentado en el patio de butacas de Hitler, justo en medio del estadio. Los enormes peldaños en los que Hitler y los altos funcionarios nazis estuvieron de pie durante el mítin se habían convertido en las gradas para el concierto. Se había revertido todo. Y me acordé de la cita de Shirer, porque los fans parecían igualmente enloquecidos, poseídos e inhumanos. Puede que todo se debiera al vino barato, la hierba de baja calidad, el olor a cola, el cuero negro y la tela tejana, pero lo más perturbador de ellos era que muchos llevaban la bandera confederada cosida, grapada o pìntada en sus chaquetas como homenaje al rock’n’roll. Aquel era el símbolo más malévolo que los fans podían llevar, ya que la esvástica fue prohibida en Alemania a finales de la 2ª Guerra Mundial. Nunca la había visto siendo usada de un modo tan poco irónico. Justo cuando la muchedumbre estaba llegando a un frenesí de testosterona, Ozzy salió al escenario. De alguna manera, la Ventisca de Oz, el cabrón más chalado del rock’n’roll, el hombre que había estado realizando delirantes cambios de indumentaria apenas unas horas antes, se puso delante de esa bestia salvaje que era el público y empezó a cantar. Y no cualquier canción de heavy metal, sino el tema más apropiado que jamás hubiera sonado en esa maldita fosa séptica del mal: “War Pigs”. Y entonces todo el público se puso a cantar con él: “Generales reunidos antes sus masas / Como brujas en misas negras / Mentes malignas planeando destrucción / Hechiceros de la construcción de la muerte / En los campos los cuerpos ardiendo / Mientras la máquina bélica sigue girando / Muerte y odio a la humanidad / Envenenando sus programadas mentes / OH LORD YEAH!” Nunca antes una canción metal me había emocionado tanto, ni yo había sentido tanta gratitud hacia los bruñidos cojones de Ozzy, como aquella noche, sentado en el patio de butacas de Hitler, abrumado por la confluencia de la historia y la cultura pop. ¡Dios bendiga a Ozzy! Quién sabe, puede que algún día Sabbath toquen un tema de 13 en Irak o Afganistán.