Crónica de un infierno durante la huelga de metro de Barcelona

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Crónica de un infierno durante la huelga de metro de Barcelona

¿Supone realmente una jornada de caos la huelga de hoy?

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Uno se levanta con ilusión. Os lo juro, uno lo intenta cada día. Uno intenta que el peso y el tedio de la monotonía de la vida moderna no se conviertan en locura. Nadie quiere terminar comprando un arma y saliendo en las portadas de los periódicos, pero sucede. El día se planteaba complicado pues hoy, miércoles 24 de febrero de 2016, era día de huelga en el metro de Barcelona. Sin ningún tipo de duda, el viaje hacia nuestros trabajos se convertiría en una travesía digna de recordar.

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Nada más penetrar en las fauces de la mantícora —y tras haber pagado la imponente suma de 0,995 céntimos, el precio que vale la pérdida de cordura de un hombre—, unos letreros luminosos que se mantenían vivos gracias al odio de los sindicatos me indicaban que tenía que esperar casi seis minutos a que llegara el próximo carruaje de transporte. ¿Pero en qué mundo vivimos? ¿Esto es lo que tenemos que esperar del siglo XXI? ¿Quién en su sano juicio puede levantar la mano y decir que puede permitirse perder seis minutos de su vida esperando un convoy sobre vías? YO —por supuesto— NO. Tengo demasiadas cosas que hacer —como llenar garrafas en las fuentes públicas, rechazar flyers de magos nigerianos e intentar comprender por qué no he visto nunca un huevo de paloma en esta ciudad repleta de malditas palomas— como para entregarle seis minutos a la muerte.

A estas alturas ya estaba totalmente indignado con el funcionamiento del transporte público de esta ciudad. "Los usuarios dispondrán de unos servicios mínimos", mis pelotas. Esto era indecente, una empresa privada nunca se hubiera dejado aplastar por los sindicatos; si no trabajas, no cobras y si no te gusta, a la calle. Así es como siempre han funcionado las cosas, al menos desde que el hombre se puso en pie y dejó de ser un simple primate. Si en este momento me hubieran dicho que la demora del carruaje sería la menor de las pesadillas a las que me afrontaría durante esta jornada no me lo hubiera creído pero al atisbar en la lejanía el primer vagón dirigiéndose cauteloso hacia mi persona se me revelaron todos los demonios. Poco a poco los vagones fueron deteniéndose frente a mí y las caras desesperadas de los viajeros no dejaban lugar a dudas de que el fin estaba cerca. Tenía la intención de bajarme en la estación de Glòries pero por lo que parecía este metro iba directo a Auschwitz.

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Rostros sin esperanza salpicaban las ventanas y al abrirse las compuertas observé con total incredulidad como en esta sección no cabía ni una sola persona —por llamarlo así, ya que en el metro de Barcelona uno no es una "persona", sino un "cuerpo que debe ser expulsado al exterior cuanto antes". Intenté colocarme entre los pliegues de esa masa de carne pero varios ojos me miraron con desprecio. En esta clima de crisis no solamente no había espacio para un hombre solo y abandonado si no que tampoco había sitio para el compañerismo y la solidaridad hacia el prójimo. Agotado, decidí ceder y quedarme esperando en la estación seis minutos más. SEIS.

Pero a uno siempre le queda la literatura. En los momentos en los que las brasas te corroen por dentro uno solo puede apaciguar el dolor con el eterno poder de las palabras. En ese capítulo Bruno se metía en un jacuzzi y veía como una pareja empezaba a follar a su lado. Al principio las sacudidas eran suaves pero no tardaron en convertirse en empujones violentos que generaban grandes oleajes. Cuando terminaron el coito, el hombre se largó y la mujer se dirigió hacia Bruno. Al poco rato ella le estaba haciendo una mamada. La llegada del siguiente tren interrumpió este precioso pasaje y no me sorprendió en absoluto que el nuevo convoy se presentara igual de repleto que el anterior. Eran las 7:50 de la mañana y la gente estaba nerviosa por llegar a esos sitios donde cambian tiempo por dinero. Se abrieron las puertas y llegó el momento de lo que a partir de ahora llamaría "la lucha".

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Los allí presentes nos mirábamos con rivalidad con los que estaban dentro del convoy. El problema era que esto no era un juego entre dos equipos —los de dentro y los de fuera— esto era una lucha total; todos contra todos. Sin vacilar decidí colarme a la mínima que un cuerpo abandonaba su posición en el interior del vagón. Era cuestión de pura física. Varios individuos intentaron apretujarme más hacia dentro del pequeño carruaje, sin éxito, pues la poca solidaridad que había recibido en el tren anterior estaba ahora siendo aplicada en contra de mis enemigos. La agresividad estaba en el aire, la gente se empujaba por sobrevivir, realmente les iba la vida en subir a mi vagón. Puede que hubiera sitio para uno más, quizá dos, pero no quería estar TAN incómodo. Nadie ahí dentro quería convertirse en un héroe, solamente querían conservar lo que tenían; su territorio. Abrí las piernas e intenté ocupar el máximo espacio posible, me esforcé por dejar a los otros fuera. Ahora ellos eran los que tendrían que esperar a fuera. Supongo que esta poca solidaridad recibida se convertiría en odio cuando lograran subirse al siguiente metro. A estas alturas coger el transporte público se había convertido en una espiral de decepciones y odio.

Pese a mis intentos de ser dueño de un territorio ancho, me indignó descubrir que estábamos totalmente apretujados. No podía ni sujetarme en esas barras que se utilizan como sujeción para no perder el equilibrio, pues varias manos desconocidas ocupaban toda la superficie. De todos modos no las necesitaba para nada ya que podía apoyarme tranquilamente con la persona que tenía detrás. Miré a mi alrededor y creo que todos estábamos hartos de ciertos derechos de ciertos trabajadores. Entonces se me reveló una idea terrible; mientras iba de parada en parada me di cuenta de que en mi dirección estábamos todos comprimidos pero en los convoyes que iban hacia el extrarradio la cosa iba mucho más fluida. Sin duda esto era la viva imagen de la clase media trabajadora que vivía a las afueras dirigiéndose tristemente en manadas hacia el centro de la ciudad para trabajar. En fin, estaba rodeado de paletos proletarios que en cualquier momento podrían robarme la cartera. Puede que la única cosa que se le puede agradecer a esta huelga es que no había ni un solo mendicante, los tipos habían decidido tomarse el día libre pues su farsa habitual no hubiera dado frutos en un ambiente tan cargado de odio como en el que nos encontrábamos.

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Intenté distraerme de todas estas ideas y alcancé mi libro para seguir leyendo las pesquisas de mi amigo Bruno. Tristemente el acto de leer se presentaba totalmente impracticable, sí, TMB me había privado de mi derecho innato a leer. No había espacio ni para pasar las páginas, con cada intento masajeaba el cogote del individuo que tenía delante. Ya que la literatura no era bienvenida en el metro de Barcelona, decidí desistir. Me quedé absorto en mis pensamientos clasistas y seguí alimentando una imparable bola de odio. Una vibración en el móvil interrumpió mis divagaciones. Un familiar me había enviado un mensaje que contenía la carta de un señor que llevaba 17 años trabajando en TMB. El texto era emotivo y contenía datos contundentes que me importaron bien poco. Estaba llegando tarde y no podía ni leer mi libro; eso era todo lo que me importaba. A cada parada se sucedía "la lucha" y yo peleaba fuerte para evitar que el interior del vagón perdiera su limitada comodidad. La política era "ni un alma más"; uno sale y otro entra, esta es la ley.

Suerte que algunos ciudadanos habían optado por coger su coche particular. Si estos hubieran utilizado el transporte público ahora mismo estaríamos todos muertos. La contaminación que generan estos vehículos es incomparable a las vidas potenciales que han salvado en esta jornada de huelga. Estos conductores que se han sacrificado son los auténticos héroes del día.

Llegué a mi estación y con sumo esfuerzo logré bajarme del vagón. Aún conservaba mis pertenencias y había logrado no embadurnarme con los hedores de los proletarios del extrarradio. Mientras ascendía hacia la superficie me fijé con todos esos pobres diablos que se disponían a entrar a este parque de atracciones del terror en el que se había convertido el servicio de transporte público. Un billete de entrada a 0,995 céntimos de euro que no te garantizaba salir con vida.

§

Todo el ruido mediático que se ha generado estos días a propósito de esta huelga de metro es completamente exagerado. En la radio los tertulianos hablan de indignación, los periódicos llenan sus titulares con la palabra "caos" y la gente se indigna por el timing de esta huelga (MWC 2016). Uno puede estar más o menos de acuerdo con las peticiones del colectivo de trabajadores de TMB pero es inasumible que la opinión pública criminalice esta jornada que ha cumplido perfectamente con un servicio de mínimos. Maldita sea, gracias a Dios que existe el derecho a huelga, no entiendo cómo nos podemos plantear criminalizarlo. Es normal que las huelgas se sucedan en momentos en los que generan una máxima visualización, esta es su intención. Por lo tanto es normal que generan conflictos. De todos modos la jornada de hoy está muy lejos de ser caótica. Realmente los tiempos de espera son asumibles, los vagones no son un INFIERNOS y existe apoyo logístico en ciertas estaciones para que no se genere una masa de gente peligrosa. Si no podemos esperar ni 10 minutos a que llegue el metro es que nuestro problema va mucho más allá de una simple huelga.