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literatura

Psicoactivos, cosmonautas y experiencias cercanas a la muerte: un extracto de 'Cabeza ajena'

Sinestesia, fieras psicotrópicas y expediciones cósmicas en la novela de Andrés Cota Hiriart.

Una paramédica pelirroja obsesionada por las experiencias cercanas a la muerte. Un químico empecinado por descubrir la sustancia psicoactiva más potente que se pueda concebir. Un gordo norteño, un enano desquiciado y un antihéroe a punto de morir por una sobredosis. Sinestesia, fieras psicotrópicas y expediciones cósmicas; épica de estados alterados, amistad y amor en los linderos de la ciencia. Te presentamos aquí un extracto de la novela:

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***

La simulación comienza el día en que morí, o bueno, mejor dicho, la noche en la que casi lo hago… Nada de luz blanca al final del túnel. Ninguna secuencia de las imágenes más importantes de mi vida proyectándose ante mí. Cero música celestial. Simple y llano bajón del switch, fusible tostado y apagón total.

En esa ocasión estábamos inhalando heroína. ¿Por qué inhalada?, pues porque nos quedaba perfectamente claro que inyectada es harina de otro costal; un costal que invariablemente termina por desfondarse. Bueno, la verdad es que también fumábamos un poco, el húmedo y acre humo cargándonos cada vez más y más lejos. Cosquilla en el paladar, suspiro detenido, un placer acuoso invadiendo cada milímetro de mi ser. Para no variar, perdí la cuenta de qué tanto había consumido y, como de costumbre, quería más. Una vez abierto el grifo del placer no queda más que llenar la tina y en el agua caliente sumergirse por completo. Pero hay sustancias y sustancias, y con la heroína no hay que pasarse de listo. Eso uno lo sabe bien: no se debe dar rienda suelta al desenfreno opioide. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Cuando se es goloso por naturaleza, en algún momento se acabará por rebasar la capacidad de carga del sistema. Cuando toca, toca; y ese día me tocaba a mí.

Del último latido no me acuerdo, pero según me contaron los amigos que me vieron, primero mis pupilas se dilataron violentamente, después se me cayó la mandíbula, perdí el tono muscular y caí pesadamente al suelo. Pulso errático en las sienes, respiración entrecortada, corazón languideciendo en cada sístole-diástole conforme mis nervios se hacían añicos debido al corte circuito.

Segundos más tarde comenzaron las convulsiones. A decir de Boris, mi cuerpo se sacudía con tanta violencia que, si salía del trance, pensó él, me quedaría tetrapléjico; acto seguido, Boris razonó que quizás yo nunca había tenido huesos y, por lo tanto, no había razón para alarmarse. Valenzuela, por su parte, confesó que no podía quitar la vista del bailoteo de mi lengua ensangrentada: tal imagen lo remitía a una almeja chocolata retorciéndose en jugo de limón; imagen que lo llevó a concluir, no sin lamento, que nunca volvería a ser capaz de degustar aquellos moluscos. Y Genaro, inmerso en su habitual mundo paralelo, dijo que en lo único que podía pensar era en la cantidad de reacciones de óxido reducción que se estaban liberando en aquel momento dentro de mi anatomía.

Yo friéndome como chicharrón en aceite hirviendo y mis tres mejores amigos narcotizados al punto de la idiotez total. Estupefactos como peces fuera del agua. Tan drogados que, cuando por fin las convulsiones se detuvieron en seco y una paz macabra se apoderó de mi entidad, creyeron que la luz proyectada en la pared proveniente de la ambulancia que se aproximaba era en realidad mi alma que escapaba. Ni cómo culparlos. Probablemente yo hubiera reaccionado de la misma manera. Por suerte alguien en la fiesta aún conservaba algunas migajas de sensatez. El caso es que cuando ya lo daban todo por perdido, apareció una paramédica pelirroja empujando una camilla y gritando: ¡Desfibrilador! ¡Traigan un desfibrilador!

Después del hecho las versiones de cada uno de mis camaradas se tornan un tanto caóticas. Al parecer la ambulancia no contaba con el equipo correspondiente, así que tuvo lugar una discusión acalorada entre los rescatistas respecto a de qué manera proceder. Gritos y manoteos tensos que desembocaron en que uno de ellos abandonara la escena enfurecido. Luego las cosas se sucedieron de manera acelerada: la pelirroja se abalanzó sobre mi cuerpo empuñando una gran jeringa, giró mí torso de manera que éste quedara con el vientre expuesto hacia arriba, extendió su brazo a todo lo que daba y, en un solo movimiento, me incrustó la aguja con fuerza en el pecho. Posteriormente mis amigos ya no pudieron aportar nada, puesto que los paramédicos subieron mi peso muerto a la ambulancia y partimos quemado llantas.