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cuba

José Fernández y el mar

Una semblanza sobre el pitcher extraordinario, José Fernández.
Steve Mitchell, USA TODAY Sports

Recién comenzado el siglo XXI, descartados ya los designios apocalípticos que alimentaron la charlatenería y el delirio paranoide de centenares de sectas religiosas a fines de los años 90, en la misma ciudad en la que el Comandante Che Guevara le dio el triunfo definitivo a la revolución cubana sobre la dictadura de Fulgencio Batista, un corpulento niño llamado José Fernández visitaba el campo de beisbol acompañado por su abuela Olga, quien no dudaba un segundo en involucrarse en su creciente pasión por el deporte haciendo ella misma de pitcher o bateadora de ser necesario, todo con tal de alimentar ese futuro idílico imaginado por José, la entonces fantasía de convertir tras duro entrenamiento su brazo en un letal fusil capaz de disparar a velocidades inconmensurables esa pequeña bola blanca y mantenerla virgen ante los intentos desesperados de uno y otro bateador de golpearla hasta el infinito, sin tener éxito en tal misión.

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Jamás habría podido caber en la transparente moralidad de un niño la complejidad de la realidad, ni tampoco la idea de que la belleza del mar del caribe que rodea la isla de Cuba, se transformaría en una pesadilla que parecería urdida por el mismísimo Poseidón para manifestar su poderío ante la insolencia humana intentando cambiar su destino de designios divinos. Las hermosas tardes en la costa, el sol escondiéndose en un azulísimo horizonte y el calor de la cultura cubana pasaría a ser una horrenda pesadilla en el momento en que José y su familia decidieron la deserción de la nación como único destino posible. Tres veces José fallaría, y tres veces el niño interior se iría lentamente desvaneciendo para dar paso a un hombre consciente de que el choque entre la rebeldía y el imperio podría apagar su futuro soñado. Poseidón, implacable y tenebroso, trataría incluso de poner a prueba su temple tragando a uno de los miembros de la embarcación, un anónimo personaje que José descubriría, tras zambullirse en el agua y salvarlo de la muerte, era su madre, configurando una serie de acontecimientos trágicos que la implacable voluntad de Fernández tomaría como meros obstáculos en la consecución de su objetivo final.

La finalmente concretada deserción, el asentamiento en los Estados Unidos, la soñada llegada a las grandes ligas, la fama y la fortuna y la compañía de las matriarcas, eternas vigilantes de su bienestar, parecían configurar el estado de cosas idílico al que se supone todo ciudadano medio de nuestros tiempos aspira, particularmente cuando aquel camino ha significado sacrificios que arrancan la piel y en los que estuvo en juego la fragilísima integridad del espíritu.

Las bolas que comenzaron a salir de su brazo despavoridas lo hicieron con trayectorias y velocidades altamente caóticas e impredecibles, dibujando un destino que probablemente hubiese estado marcado por los récords, los títulos, los amores carnales y espirituales, las críticas ante una bajada de rendimiento propia del paso de los años y el tiempo, el amor eterno de la fanaticada de los Marlins de Miami —tormentoso como todo amor—, la primera vez de su bebé diciendo papá en un rito que se hubiese repetido con otros 3 o 4 hijos, un juego de despedida del béisbol a estadio lleno, el regreso a una Cuba liberada del bloqueo económico y una reconciliación con el pasado, sentidas despedidas en los funerales de su abuela y su madre dando discursos de agradecimiento por la crianza y por los valores y por la vida, y un envejecimiento de seguro acompañado del amor puro y también desinteresado, y de sentimientos existenciales respecto de la importancia de lo material y lo humano y lo divino, para finalmente abrazar la muerte en relativa paz y con relativa satisfacción de haber vivido.

Pero la relación de José y el mar no había acabado en los escapes de Cuba. Un rompeolas quebraría el curso de los acontecimientos, y pondría a todo ese grupo de gente que pareció ponerse al servicio del destino del elegido de su tribu en cuestionamientos marcados a fuego por un sufrimiento inapagable, un dolor tan profundo como el océano que se extiende hacia las entrañas de la tierra más allá de nuestro entendimiento, dejándonos cada cierto tiempo los mensajes de un Poseidón que no desea que olvidemos lo ínfima que es nuestra existencia ante la inmensidad de un universo en el que el equilibrio depende de un contacto incontrolable entre la vida y la muerte.