Diario de cuarentena

Diario de cuarentena en un piso compartido en Madrid: semana 7

Nos vemos en la nueva normalidad, chavales.
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Este sábado comienza la desescalada. Aunque no tenemos muy claro cómo se va a llevar a cabo, porque Pedro Sánchez nos contó el plan como esos profesores que el primer día de clase explican una guía docente demasiado intrincada sin mucho convencimiento siquiera de su cumplimiento, parece que el día 2 de mayo podremos, por fin, salir a dar un voltio.

A partir de ese día, semana tras semana, nos dijo Pdr, podremos ir haciendo cada vez más cosas: ir a la peluquería con cita previa, juntarnos en las terrazas con nuestros colegas, comprar libros y visitar a amigos y familiares siempre que estén en la misma provincia que uno.

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Todo ello nos conducirá hacia la NUEVA NORMALIDAD, ese oxímoron que tiene nombre o de distopía chunga o de grupo de punk que le canta en español a la neoservidumbre de las pantallas y cuyos miembros se creen los herederos de Parálisis Permanente pero en realidad suenan más a Pignoise.

Nuestra mirada, nuestras dudas y nuestra incertidumbre están ahora puesta en ella, además de en qué cojones podemos hacer en cada etapa del desconfinamiento, en cómo será eso de la nueva normalidad. En si puede algo nuevo ser normal y en si es posible que algo normal sea nuevo. Qué índices de paro veremos, qué se refundará de esta crisis -en 2008, recordemos, fue el capitalismo y menuda refundación-, cuánto nos durará el curro y si habremos aprendido algo. Como sociedad y/o como individuos.

Desde hace siete semanas, casi 50 días, muchas de mis conversaciones hablan de ello. De si sacaremos algo en claro de esto, de si estaremos aprendiendo algo, particular y comunitariamente. De si nos habremos dado cuenta de que el mundo globalizado tiene exigencias globales pero no respuestas ni garantías mundiales. De si este virus aceleracionista, que ha hecho que evidencias que ya venían manifestándose se confirmen -que el teletrabajo era posible, que las grandes ciudades no son un sitio para vivir si lo que uno quiere es vivir, que lo de antes, ese no tener tiempo, ese autoexplotarnos en nombre de la realización normal normal tampoco era, que al final las cosas que importan son muy pocas y muy simples, que no somos, ni mucho menos, nuestros trabajos, que las clases no solo existen sino que importan y que también importa la familia- nos habrá hecho, al menos, pensar un poco.

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No tengo una respuesta clara. Nadie la tiene, supongo, y supongo que es porque si esto nos ha enseñado algo o no lo veremos con la llegada de esa nueva normalidad de la que no para de hablar Pedro Sánchez. Los hay más optimistas y los hay más pesimistas. Yo me decanto un poco por el segundo bando. Lo pensaba ayer mientras limpiaba, que esa es otra de las cosas que he hecho mucho a lo largo de estas siete semanas, limpiar. No sé cómo será la nueva normalidad pero a mí me va a pillar con el piso como los chorros del oro. El caso es que me dio un ataque de realidad, con la fregona en la mano y recordando las palabras de esa misma mañana de Iglesias en el Congreso, el corte en el que le decía a la bancada de VOX que "ni siquiera eran fascistas sino, simplemente, parásitos".

Aquel discurso me gustó, porque llevaba semanas dándole vueltas a la cuestión, a raíz de lo del Merlos Place y de la conversión de Jorge Javier Vázquez en líder bolchevique. Del sentido y la vigencia Sálvame como katejon del fascismo no voy a hablar porque ya se ha hablado mucho, pero voy a hablar de mi bisabuelo. Se llamaba Hilario y los fascistas lo condenaron primero a la cárcel y luego, cuando se escapó de la cárcel, al exilio. Murió en Francia y cuando veía este tuit de Ada Colau en el que se refería al presentador de Telecinco como alguien que "le había callado la boca al fascismo" por decir que el suyo era "un programa de rojos y maricones" pensaba en él, en mi bisabuelo, que era rojo de verdad, y en los fascistas que lo condenaron primero a la cárcel y luego al exilio, que también eran fascistas de verdad. Y me preguntaba qué pensaría de nuestros rojos y de nuestros fascistas y me respondía a mí misma que seguramente se reiría y que vale que "la historia se repite dos veces, primero como tragedia y luego como farsa", pero que de ahí a que la farsa implique a una mujer en bolas haciendo un cameo en una videollamada que de para tres días de debates académicos hay un trecho.

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Me acordé también, mientras echaba el Xanpa al cubo, de las lágrimas de Ayuso y de la que le cayó por llorar en misa, por ir a misa incluso, sin creer siquiera ella en Dios, sin ser ella nada de eso. Y de cómo, cuando la política en particular y el mundo en general se tornan una especie de partido de fútbol y nosotros una suerte de hooligans, nos resulta imperdonable que el otro sea humano. A Ayuso se le pueden reprochar muchas cosas, se le puede y se le debe echar en cara que lleve casi dos meses alimentando a los niños madrileños más necesitados a base de pizzas y que encima nos tome por gilipollas diciendo en la Asamblea que qué pasa con las pizzas, que a los niños les gustan. Se le pueden -y se le deben- pedir cuentas por haber convertido la sanidad madrileña en un negocio y las residencias en otro, claro. Pero no porque sea humana.

Fregona en mano concluía en que no, de esta no vamos a aprender una mierda, porque en el Congreso y en Twitter seguían hablando de lo mismo, y dale la burra al trigo, seguían hablando de lo mismo con casi 25 000 muertos. Y yo, por mi parte, seguía pensando en lo mismo en mi casa, y dale la burra al trigo, a pesar de los casi 25 000 muertos.

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Esa es otra de las cosas sobre las que he pensado mucho en estas siete semanas, en la muerte. En que nos han pedido que dejemos la vida en pausa, en barbecho, pero también la muerte y sus rituales. Nadie aplaude a las ocho pensando en los enterradores porque nadie quiere pensar en la muerte, decía hace unas semanas. Yo tampoco pensé en ellos, tampoco reparé en ellos cuando, el pasado septiembre, murió mi abuela. De aquel día recuerdo que llovía y a mi primo pequeño Diego, eso ya lo conté en otra de las entregas de este diario, echando un puñado de tierra al chalé, que es como llama mi abuelo al sitio familiar en el cementerio, en el momento en que bajaron la caja. Recuerdo a Diego pero no recuerdo a los enterradores, no los quise ver, les negué la existencia en mi memoria.

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En Diego, que tiene 11 años, también he pensado mucho durante esta cuarentena. Y en Olivia, que es otra de mis primas y tiene 2. Sus primeras palabras las he escuchado por Zoom. También en Carolina, que tiene 6 y con la que hablo, también pantalla mediante, casi cada día, y en mi abuelo, que es como Donald Trump, un poco negacionista del virus. Anda preocupado porque el 13 de julio, que es el día que nos reunimos todos, sus 6 hijos, sus 18 nietos y sus 5 bisnietos, para celebrar su cumpleaños, no figura en la tabla de las etapas de desconfinamiento de Pedro Sánchez. He pensado mucho en la familia y en las cientos de familias que están separadas y que han perdido a alguno de sus miembros por el virus. En los entierros de tres personas con metro y medio de distancia, en el duelo confinado y en que mi única aspiración revolucionaria pasa por tener hijos y que mi abuelo tenga no cinco sino seis o siete bisnietos.

Leía una de estas semanas, no recuerdo ya cuál, un artículo de Alba Rico que hablaba de lo esencial, de cómo esta crisis sanitaria nos había obligado a pensar en ello. Él lo había aplicado a la política, a cómo los que nos gobiernan se habían visto forzados a pensar de pronto en qué era lo esencial para que una sociedad, mal que bien, siga funcionando. Resultó entonces que se dieron -nos dimos- cuenta de que lo esencial ni lleva traje ni corbata ni sudaderas de Vetements sino, con frecuencia, uniforme. Y que había algunas cosas esenciales que habíamos perdido en la conversión de nuestras sociedades productivas en sociedades de consumo y que "tener una fábrica en tu país, aunque sea de coches, es más útil durante una crisis que tener el mejor equipo comercial o de marketing, a los mejores publicistas y a los críticos culturales más agudos. Sorprendente, ¿verdad?"

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Los que no vamos al Congreso todos los días también nos hemos dado de bruces con esa cuestión, la de lo esencial. De pronto nos ha dejado de molestar que no digan "enfermas y enfermos" en la tele, hemos empezado a llamar más a nuestras madres y a plantearnos que tenemos que ir a ver más a nuestros abuelos.

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Creo que esto de lo esencial puede tener algo que ver, también, con que hayan proliferado como setas los diarios de cuarentena como este. Públicos y privados. Es curioso que nos haya dado por escribir cuando nos hemos tenido que confinar, cuando nos han dejado de pasar cosas. Cuando hemos dejado de hacer y hacer y hacer y una pandemia mundial nos ha obligado, simplemente, a ser. A ser sin hacer nada, o nada más que hacer que echar de menos o pan o videollamadas o lecturas que llevábamos meses posponiendo. Que también es curioso eso, esa sensación de que cuando por fin pasa algo parece que pasa menos que nunca y los días se convierten en una concatenación de horas que transcurren despacio y de pronto que nuestro vecino ponga otra vez el puto "Resistiré" o recibir un nude a deshora se convierte en lo más emocionante de la jornada.

También en los nudes pensaba el otro día. Miraba el carrete del móvil, a reventar de selfies y de fotos de comida y me decía a mí misma que menuda papeleta y menuda épica cuando por fin cumpla con mi única aspiración insurreccional que es la de tener hijos y esos hijos crezcan y me pregunten que cómo fue eso de la pandemia mundial. Entonces les tendré que enseñar esas fotos, qué remedio, y les tendré que decir: "pues mirad, niños, estas fotos son de cuando nos vino un coronavirus y nos tuvimos que confinar durante meses".

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"Nos las hacíamos, desnudos o vestidos, y las mandábamos por el WhatsApp. Veíamos series, veíamos series todo el rato y hablábamos sin parar por videollamada y cada día decíamos cuatro cosas por Twitter y nos íbamos a acostar como si aquello hubiera sido Las Navas de Tolosa, con la euforia del guerrero y la tranquilidad del deber cumplido. Hacíamos retos virales con cosas que teníamos por casa, con rollos de papel, que por cierto al principio se acabaron, con harina, que también se acabó cuando a la gente le dio por hacer pan y masas de pizza, y también ocupábamos nuestro tiempo en hacer directos de Instagram mientras fuera se celebraban miles de entierros de tres personas por caja de pino".

"Nos echábamos la culpa los unos a los otros todo el rato: primero fueron los madrileños, si es que existía tal cosa., luego los dueños de los perros, después los de los críos y más tarde los de los paseítos y los runners, que eran gente que corría por la calle con ropa color flúor y accesorios caros para el iPhone. Los últimos culpables fueron los de Benidorm, que como llegaron antes que el resto a la fase 3 pues petaron las playas, y entonces los madrileños cargaron contra los levantinos y aquello fue justicia poética. No preguntéis, hijos, ni por los runners ni por qué nos echábamos la culpa los unos a los otros".

"¿Y después?", me preguntarán los críos, cumpliendo con mi requerimiento de no preguntar por lo otro porque ya sabéis que esto va a poner la autoridad y la obediencia en valor. "¿Qué pasó después?", insistirán, ante mi silencio. Entonces suspiraré un poco, probablemente deje la mirada perdida en el horizonte durante unos segundos, con ellos en el regazo, y arrancaré cabizbaja: "Pues después… después llegó la nueva normalidad".

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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