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Cultură

Los últimos días de mi padre

No hablé con mi padre durante la mayor parte del último año en que estuvo vivo. Era una forma de autoconservación.

Ilustración de Joe Denardo

Antes de su muerte, mi padre regresó de Las Vegas a Michigan. Mi hermana le encontró un apartamento de un dormitorio que él podía permitirse con su paga de la Seguridad Social. Con el dinero que le quedó compró una cama, un sofá y un televisor nuevos, y mi hermana le devolvió las cosas que le había guardado en su sótano mientras él estaba en Las Vegas. Le ayudó en su nuevo apartamento desempaquetando, instalando el teléfono y el lavadero, etc. Mi padre ya no podía ocuparse él mismo de muchas de estas cosas, así que mi hermana asumió casi todo el trabajo.

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Hacia el final de su vida, mi padre tenía dificultades para caminar. Esto se debía en parte a su peso y en parte a que había desarrollado espolones óseos en los pies (causados en parte por su peso). Los espolones eran la respuesta de sus pies a habérseles pedido transportar demasiado peso. Empezaron a crear hueso extra para soportar las libras de peso extra. Sus pies fueron los únicos que hicieron algo sobre el peso de mi padre.

Mi padre tenía varios bastones y andadores para ayudarle a moverse, pero su dificultad para caminar implicaba que en ocasiones no pudiera abandonar su apartamento durante días o semanas. En estas ocasiones, mi padre hacía listas de las cosas que necesitaba –en su mayoría comestibles– y mi hermana se las compraba, las llevaba a su apartamento y las disponía para él.

Justo después de su regreso a Michigan empezó a llamarme todos los días, y todos los días hablaba con él un rato. Sin el casino, no tenía mucho que hacer en su apartamento más allá de comer y ver la televisión.

En Michigan, algo cambió dentro de mi padre, que volvió a comportarse de forma vil. Por lo general, su vileza se manifestaba en simples insultos y réplicas con intención de corregir o rebajar casi cualquier cosa que yo dijera, lo mismo que cuando era niño. Esta vez, sin embargo, mi padre resultaba patético de un modo que me permitía ignorar que las cosas que decía iban dirigidas a mí. Por encima de todo parecía solo, y hablar con él por teléfono era una forma sencilla de hacerle compañía.

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En ocasiones mi padre se quedaba dormido durante estas llamadas. Daba igual quién estuviera hablando. A veces su voz se iba apagando hasta convertirse en un murmullo, y después le oía ponerse a roncar. Otras veces parecía como si me estuviera interrumpiendo, pero entonces oía que estaba roncando. Las más raras eran cuando simplemente oía el auricular chocando contra el suelo y después nada excepto ruido de fondo.

Las primeras veces que pasó esto grité el nombre de mi padre hasta lograr despertarle. Al cabo de un tiempo simplemente colgaba el teléfono. Por lo general él no volvía a llamarme hasta el día siguiente.

Mi padre también empezó a sentirse confundido o a desvariar durante las conversaciones. A veces me llamaba por el nombre de su difunto hermano, Kenny. Otras, por el de su hermano aún vivo, Walter. De vez en cuando era el nombre de uno de mis primos, Butch. Siempre me hizo pensar que él hubiera querido un hijo diferente.

En una ocasión, sin venir a cuento, mi padre se puso a hablar de perritos calientes y pistolas. En otra, empezó a pedirme comida china para llevar hasta que le interrumpí.

En otra de esas ocasiones, mi padre empezó a gritar, Es un oso. Es un oso. Intenté hablarle, pero no hubo ninguna respuesta. Sonaba como si se hubiera alejado del teléfono, después oí un fuerte golpe de fondo. Cuando mi padre volvió a ponerse al teléfono, le pregunté qué había pasado. Me contestó que había hecho desaparecer al oso.

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Llegó un momento en que las conversaciones telefónicas con mi padre se volvieron tan frustrantes y dificultosas que dejé de responder. Me sentí culpable haciendo esto, y tonto al darme cuenta de algo muy simple: aunque fuera mi padre, no tenía la obligación de hablar con él.

Cuanto menos respondía a sus llamadas, más me llamaba él. En ocasiones llamaba docenas de veces y yo acababa respondiendo sólo para que dejara de llamar. Por desgracia, eso funcionaba sólo durante lo que quedara de día, y a veces hasta se olvidaba de que habíamos hablado por la tarde y volvía a llamarme por la noche, diciéndome las mismas cosas que ya me había dicho antes. No recuerdo haber terminado una sola de estas conversaciones con mi padre sintiéndome yo bien.

No hablé con mi padre durante la mayor parte del último año en que estuvo vivo, y de hecho debería haber dejado de hacerlo años antes. Suponía un enorme descanso. Estaba mucho más feliz no hablando con él que haciéndolo. Era una forma de autoconservación.

Dejé de hablar con mi padre, pero mi padre no dejó de llamarme cada día y dejar mensajes. Al principio los escuchaba, pero casi siempre era lo mismo: Danny, aquí tu padre. Llámame. Casi siempre una afirmación y una orden. Aún seguía intentando decirme lo que tenía que hacer.

Seguí sin responder a sus llamadas. Empecé a borrar sus mensajes sin oírlos.

En cierto punto, mi esposa y yo sopesamos cambiar de número de teléfono. Irónicamente, hacerlo me pareció demasiado ruin.

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Transcurrió casi un año sin hablar con mi padre. Me sentía más tranquilo y me pareció que podía volver a responder a sus llamadas. Hacia las Navidades de 2004, descolgué el auricular y mi padre estaba al otro lado de la línea. Se sorprendió cuando contesté. Parecía entusiasmado por haberme encontrado. Me preguntó qué había estado haciendo y yo le dije que había estado muy ocupado. No volvimos a decir nada más del tema.

En una de nuestras últimas llamadas, mi padre me contó que había estado en la consulta del médico y que había ganado mucho peso. Llevaba años sin pesarse en una balanza casera porque con su barriga no podía ver los números que había entre sus pies, y aunque hubiera podido, su peso excedía la capacidad de marcaje de la balanza. Durante años, mi padre sólo pudo saber cuánto pesaba en la consulta del médico. Esta última vez, sin embargo, no sabía el peso exacto. Había llegado al máximo en la balanza del médico, que marcaba hasta las 500 libras [aprox. 227 kilos –ndt]. Su peso era aún mayor.

La gente verdaderamente obesa se mueve de forma diferente a la gente que no lo está tanto. Por ejemplo, mi padre tenía que levantarse por pasos. Como no cabía en la mayoría de sillas o sillones, a menudo se sentaba en el suelo. Para levantarse tenía que agarrarse a algo de lo que pudiera tirar o empujar; una puerta, una silla o alguna otra pieza del mobiliario. A continuación rodaba hasta quedarse de costado y después se ponía de rodillas mientras empujaba o se agarraba a algo para levantar la parte superior de su cuerpo. Ya de rodillas, podía poner un pie en el suelo y después el otro. Lo siguiente era enderezar las piernas. Una vez sus piernas estaban debajo de él, podía levantar su parte superior hasta ponerse de pie, quedándose así un rato, sin moverse, para descansar y recobrar el aliento.

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Cuando mi padre empujaba contra el suelo para levantarse, no lo hacía con una mano abierta. Lo hacía con el puño. La última vez que lo hizo con la mano abierta se dislocó dos dedos de la mano derecha. Nadie tiene dedos tan fuertes como para sostener semejante peso.

Los brazos de mi padre siempre fueron más grandes que mis piernas. Sus piernas eran realmente fuertes por el mero hecho de levantarse y caminar. Cada paso que daba tenía que aguantar sus más de 500 libras de peso.

Las piernas de las personas superobesas suelen rozarse, así que tienden a echarlas a los lados al caminar. De igual manera, extienden sus brazos de modo que queden a los lados de sus voluminosos torsos. Sus proporciones empiezan a parecer las de un bebé; salvo su cabeza, que en las personas superobesas es una parte muy pequeña de su cuerpo.

Casi todas las personas obesas están encorvadas. Mi padre parecía un poco deforme, con todo ese peso aplastándole. Debió desear poder salirse de su propio cuerpo.

Los brazos de una persona obesa también parecen más cortos. En ocasiones vi a mi padre intentando alcanzar objetos y quedarse perplejo al no llegar sus manos. Debió parecerle una ilusión óptica en la que los objetos se alejaban de él.

A medida que mi padre se fue haciendo más mayor, su pelo empezó a encanecer, pero eso solo hizo que pareciera más y más rubio. Además, su rostro jamás parecía tener arrugas. A medida que se hacía más grande y gordo, su piel se puso tensa, haciéndole parecer más joven de lo que era.

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Después de empezar a hablarnos de nuevo, mi padre volvió a llamarme cada día. En la última llamada telefónica que recibí me dejó su mensaje habitual. No le devolví la llamada porque sabía que volvería a llamarme más tarde o al día siguiente.

Mi padre no llamó al día siguiente y recuerdo que esa noche, extrañado, pensé en ello. Pensé que a lo mejor le había pasado algo, pero después lo olvidé durante un par de días.

Tampoco me llamó el día de mi cumpleaños y de nuevo pensé que quizá le pasaba algo, pero era mi cumpleaños y no quise pensar en ello justo ese día. Para mí era un descanso cuando mi padre no llamaba durante un tiempo.

No me siento culpable por no haber hablado con mi padre durante un año, pero sí por no haberle devuelto aquella llamada. Hubo muchas veces en que pensé que mi padre no iba a tardar mucho en morir, y no murió ninguna de aquellas veces. Empecé a creer que simplemente seguiría haciéndose más y más grande y que su tamaño, de alguna manera, le protegería de la muerte.

Me gustaría poder hablar otra vez con mi padre ahora que está muerto.

Una vez marqué el viejo número de teléfono de mi padre solo para ver si de verdad estaba muerto. De algún modo me parecía posible que contestara. Salió una grabación diciendo que ese número ya no existía.