Bienvenidos a Americana, Brasil
Fotos por Jackson Fager.

FYI.

This story is over 5 years old.

Profundidades

Bienvenidos a Americana, Brasil

La ciudad en donde confederados estadunidenses y la esclavitud aún sobreviven.

Un día en la primavera pasada, cerca de un antiguo cementerio rural al sur de Brasil, un hombre negro llamado Marcelo Gomes sostenía las esquinas de una bandera de la Confederación, posando para una foto de celular. Después de que tomaron la foto, Gomes dijo que no veía problema alguno con que un hombre negro rindiera homenaje a la historia de los Estados Confederados de América (fracción que apoyaba la esclavitud, y fue formada por los once estados del sur de Estados Unidos: Carolina del Sur, Carolina del Norte, Misisipi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana, Texas, Virginia, Arkansas y Tennessee, los cuales se separaron de Estados Unidos entre 1861 y 1865, durante la Guerra de Secesión o guerra civil estadounidense). "La cultura americana es una cultura hermosa", dijo. Algunos de sus amigos tenían sangre confederada.

Publicidad

Gomes se congregó con unos dos mil brasileños en la fiesta anual de la Fraternidade Descendência Americana, una hermandad de descendientes confederados en Brasil, en un terreno cerca de la ciudad de Americana, la cual fue fundada por desertores del sur de EU, hace 150 años. Por lo general el cementerio está vacío, excepto por el vigilante o el extraño adorador en un pequeño mausoleo de ladrillo. El lúgubre silencio del cementerio se vio interrumpido en esa mañana de abril de festa por altavoces en los que sonaba la marcha confederada "Stonewall Jackson's Way" (Thomas Jonathan Stonewall Jackson fue un destacado militar confederado). Brasileños con sombreros de ala ancha y chamarras de cuero como las que usaban sus antepasados presentaban sus respetos.

El sol brillaba a lo largo de kilómetros alrededor del panteón en los campos de caña que fueron plantados por los confederados, quienes rechazaron la Reconstrucción (entre los estados del sur y los del norte) y huyeron de Estados Unidos; un exilio voluntario que la historia estadunidense trató de borrar. Esta diáspora se ha juntado anualmente durante los últimos 25 años. La fiesta que organizan, la cual recibe fondos del gobierno local, es la reunión familiar de los confederados, uno de los últimos enclaves de los hijos del sur no reconstruido.

Los brasileños pasaron al lado de una bandera rebelde (también conocida como "Navy Jack", es una bandera similar a la confederada, sólo que en lugar de ser cuadrada tiene forma rectangular y la cruz es color azul cielo, en lugar de azul marino) marcada con la máxima sureña: Heritage, not hate (Herencia, no odio). Algunos se alinearon en un puestecito donde se intercambiaban reales brasileños por la moneda local de la festa: impresiones de billetes de la Confederación, con valor de un dólar (El tipo de cambio era de uno a uno; la economía sureña aparentemente había sobrevivido. (En el mercado, el real brasileño actualmente se encuentra a 0.36 dólares). Los niños corrían hacia el brincolín. Los más viejos instalaron su vigilancia bajo la sombra de las blancas carpas.

Publicidad

Desde temprano, la fila para el pollo frito (platillo sureño por definición) creció tanto que uno se la tenía que pensar dos veces para decidir afrontarla.

Bajo una carpa, comí algo de pollo y miré a una pequeña y rubia mujer brasileña maniobrar con una enorme falda de crinolina, la cual tenía estampada la bandera de los confederados. Me pregunté qué significaba ese símbolo para ella. Ella se presentó como Beatrice Stopa, una reportera de Glamour Brazil. Su abuela, Rose May Dodson, dirigía la fraternidad confederada. Ella había bailado en la festa desde que era niña.

Le pregunté si para ella existía alguna conexión entre la esclavitud y el sur de Estados Unidos. "Nunca he escuchado de eso", dijo. Ella no estaba segura de por qué sus ancestros se habían ido de Estados Unidos. "Sé que vinieron. Realmente no sé la razón", dijo. "¿Acaso es por el racismo?" Ella sonrió, apenada. "¡No le digan a mi abuela!"

Brasil abolió la esclavitud en 1888, más de dos décadas después del fin de la guerra civil estadunidense. A pesar de que ha habido aparentes reformas desde ese entonces, el país ha tenido que esforzarse para poder librarse de esa figura. El gobierno aprobó leyes que apoyaban la protección de los trabajadores, entre ellas, una reforma constitucional de 1940 que prohíbe que los empleadores sometan a sus trabajadores a "condiciones análogas a la esclavitud". No obstante, mientras que Brasil, a principios del siglo veinte, estaba desesperado por modernizarse, los dueños de granjas comenzaron a llenar a sus asalariados de deudas y a privarlos de su libertad. En años recientes, los inspectores gubernamentales han encontrado brasileños sumergidos en deudas en las granjas de carbón en Goiás, así como trabajadores haitianos que fallecieron en las construcciones de los estadios para la Copa del Mundo 2014 e inmigrantes bolivianos en fábricas explotadoras en el centro de São Paulo.

Publicidad

La ciudad que construyeron los confederados cayó también en este escándalo. El 22 de enero de 2013, el Ministerio del Trabajo de Brasil orquestó una operación en Americana, una ciudad en donde muchos de los confederados se han establecido. La operación encontró inmigrantes bolivianos que manufacturaban ropa para bebé bajo el techo y la supervisión de dos jefes bolivianos. Los fiscales disolvieron la fábrica y, conforme a la demanda, juzgaron las condiciones tan abominables como para tratarse de un caso de esclavitud.

De todas las personas con las que hablé en el festival de Americana, ninguna de ellas había escuchado hablar de esclavitud en su propia ciudad.

Casi todos habían venido a la festa vestidos como estadunidenses, con botas y jeans, playeras de Johnny Cash y con estampados de camuflaje. Los visitantes regateaban en una cabina llena de parafernalia sureña: delantales, edredones, vasos conmemorativos, ejemplares de segunda mano de la Autobiografía de Malcom X. Una voz amplificada llamó a la multitud a que llevara sus sillas al escenario principal, una enorme plancha de concreto con una bandera sobre ella y con las palabras "XXVI Festa Confederada" escritas en la parte superior. El alcalde de la ciudad cercana de Santa Bárbara d'Oesta saludó de mano a algunos de los asistentes y dio la bienvenida a los representantes de los estados que se encontraban presentes. "Es la primera vez que tengo el honor de estar aquí como alcalde", sonrió, inclinándose hacia el micrófono, mientras que los descendientes confederados, tanto con uniformes grises como con faldas de crinolina parados detrás de él, alzaban banderas con largas y delgadas astas de madera. "Pero he estado aquí muchas veces como espectador, como fan". Las banderas de São Paulo, de Brasil, de Texas, de Estados Unidos y de la Confederación se sacudían débilmente en la brisa. "La inmigración estadunidense ha ayudado a construir nuestra región, ha ayudado a construir Santa Bárbara d'Oeste, ha ayudado a construir la ciudad de Americana", proclamó. "Es eso lo que celebramos hoy".

Publicidad

En general, los miles de texanos, gente de Georgia y Alabama que zarparon hacia Cuba, México y otras partes de Brasil fallaron. Se desplegaron en varias ciudades y establecieron plantaciones "malditas" en terrenos de selva. Para 1918, la población ya había disminuido tanto como para ameritar un estudio etnográfico, por lo que la Sociedad Americana de Geografía envió investigadores para que aprendieran sus costumbres.

Pero ése no fue el caso de Americana. Dirigidos por un coronel de Alabama, los colonos introdujeron el algodón y convirtieron el pueblo en una fuente de energía industrial y textil. Durante generaciones sus hijos hablaron inglés arrastrando las vocales, dando el acento sureño. Hoy en día, la ciudad de doscientos mil habitantes se enorgullece de tener el ruedo de rodeo más grande en América Latina. La festa les trae aún más orgullo.

Hombres vestidos de soldados alentaron al público al cantar el himno nacional de Brasil; uno de ellos tocó en la trompeta una desafinada marcha fúnebre. En Estados Unidos, este tipo de reuniones generalmente culminan con una representación de batalla, pero los confederados ofrecieron un programa un poco más sencillo, pues la mayoría de los actos de danza eran encabezados por una celebridad local de barba larga conocida como Johnny Voxx, cuyo sombrero negro, gafas de sol, pantalones impecables de cuero negro y botas de vaquero lo hacían ver como el héroe de un spaghetti western.

Publicidad

Mientras me daba una tarjeta de presentación, Voxx dijo que había buscado un poco en Google antes de aceptar participar en el evento confederado. "Comencé a estudiar solamente para saber si la gente era racista o no", dijo. "Pero como dicen, 'Herencia, no odio'. No estaría aquí si fuera una fiesta para celebrar el racismo". Su inglés era algo corto —lo poco que sabe lo aprendió de canciones y de ver la serie western Bonanza—, y yo me pregunté cómo se escucharía lo que él interpreta como música country. Pero cuando comenzó a cantar "Cotton Fields", el público se duplicó. Su entonación era perfecta, el hombre sonaba como el ícono del country Hank Williams.

No pude evitar traer todo el tiempo a colación las contradicciones históricas, y se las decía a Voxx, a los descendientes y a un grupo de hombres de Americana que tenían un club semanal de westerns. Pero nadie se veía tan incómodo como yo. "Nuestro prejuicio es pequeño comparado con el de otras personas", me dijo Pedro Artur Caseiro, un miembro del club de cine. Le pregunté qué era lo que amaba de los westerns, y él sonrió alegremente con el pecho inflado en un decoro de afección militar, mientras colocaba la mano en su espada de madera. "El bien siempre triunfa sobre el mal", dijo. "Eso es lo que falta hoy en día; la gente no cree en la bondad".

Los verdaderos sureños —entusiastas confederados— han hecho el peregrinaje también. Philip Logan, un alto y corpulento actor de la representación que hacen de la guerra civil, procedente de Centreville, Virginia, inspeccionaba las tumbas mientras deambulaba sobre el jardín: Ferguson, Cullen, Pyles. Nacidos en Texas. Muertos en Brasil.

Publicidad

Acompañado de su novia, una mujer brasileña con un gorrito y una sombrilla, a quien conoció en internet, Logan suspiró. "Esto es casi perfecto", dijo. "Esto es lo que queremos. Yo no le adjudico nada político. Me cae bien la gente negra". Como miembro activo de los Hijos de los Veteranos Confederados, Logan explota constantemente su patrimonio. "Es sólo que existe tanto ánimo", dijo. "Aquí es como que, al ver la bandera confederada, a nadie le importa. Si yo ondeara una bandera rusa, a nadie le importaría".

En la entrada de la festa dos guardias musculosos revisaban a los asistentes de cuello y brazos; en la pared había cuatro fotocopias de papel donde se veían 42 símbolos supremacistas blancos: la SS, la cruz de hiero, la esvástica, KKK… Ellos tenían la instrucción de expulsar de la fiesta a cualquiera que tuviera alguna de estas marcas. En años anteriores, esto había sido un problema.

Mientras la fiesta terminaba y los asistentes caminaban de vuelta a los campos en donde habían estacionado sus autos, le pregunté a Érico Padilha, un local que no es descendiente de confederados, qué pensaba de la conexión entre la Confederación y la esclavitud. "En realidad no me gusta la idea, eso de celebrar algo del Sur, debido a la esclavitud. En realidad no me gusta", dijo. "Pero esta fiesta no es acerca de política, creo. Es acerca de la cultura".

Los confederados huyeron a Brasil por bastantes razones: sus hijos aún pelean sobre cuáles fueron éstas. Durante años, Brasil había intentado igualar el desarrollo de la agricultura de Estados Unidos y Europa, y el emperador Pedro II de Brasil vio en estos desleales sureños una oportunidad de importar a Brasil la prosperidad estadunidense. Él estableció agencias de información a lo largo del Sur y ofreció pasajes subsidiados para cualquier estadunidense dispuesto a emigrar. Casi a diario aparecían en el periódico anuncios de buques fletados, así como casi a diario salían editoriales que se burlaban del plan. Y los confederados brincaron ante la oferta de tierra barata en la cual podían establecer sus plantaciones, pues fantaseaban con restablecer la economía que habían visto derrumbarse en Estados Unidos. Esto sería posible porque Brasil les permitiría quedarse con sus esclavos.

Publicidad

A pesar de que Brasil abolió el comercio de esclavos a mediados del siglo 17, en realidad se tardó más en abolir la esclavitud por completo. Los sureños no habrían sido capaces de producir algodón competitivo sin ella y esto lo sabían tanto los confederados como Pedro II. Incluso antes de la guerra, los sureños habían realizado reuniones acerca de llevar la esclavitud a los campos. Una vez emigrados, algunos prominentes oficiales confederados lucharon para comprar fazendas (haciendas) operacionales que estaban ya llenas de esclavos. El algodón y el tabaco no crecían bien en las tierras brasileñas, pero cosechas establecidas como el café, la naranja y la caña, sí.

Las relaciones de raza en Brasil conmocionaron las sensibilidades confederadas tanto como para mandar a algunos emigrados de vuelta a Estados Unidos. "Los negros, algunos de los cuales admiten que algún día serán nuestros iguales aquí, ya se encuentran ocupando los sectores más honorables e importantes de la sociedad", escribió sobre Brasil un cronista en el Galveston TriWeekly News, tras haber explorado el campo para obtener alguna historia. Añadió: "A pesar de los miedos que tiene el blanco, algún día éste estará depositando su voto en la misma urna que él, lo encontrará no sólo votando, sino también creando leyes —leyes que gobiernen a los blancos que habitan aquí".

"Tan pronunciado era su disgusto", escribe el descendiente Eugene Harter en The Lost Colony of the Confederacy, "que en 1888, cuando un senador se opuso a la esclavitud fue asesinado en la víspera de la emancipación brasileña, los confederados fueron los sospechosos principales". El público, sin embargo, pensó diferente. Lore sostiene que, a más de dos décadas del fin de la Guerra de secesión, hubo multitudes que se reunieron para celebrar afuera del palacio de la Princesa Isabel de Brasil (hija de Pedro II) mientras que ella firmaba la abolición de la esclavitud.

Publicidad

"Nunca tuvimos guerra alguna en Brasil a causa de la esclavitud", me dijo João Leopoldo Padoveze, un confederado cuyos ancestros fueron esclavos alguna vez. Como muchos, él aseveró que la abolición de la esclavitud fue pacífica debido a que Brasil nunca tuvo un problema con el racismo. El concepto de que Brasil es una "democracia racial" ha dado forma a la identidad cultural del país por décadas y funge como un asunto de orgullo nacional. El sociólogo brasileño Gilberto Freyre acuñó este término después de que presenció el linchamiento de un hombre cuando era estudiante en el Sur de Jim Crow (Las leyes de Jim Crow fueron leyes estatales en el sur de Estados Unidos, promulgadas entre 1876 y 1965, y que defendían la segregación racial.). Horrorizado, volvió a casa con una nueva apreciación de su país como un lugar en donde las etnias estaban mezcladas libremente, lo que le sirve de argumento para decir que el racismo en Brasil no existía.

Pero a pesar de que Brasil borró el racismo de su historia, la esclavitud continuó. Los terratenientes, incluidos los confederados con fazendas (latifundios), contrataron trabajadores asalariados para ocupar el lugar de sus esclavos. Posteriormente, estos trabajadores —agricultores empobrecidos— fueron reemplazados por una fuerza de trabajo que incluye a los cientos de miles de esclavos, muchos de ellos inmigrantes, que viven hoy en Brasil.

Publicidad

No fue sino hasta los años setenta que activistas establecieron centros de rescate para trabajadores fugitivos y comenzaron a reunir sus testimonios en un esfuerzo por erradicar la práctica de la esclavitud. Ellos presentaron sus hallazgos —evidencia de miles de trabajadores brasileños cuyos abusos y cautiverio habían sido sistemáticamente tolerados por el gobierno— ante la Organización Internacional del Trabajo y, en 1995, la OIT declaró que Brasil incumplía su propia constitución. La vergüenza obligó al entonces presidente Fernando Cardoso a dar aquel verano un discurso en la radio. "En 1988, la Princesa Isabel firmó la famosa Ley de Oro, la cual debería haber terminado con la esclavitud en este país. Digo 'debería' porque, desafortunadamente, no ha desaparecido", afirmó. Brasil establecería una fuerza especial para encontrar y castigar la práctica de esclavitud en todas las industrias. En las dos décadas posteriores, el gobierno ha amonestado a compañías transnacionales como Zara y ha liberado a 47 mil trabajadores legalmente definidos como "esclavos".

Las "operaciones de inspección secreta" brasileñas, como las llama el folleto de la OIT, son algunas de las más rigurosas del mundo. El país ha reconocido y se ha comprometido a combatir los abusos laborales en una escala en la que pocos lo han hecho. En junio de este año, por ejemplo, activistas ganaron una batalla de 15 años para aprobar una ley que permite que el Estado expropie la tierra de granjas y negocios que practiquen la esclavitud, algo inconcebible en Estados Unidos.

Publicidad

Beatrice Stopa, una descendiente confederada y reportera de

Glamour Brazil.

En una aburrida oficina en Campinas, en São Paulo, el inspector del Trabajo Joao Baptista Amancio deslizó sobre la mesa una pila de reportes acerca del caso de la esclavitud en Americana. La operación había concluido con un gran y extraño éxito. Su oficina había seguido el caso hasta el final de la cadena de suministros e impuso multas por 95 mil dólares a Lojas Americanas, la marca nacional que vendía ropa. A pesar de que los operativos antiesclavistas de Brasil son de los mejores del mundo, resolver un caso con éxito es un proceso lento y complicado. Las condiciones laborales tienen que ser demasiado escandalosas.

Amancio, un burócrata de tono dulce vestido con tenis Reebok y pantalones caqui, estuvo en la redada junto con otro inspector, cuatro policías federales, un fiscal y un juez. Estaban siguiendo un caso de 2011 en el que habían encontrado seis indocumentados bolivianos produciendo ropa en una maquiladora casera y habían decidido no tipificar el trabajo como esclavitud. Ellos querían asegurarse de que la fábrica se había mantenido cerrada.

En lugar de eso, encontraron a cinco bolivianos haciendo ropa para bebé en un destrozado cobertizo con paredes cuarteadas y humedad ocasionada por la lluvia, además de un techo mohoso que se estaba cayendo. Cuatro mujeres jóvenes compartían una mugrienta celda de concreto con literas improvisadas y con sus prendas de vestir regadas en el piso y en las camas. No tenían mobiliario alguno; no podían cerrar sus puertas. Amancio dijo que trabajaban 12 horas al día, seis veces a la semana produciendo grandes cantidades de ropa en máquinas de coser defectuosas. Tenían un sueldo, pero se les pagaba irregularmente y éste se basaba sólo en qué tanto producían.

Publicidad

Dos de las empleadas huyeron cuando el Ministerio del Trabajo visitó el lugar. La oficina de Amancio nunca las encontró; él sospecha que escaparon a São Paulo. Las huidas no son raras, me dijo Amancio. Los supervisores de las fábricas atrapan a los trabajadores en condiciones abusivas al convencerlos de que las autoridades brasileñas los deportarán por trabajar de manera ilegal, aun cuando Brasil acepta a trabajadores migrantes bolivianos como parte de un tratado de libre comercio.

"Ellos temen ser atrapados por las autoridades", agregó Amancio. "Es eso lo que los mantiene allí. Ellos sólo confían en el empleador, la persona que los explota, quien, a su vez, explota ese miedo". Las tres que se quedaron en la fábrica de Americana dijeron que era Gabriel Miffa Alanes, su supervisor, el contacto de emergencia ante el Ministerio.

Las empleadas casi no hablaron. Se encorvaron frente a sus máquinas con los pies expuestos, miraron hacia el piso y evitaron contestar preguntas. Ellas lanzaban miradas a Alanes buscando señales y lo veían con lo que ellos llaman "terror reverencial". Pero el punto clave se encontraba en la puerta. Cuando las autoridades le pidieron a las trabajadoras que les mostraran las llaves que usaban para entrar y salir de la fábrica, nadie pudo ofrecer una. La puerta se cerraba por dentro, lo que mostraba, según los inspectores, que Gabriel Miffa Alanes mantenía a las empleadas atrapadas en el interior.

Publicidad

Una colonia a las afueras de Americana.

El caso de Americana es algo típico de Brasil. Coincidía con la historia de otro inmigrante boliviano que conocí una noche afuera de un restaurante peruano, cerca de una franja llamada Cracolândia, una zona plagada de drogas en São Paulo. Edwin Quenta Santos trabajó aquí como mesero, en lo que fue su primer trabajo real desde que escapó de la violenta maquiladora de su primo en Guarulhos, cerca del aeropuerto de São Paulo. Él vivía en un dormitorio sin ventanas e infestado de ratas cerca del restaurante y dormía en una cama infantil de plástico con forma de auto de carreras. Él aún no estaba trabajando legalmente y percibía el salario mínimo, aun cuando trabajaba más horas después de su spuesta hora de salida. "Podríamos decir que es un poco como esclavitud", dijo dejando escapar una risa.

Edwin se refería a su historia como "testimonio"; nunca había hablado con la policía, ni le había dicho a su esposa ni a sus hijos lo que había soportado. Había seguido adelante, pero después escuchó rumores de que su primo Severo Oyardo Santos había abierto una fábrica explotadora de nuevo. Él quería que su gente entendiera por completo lo que había hecho Severo.

En 2009, Severo visitó a Edwin en La Paz, Bolivia. Severo había vivido en São Paulo por casi diez años y Edwin estaba sorprendido de lo bien que parecía irle. Él presumió que tenía una fábrica que estaba creciendo y buscaba más personal. Le dijo a Edwin que podía triplicar sus ingresos si se mudaba a Brasil a trabajar. Edwin dijo que le pidió quinientos reales prestados (unos 180 dólares) a Severo para un boleto de avión y otros quinientos reales adicionales para sacar a su familia de apuros hasta que pudiera enviarles su primer cheque.

Publicidad

"Pensé: Bien, si me está prestando quinientos reales así como así, significa que todo va a estar bien por allá", dijo Edwin.

Cuando Edwin llegó a São Paulo, traficantes pagados conocidos como gatos se le acercaron mientras esperaba con su maleta a su primo. Los gatos se aprovechan de bolivianos sin conexiones que llegan al país ofreciéndoles trabajo en maquilas de ropa sin licencia, escondidas detrás de casas u oficinas. Este tipo de trabajo —explotación dispersa y a pequeña escala, en vez de tortura obvia en los campos— está prosperando. El año pasado fue el primero en la historia de Brasil en el que se hallaron más focos de esclavitud en la ciudad que en el campo. "Se ofrecieron a pagar mi hotel, dijeron que tenían espacios disponibles para trabajar. Ellos seguían ofreciendo", dijo Edwin. "Luego llegó mi primo".

Severo llevó a Edwin a su propiedad cerca del aeropuerto y lo presentó a los más o menos veinte miembros de la familia extendida, que ya se encontraban trabajando allí. Ellos hicieron una pequeña fiesta de bienvenida en la estrecha cocina. La casa de cemento era de tres pisos y no tenía puerta delantera, sólo una cochera enrejada y cerrada con candado bajo llave, misma que Severo mantenía escondida. Severo estacionaba su auto en la calle, reservando la cochera como casa para sus perros guardianes. Si Edwin quería realizar la única salida semanal que su primo le permitía, tenía que escalar la pared trasera y asegurarse de haber regresado antes de ser atrapado. Él sabía la clase de castigo que su primo podría infligirle; recordó haberlo visto golpear a sus hijos. "Él es más grande que yo", dijo Edwin.

Publicidad

Los trabajadores seguían un horario estricto: levantarse a las cinco y trabajar hasta media noche, a veces teniendo sólo un receso de 15 minutos. Tomaban agua de un pozo lleno de lama. Seis personas dormían en el piso de hasta arriba de la propiedad o incluso en el mismo cuarto de máquinas; hacían la maquinaria a un lado en la noche y metían colchonetas. Edwin no sabía cómo hacer ropa, así que empezó limpiando y cocinando mientras el resto de los miembros de la familia cosía.

Según Edwin, cuando le pedía dinero a su primo, éste le gritaba que era Edwin quien le debía dinero. Ellos hablarían del salario sólo una vez que Edwin hubiera pagado un poco de la deuda que tenía por el boleto de avión y el préstamo. Severo era evasivo y solía mentirles a los miembros de la familia que querían liquidar sus cuentas, ya que se negaba a pagarles su salario completo. Durante el tiempo que Edwin estuvo en la fábrica, el único trabajador que logró persuadir a Severo de que le diera el dinero que le debía fue un primo con papeles, quien había amenazado con denunciar a su jefe con la policía federal si éste no le pagaba y lo dejaba ir.

Edwin tuvo problemas para aprender a coser. Era torpe con las máquinas y rompía las telas. Le tomó un mes hacer lo que sus primos podían hacer en cuatro días. Un empresario que se asoció con Severo se aparecía en la casa de vez en cuando y exigía que la producción fuera más rápida. "Si mi primo decía que no podía hacerlo, él contestaba: 'Ése es tu problema, tienes que tener todo para mañana'", me contó Edwin. En esas noches, él y sus primos no dormían.

Publicidad

Su familia en Bolivia le rogaba que les enviara dinero. Eventualmente rentaron una casa más barata y su esposa sacó a los hijos de la escuela privada. Edwin mintió cuando su hijo e hija le preguntaron cómo le estaba yendo; él se sintió demasiado avergonzado para admitir su situación. "Imagínate que vengo de Bolivia con un buen plan para superar el bajo estilo de vida de mi familia", explicó Edwin. "Imagínate cómo hubieran reaccionado mis hijos, o mi esposa, o mis padres. Es por eso que me contuve. Me sentí incapaz de hacer cualquier cosa".

Cada vez se volvió más obvio que Severo no tenía intención alguna de compensar a nadie de manera justa, por lo que lentamente todos dejaron de trabajar. Si un primo o sobrino decía que se quería ir, Severo les decía que empacaran sus maletas. Los subía a su auto y los dejaba sin un centavo en la estación de autobuses en Guarulhos. Edwin no sabía a dónde había ido cada quien. Él esperaba, aún con deudas y sin conexiones en Brasil, mientras que el trabajo en la fábrica se alentaba y, poco a poco, se detuvo por completo. Gradualmente sólo él y los hijos de Severo se quedaron. Después, una tarde encontró sus maletas empacadas en la acera. Edwin durmió en los vestidores de una cancha de futbol durante tres días, reponiéndose un poco antes de ir a São Paulo a buscar trabajo. Finalmente se dirigió al restaurante peruano cerca de Cracolândia.

Publicidad

La tarde después de que conocí a Edwin, me dirigí al terreno de Severo en Guarulhos y esperé a que estacionara su auto. Un hombre robusto con cara de pug azotó la puerta y se dirigió contoneándose hacia la cochera enrejada.

"¿Quién me está juzgando?", reclamó cuando le pregunté si era el dueño de una fábrica. "Tengo que saberlo". No había fábrica alguna dentro, dijo, sólo sus hijos que acababan de volver de la escuela y uno o dos primos de visita. Me enseñó su casa. En el segundo piso había un cuarto solo, con azulejos blancos, lleno de máquinas de coser relucientes. En el rincón había un bote lleno de fieltro. No había nadie trabajando, pero las máquinas estaban en fila.

"Todas son mentiras inventadas por gente celosa y buena para nada", dijo Severo.

Le pregunté por qué había tantas máquinas en el interior si no estaba dirigiendo una fábrica. Hubo una en el pasado, confesó. Pero ya la había cerrado.

"Las costureras sólo quieren trabajar poco y ganar mucho, y eso no puede ser, ¿sabes? Por eso fue mejor terminar con eso".

El territorio de Severo Oyardo Santos en Guarulhos, Brasil, en donde Edwin Quenta Santos estuvo secuestrado en condiciones similares a las de un esclavo.

La mañana después de la festa de los confederados manejé 48 kilómetros desde el antiguo cementerio sureño para dirigirme a la fábrica dirigida por Gabriel Miffia Alanes y Eusebia Villalobos Tarqui, la pareja boliviana de Americana que había sido acusada de tener esclavos. El GPS me llevó hasta un lote demolido con el contrachapado esqueleto de acero que una casa en la cima. En el rincón vi un edificio malhecho de dos habitaciones con paredes café claro, del mismo color que la tierra. Me pregunté, mientras me acercaba a un hombre con un sombrero de cubo y botas de trabajo, si esa choza había sido la fábrica.

Publicidad

El hombre me miró con ojos entreabiertos mientras le preguntaba qué estaba haciendo. Desconcertado, me contestó que estaba trabajando en la construcción de un banco. Él no sabía que allí había habido una fábrica, pero había algunos bolivianos viviendo en la casa de enfrente justo en ese momento. Él no sabía nada de ellos —quiénes eran o si trabajaban—, pero éstos sólo salían en la mañana y en la noche. Los bolivianos pasaron cabizbajos cerca de nosotros, sin saludar.

Tuve que tocar la puerta de metal de una casa con pintura roja oxidada durante varios minutos hasta que se asomó un hombre con cabello negro y mejillas amarillentas. Su antebrazo, metido en el bolsillo de sus shorts, mostraba el dibujo de un escorpión. Detrás de él había una cuerda frente a una pared de concreto de la cual colgaba ropa de bebé.

Le pregunté si había habido una fábrica en su casa. "Sí", dijo. "Pero ha estado cerrada desde hace tiempo". Oficiales del gobierno habían ido hace varios meses. "No hubo problemas", dijo. "Todos tenían sus papeles en orden".

Cuando le pregunté si había escuchado algo acerca de que hubiera esclavitud cruzando la calle, se enfureció. "No es esclavitud", dijo. "Cuando llegué de Bolivia, trabajé desde las siete hasta la media noche. Yo quería trabajar todas esas horas. El dueño nunca me forzó. Si trabajaba como un brasileño, de siete a cinco, no ganaba dinero suficiente".

Publicidad

Aprovechando eso, traje a colación a Alanes, el vecino boliviano sorprendido con esclavos en su fábrica el año pasado. ¿Él lo conocía? Dudó y luego dijo: "Ése soy yo".

Por supuesto. La dirección que estaba buscando —la de los archivos del Ministerio— llevaba a la casa en donde Alanes y su familia dormían. Ésta era su lugar de trabajo; la fábrica al otro lado de la calle, donde supuestamente mantenían encerrados a los trabajadores. Un año después, el Ministerio hizo una redada en la fábrica de Alanes en la que liberó a los empleados y ligó exitosamente este caso con una cadena a nivel nacional; la fábrica se mantuvo en pie y Alanes aún se encontraba dentro de ella.

Alanes desapareció dentro de la casa, pero poco después llegó a la puerta una mujer usando una dona en el cabello; era Tarqui, su esposa. Ella explicó la situación: las únicas personas que trabajaban en la fábrica en estos días eran ella y su esposo. Ellos fabricaban shorts para una escuela privada de São Paulo, pero si mostraban el logo perderían su negocio, lo cual era algo que no podían permitirse. Tras haber aclarado eso, ella abrió la puerta y me hizo señas de que la siguiera.

Un pasillo de concreto llevaba a través de pequeños cuartitos de bloques de hormigón hasta llegar al final del lote, a un enorme pabellón afianzado con postes de madera contrachapada. Telas, envolturas de plástico y cajas de cartón cubrían el suelo. Dos pósters laminados descoloridos —uno con una vieja alineación del Palmeiras, un equipo de futbol de São Paulo y otro con una foto aérea de las montañas de La Paz— estaban sujetados con tachuelas a las paredes manchadas por la humedad. Del techo colgaban instalaciones eléctricas. Parte de éste había colapsado y se podía ver el cielo. Una docena de máquinas de coser descansaba sobre mesas de juego.

Tarqui volteó hacia mí en la esquina del cuarto, levantó un par de shorts escolares de color rojo y fabricados de nylon y se cruzó de brazos. Dijo que la escuela pagaba noventa centavos por par y que ella y su esposo fabricaban cerca de dos mil por semana. A cambio, sus hijos podían ir a esa escuela. Ella insistía en que sus hijos nunca trabajaban. (Amancio, el inspector de trabajo, dijo que él sospechaba lo contrario).

Tal como lo cuenta Tarqui, ella comenzó a manejar la fábrica por accidente. En 2001, ella se mudó a Brasil debido a la invitación de una conocida boliviana que se había casado con un hombre brasileño y necesitaba una niñera. Ella abordó un autobús y enfrentó un viaje de dos días hacia São Paulo. Eventualmente dejó el trabajo de niñera para trabajar en una fábrica; después de un rato, ella y su esposo abrieron una propia. Ellos aceptaban contratos en los que tenían una semana para hacer mil pares de shorts. Incapaces de hacer el trabajo por sí solos, acostumbraban ir a buscar bolivianos en la plaza de la ciudad. Contrataron a uno, luego a otro, y ya para 2011, el Ministerio del Trabajo estaba golpeando a su puerta.

"Aquí me siento un poco perdido", me dijo Alanes. "Cansado también".

El Ministerio obligó a HippyChick Moda Infantil, la compañía que vendía la ropa de Alanes y Tarqui a Lojas Americanas, a pagarles tanto a los trabajadores como a los dueños de la fábrica indemnizaciones por despido y por "daños morales". Pasaron más o menos cinco días para que HippyChick les pagara a los trabajadores. Posteriormente, estos abordaron autobuses y se fueron para siempre. Alanes no tenía idea de a dónde habían ido. Son estas ausencias, más que nada, las que marcan el registro del gobierno brasileño del caso de Americana, así como de sus operativos a gran escala contra la esclavitud. Los trabajadores no dieron testimonio y no dejaron huella alguna.

En cuanto a la cerradura y la llave: al principio, Alanes dijo que el Ministerio estaba mintiendo. Más tarde, por teléfono, Tarqui admitió que habían mantenido la puerta cerrada, pero insistió en que los empleados tenían acceso a una llave. Ella dijo que alguna vez habían sido asaltados. En noviembre del año pasado, el Poder Judicial de Brasil abrió un juicio penal contra Alanes por haber mantenido a los empleados en condiciones análogas a las de la esclavitud, un delito que es castigado con apenas ocho años en prisión.

Gabriel Miffia Alanes sigue operando una fábrica casera aún tras haber sido acusado en 2013 de esclavismo.

Daniel Carr de Muzio, el genealogista confederado de facto, abrió de par en par la pesada puerta de madera de su casa en un terreno enrejado de diez años de edad llamado Jardim Buru, en las afueras de São Paulo. Una pick-up con una bandera confederada se encontraba estacionada en la entrada. De Munzio creció en Brasil sumergido en su herencia familiar de confederados. Su abuela se refirió a Abraham Lincoln como "ese hombre" hasta el día en que murió y su abuelo tiraba a la basura las cartitas de béisbol que mostraran a jugadores negros. En su adultez, De Munzio se mantuvo devoto a sus raíces estadunidenses y ganaba dinero traduciendo del inglés al portugués y hablaba con un lento y flojo acento sureño.

Dentro de su casa, una guarida con candelabros abría paso a ventanas del tamaño de la pared que daban hacia un jardín trasero lleno de eucaliptos y variedades subtropicales de limón. En una alacena, al lado de una charola de vidrio llena de licores se erguían tres banderas miniatura: la de Brasil, la de Estados Unidos y la de la Confederación. Mientras caminaba por toda la casa en shorts de cuadros y playera, De Muzio presumió su colección de recuerdos familiares y de la Confederación —libros, papeles y viejas fotos arrugadas—. Una copia llena de manchas de Facts the Historians Leave Out: A Youth's Confederate Primer (Hechos que los historiadores dejan fuera: un manual para la juventud condefederada") descansaba cerca de su computadora junto a un libro llamado Lost White Tribes ("Las tribus blancas perdidas"), en el cual aparece él.

Sentado en su porche trasero meciéndose en su silla, mirando su verde jardín, De Muzio intentó desengañarme de la noción de que los confederados vinieron a Brasil a seguir practicando la esclavitud. Los esclavos no tenían a dónde ir después de la Guerra Civil, me dijo. Brasil parecía una gran opción. "Estoy seguro de que llegaron voluntariamente", dijo. "Esta gente, tú sabes, fue criada por sus amos —y ellos sabían poco cómo ingeniárselas por sí mismos—. Probablemente ellos tenían demasiado miedo de estar solos".

Cuando le pregunté a De Muzio si había escuchado hablar de la esclavitud contemporánea en Brasil, contestó que sí, que sobre todo haitianos que realizaban trabajo de albañilería y bolivianos en maquiladoras. Arrugaba el entrecejo mientras echaba carbón de eucalipto en la estufa. "Ahora, eso no tiene nada que ver con nosotros", dijo.

Hoy en día los confederados son, en su mayoría, brasileños de piel clara y de clase media-alta: el legado de los pocos sureños que fueron exitosos en preservar un simulacro de sus destrozadas plantaciones. Ellos celebran una mitología que apenas compite con el pasado y que se mantiene ciega aun ante su propio presente.

En la festa conocí a Cindy Gião, quien era visitante y no descendiente. Ella dijo que no sabía casi nada de la Confederación. Ella había llegado por invitación de un amigo de su padre, Robert Lee Ferguson. Gião supuso que ella era de herencia italiana, española, portuguesa y tal vez alemana. Sin embargo, no podía decirlo con seguridad, como tampoco podía la mayoría de sus amigos. Nadie sabía, me dijo, "porque está bastante mezclado". Es por eso que los brasileños envidian tanto a los confederados, quienes tienen una conexión con su pasado.

Para los confederados, el legado del Sur es de pura inocencia y no de castigos. Su Confederación es una colección de sonidos, palabras e imágenes: una canción de Johnny Cash, un western, una bandera.

La amargura blanca sureña se ha convertido en algo kitsch, o incluso en negación y olvido. Esta es la ceguera que hoy vuelve invisible a la esclavitud.

"Los brasileños no estamos muy familiarizados con nuestra historia", dijo Gião. "Lo aprendimos en la escuela, pero no tenemos fiestas para celebrar lo que nuestros ancestros hicieron por nosotros". Poco después, ella se giró hacia el escenario a escuchar una interpretación de "Summertime" de Porgy and Bess y a mirar a un hombre alzar la bandera de Brasil junto con una de las Barras y las Estrellas.