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Música

Bestias salvajes, salvajes bestias: Wild Beasts en México

¿Saben qué experiencia crea el grupo inglés en vivo? Una que hace escurrir a la audiencia, gritar a todos como histéricos y crear una enorme capacidad de deseo.

¿Recuerdan aquel fragmento en el Libro del desasosiego donde Fernando Pessoa escribe: «El ambiente es el alma de las cosas»? Seguro no; pero poco importa. Resumo: al detenerse para observar una mesa Pessoa demuestra con abrumadora sencillez que absolutamente todo proviene de un afuera anómalo. ¿Recuerdan ahora lo sucedido el sábado por la noche cuando un grupo de Kendal, Inglaterra ahondó en el alma de las cosas para provocar alaridos y gritos de cierta devoción en mujeres y homosexuales por igual?

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Me cuento entre aquellos que prefieren callar y observar la mesa a pegar un chicle debajo de ella. Eso no implica que alguna de las dos acciones esté mal; sino que una vez estamos sumergidos en cierto ambiente todo lo que llamamos impresión no es más que el conjunto de nuestras consideraciones sobre el ambiente mismo. En este sentido, disfruto la música de Wild Beasts, porque conjura a su vez el deseo más animal y un pensamiento refinado. La maniobra es por sí misma difícil de ejecutar en estudio, y para Wild Beasts ha sido un proceso largo proceso –cuatro álbumes, uno de ellos horrible– para entender finalmente que lo suyo no es realizar pop para adultos contemporáneos. De alguna forma, la explícita masculinidad de sus discos ha dejado de ser la caricaturesca imagen de los chicos valientes que buscan ligarse a todas las morritas en el viejo pub para adquirir una resolución más clara: su tema es el deseo y la impresión sexual de éste.

El concierto comienza tal como debe comenzar: una paleta de sonidos diluida hasta la incertidumbre. Justo cuando todo el ambiente de torna resbaladizo, Chris Talbot levanta la que posiblemente constituye la mejor observación de la banda en cuanto a la naturaleza devota del deseo: “Reach a Bit Further”. A partir de ese momento está claro que las intenciones del grupo son parecidas a las de varios otros grupos: estremecer a su audiencia, ofrecer las canciones tal como existen en estudio y aniquilar los límites entre público y artista. Sólo hay una ligera diferencia, estos tipos realmente lo consiguen.

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Bastaría con citar algunos momentos clave en la realización del concierto, como “Loop the Loop”, “Albatross” o “Sweet Spot”, para demostrar el conocimiento que tienen de sí mismos como conjunto. Bastaría con recordar los ebrios arrebatos de Hayden Thorpe aprendiendo a sustituir su “cheers” por nuestro “salud” mientras levanta su copa y nos repite: “Hace mucho tiempo esperábamos esto”, para entender el compromiso que sostienen con esta noche.

Sin embargo fue hasta el encore, consistente en tres piezas, que la presentación de Wild Beasts adquirió tintes extraordinarios. “Wanderlust”, “All the King’s Men” y “Lion’s Share” parecen corresponderse precisamente como una microscópica visión del trabajo de Wild Beasts. La primera inaugura su más reciente álbum y presenta un visión más equilibrada de su música tanto en vocalización como en instrumentación; la segunda es simplemente el mejor anzuelo musical que hayan logrado, es vistosa, tiene un coro ridículamente atractivo y resulta –según me di cuenta esa noche en El Plaza–, que se puede bailar. La tercera no podría emular la prepotencia de la primera o la popularidad de la segunda, así que hace algo diferente: decanta el drama de la más sabia y cuidada composición del cuarteto en la más noble culminación a la que pueda aspirar un concierto de este tipo. Es simple, en “Lion’s Share” hay suficiente pasión como hacernos pensar que estos tipos podrían follarse una podadora y hacerla sentir amada.

Básicamente, ése es el ambiente que crea Wild Beasts.