Así se ve la Venezuela que no aguanta más la crisis
Todas las fotos: Joris van Gennip

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Así se ve la Venezuela que no aguanta más la crisis

REPORTAJE | El fotógrafo Joris Van Gennip nos muestra varias caras de la realidad venezolana.

Cheo, nuestro apañador, está corriendo de un lado a otro de la puerta de la cárcel. Joris y yo estamos un poco más lejos, en la calle, esperando en suspenso sobre el capó de nuestro carro. En la calle de enfrente empieza a formarse el mercado diario, un ir y venir de visitantes y vendedores que se ubican delante de la puerta de la prisión más famosa de Venezuela.

Ayer, cuando la visitamos, las cosas no salieron como habíamos planeado. No era la primera vez que íbamos a la prisión de Tocorón. A pesar de que creíamos que todos habían sido sobornados correctamente, la Guardia Nacional que patrulla afuera de la cárcel confiscó todos nuestros equipos. Y, cuando nos fuimos, no nos los devolvieron.

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Cheo, el guía de Joris y Michel.

Más tarde, y después de una serie de llamadas entre nuestro apañador y algunos presos, nos dijeron que el jefe de los presidiarios había recuperado nuestras cosas de la Guardia Nacional y que podíamos reclamarlas en las puertas de la prisión esa misma tarde.

Tocorón, una cárcel para 750 presos, fue construida en 1982. Hoy en día alberga a 7500 personas. Ni los guardias ni los empleados del gobierno son bienvenidos en ese lugar, administrado enteramente por los prisioneros. El capo máximo es Héctor Guerrero Flórez, un preso conocido por el alias de 'Niño Guerrero', un líder que, a pesar de ser implacable, tiene dos caras. Aunque dirige la prisión y su imperio criminal con mano dura, allí lo consideran un benefactor. Saca a las familias de la pobreza; les regala sillas de ruedas y medicinas a quienes lo necesitan. Niño Guerrero no solo lleva las riendas de la cárcel de Tocorón, sino que su viejo barrio natal de 28.000 habitantes también está bajo su control y el de sus hombres. Algunos nos dijeron que su poder se extiende incluso más allá, hacia otros lugares de Venezuela.

En los últimos años, Niño ha convertido la prisión en un pequeño pueblo al que no le falta nada. Cuando caminamos por dentro, vimos una piscina, un zoológico y una discoteca. En la calle principal hay restaurantes, tiendas y otros establecimientos —incluido un banco, un proveedor de servicios de televisión y casas de apuestas—. Niño y sus amigos armados andan en moto y sin problemas por donde les da la gana en aquella cárcel sobrepoblada.

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Después de esperar durante una hora y media frente a la entrada, nos llega la salvación. Uno de los cómplices de Niño sale a la puerta principal con nuestra maleta. La abrimos y vemos que todos nuestros equipos siguen ahí. Pensamos: ¿cuánto nos va a costar este chiste?. "Nada, que saludos de Niño".

Manifestantes lanzando de vuelta el gas lacrimógeno.

Aliviados, seguimos nuestro viaje hacia Caracas, la capital de Venezuela. Había una manifestación masiva planeada para ese día. En estos años han aumentado los disturbios en este país, producto de la corrupción y de la enorme crisis económica. En protestas pasadas a las cuales habíamos asistido en semanas pasadas, habíamos visto choques violentos entre los manifestantes y las autoridades. Hasta el momento, por lo menos 43 manifestantes habían muerto en esos enfrentamientos.

Cuando llegamos a Caracas, cambiamos nuestro carro por motos. Por las protestas, no había otra manera de atravesar las convulsas calles de la capital. Una vez llegamos a una de las autopistas que sirven de ruta para las protestas, vemos a los primeros manifestantes preparándose ya para lo que se viene. Usan troncos desplomados sobre las vías, cercas y todo lo demás que encuentran para construir las primeras barricadas. A la distancia, se asoman las primeras nubes de gas lacrimógeno que se dirigen hacia nosotros. En las horas que siguen a esos enfrentamientos entre las autoridades y los manifestantes, somos obligados a movernos gradualmente hacia el centro de la ciudad.

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Humo oscuro en la carretera camino a Caracas.

Aunque no hay dinero para importar comida y víveres a Venezuela, el gobierno no escatima en el uso de latas de gas lacrimógeno que, muchas veces, se disparan directamente hacia los manifestantes (por docenas, al tiempo). Cuando se empieza a poner el sol, el ambiente se torna cada vez más macabro. Mientras Joris y yo nos dirigimos de nuevo hacia el carro, somos testigos de los primeros incendios de vehículos, los saqueos de tiendas y oficinas. Y, mientras continúan las protestas, el día siguiente ya se anuncia en las redes sociales.

Carros incendiados, y saqueos de tiendas y oficinas.

Joris y yo seguimos hacia nuestra próxima parada, la ciudad de Maracay.

Axel, de 23 años, abre su nevera para mostrarnos su contenido. Vive con en un barrio clase media de la ciudad con su hermano Billy, de 26, su madre, Glenda, y Rosvelt, su padre. En la mesa de la cocina, la familia nos cuenta sobre las consecuencias de la crisis.

Glenda trabajó durante veinte años como bioanalista en un hospital. Desde ayer, su salario mínimo se dobló a más de 105.000 bolívares (18 dólares), cuando antes no superaba los 9 dólares al mes por un trabajo de tiempo completo. Rosvelt había sido comerciante toda su vida —un trabajo que hoy, con el desplome de las importaciones, es casi imposible de ejercer—. "Hoy en día, los únicos negocios posibles son con el gobierno. Yo vendo ropa; ya no hay manera de comerciarla con nadie ahora".

La nevera de Axel, de 23 años.

El barrio en el que han vivido durante 22 años antes era seguro. Pero, recientemente, explica el padre, todo cambió. "En el pasado, acá vivía gente con plata. Cuando la crisis se puso peor, muchos de los vecinos se fueron. El gobierno expropió muchas de las viviendas del barrio y se las dio a 'gente amiga del gobierno', personas sin casi ningún ingreso, a veces sin trabajo ni educación alguna. No cuidan sus cosas, no les importa el barrio y no tienen respeto. Antes podíamos hablar de política venezolana con nuestros amigos y nuestra familia, pero ahora es un tema muy sensible".

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"Ya no tenemos plata para comprar un carro o para mantener la casa. Todo el que teníamos nos lo hemos gastado en comida y medicamentos, que son muy caros". Rosvelt saca un sobre de pastillas de su clóset. "Miren esto, por ejemplo. Una tira de 14 pastillas, que alcanza para solo una semana, cuesta 25.000 bolívares acá en Venezuela". En la otra mano, sostiene una caja. "Esta caja, con 300 de las mismas pastillas y alcanza para cinco meses, me costaría en Colombia apenas 55.000 bolívares".

"Yo sufro a diario cuando trabajo en el hospital. Es terrible no poder darle a la gente la ayuda que necesita por los recortes o la escasez de medicinas y equipos médicos. El gobierno solo mira y no hace nada para cambiar la situación", continúa Glenda, con la voz frágil. "Cada día hay personas muriendo innecesariamente, gente que está enferma sin necesidad. El gobierno está más preocupado por su imagen que por sus ciudadanos. Todos los empleados del hospital somos obligados a participar en marchas pro-gobierno, en las que se gasta una cantidad enorme de dinero en material de propaganda".

Miembros de la GCI (Green Cross International) ayudando en las calles.

"Por la escasez de alimentos y la inflación creciente, la gente del común tiene que pasar horas enteras en las filas de los supermercados rogando para conseguir víveres básicos como pan, arroz o leche. Los precios de la comida aumentan a diario: digamos, por un almuerzo simple en la calle, puedes pagar hasta 7.000 bolívares. Con suerte encuentras un paquete de pasta por 4.500 bolívares, que es mucho más que el presupuesto básico diario".

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La inflación hace que así se vean 100 dólares.

Antes del aumento de su salario en un 60% el día anterior, Glenda, la única que lleva ingresos a la casa, ganaba 48.000 bolívares al mes. ¿Cómo mantener una vida decente con ese salario? "De a poquitos. Cada centavo que entra es para comida y medicamentos". ¿El aumento de ayer ayuda a la familia? "No, de hecho hace que la situación sea más difícil. Cada vez que el salario aumenta, los precios aumentan el doble", responde Rosvelt.

"Casi todos los profesores se han ido de mi universidad, por lo menos el 80% de ellos", nos cuenta Axel. "Los estudiantes más antiguos se han tomado la educación por su propia cuenta". Y la preocupación de Axel va más allá: "Puedo estudiar, pero, ¿para quién voy a trabajar después en Venezuela? No hay trabajos, nadie me daría un trabajo. Si eres realista, entonces debes saber lo equivocado que es pensar que estudiar acá en Venezuela sirve de algo".

Muchos jóvenes venezolanos se han ido del país. "Mi familia también me ha ofrecido irme de Venezuela. Quería terminar mis estudios, poder llamarme a mí mismo un 'profesional'. Y tengo ganas. Mi sueño es ir a Canadá, pero eso es poco realista. Me iría a cualquier otro lugar en este momento".

"Sí, al irnos dejamos a Venezuela sin futuros profesionales, pero tenemos que pensar en nosotros, en nuestra familia. El gobierno no nos deja otra opción sino huir. Personalmente, yo no salgo a protestar. Muchos estudiantes han muerto ya en las manifestaciones y la muerte no está entre mis planes".

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Entrada la tarde, mientras disfrutamos de una cerveza que le costaría casi un salario diario a un venezolano, Joris y yo hablamos sobre ese día. Sigue siendo incomprensible para nosotros esto que le ocurrió a uno de los países más ricos en petróleo del mundo. Nos preguntamos qué vendrá al día siguiente, pues cada día en Venezuela consiste en una serie impredecible e impensable de posibles desenlaces.

Abajo más de las fotos de Joris.