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ser millennial y pobre

Vivo la pesadilla del millennial: independizarme fue una mierda

Cada reparación implica llamar a un señor, sacar tiempo, plata, viajes a la ferretería, etcétera. Esta es la cuarta entrega de nuestra serie 'La pesadilla del millennial'.

Este artículo forma parte de la serie 'La pesadilla del millennial'. Lea aquí las demás entregas. Desde que llegué a Colombia, hace ya casi un año, tenía la idea romántica de salir del hotel mamá (de nuevo y por cuarta y última vez). Quería un apartaestudio para mí solo, poca comida, mucha pola y la completa libertad de salir, entrar, subir y bajar sin pedirle permiso a nadie. No me estaban echando: vivía cerca del trabajo y, la verdad, mis papás nunca joden. Sin embargo, yo ya empezaba a oler a feo en un apartamento pequeño en el que mis fiestas eran cada vez menos congraciadas.

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Además, ya casi tengo 30.

Por eso, apenas medio pude pagar las deudas, comencé a buscar, sabiendo un par de cosas: que no quería vivir muy cerca de mis papás ni tan lejos del trabajo, sabía que no quería roommates ni un apartamento de un solo ambiente. Esas eran, en principio, mis exigencias. Después, quería un apartamento con vista linda, gas, cuarto grande, piso de madera, etc.

Como soy de los "millennials viejos", agarré una libretica y salí a caminar. Qué grupos de Facebook ni qué Metro Cuadrado… ya había encontrado apartamento así alguna vez, así que supuse que esta vez sería igual. Caminé un fin de semana, dos, tres, cuatro.

Y me mamé de no encontrar. Ni siquiera de ver apartamentos feos, cochinos u oscuros. Es que abiertamente no encontraba nada. Mi presupuesto no estaba mal, creo, pero todo estaba carísimo. Entonces eché mano de mis compañeros más jóvenes, que me sugirieron todos esos grupos de los que ya habló Tania en la primera entrega de esta serie.

La verdad tampoco encontré mucho. Empecé a pensar que no era tan malo vivir con los papás y que nadie me estaba echando y que podía ahorrar para volver a viajar y que bla bla bla. Me fui desanimando de la idea de la independencia y aferrándome a ese cuarto donde aún tenía el muñeco de Buzz Lightyear que me regalaron mis papás hace 20 años.

Un sábado, cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda, apareció un letrero en la cuadra donde quería vivir. El celador tenía las llaves así que entré a ver el apartamento. Iba con mi mamá y a los dos nos gustó. Llamé al teléfono que estaba pegado en la ventana, concreté una cita con la dueña y a los cuatro días estaba comprando una "forma Minerva de vivienda urbana" para hacer el contrato.

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El apartamento es así: tiene chimenea, piso en madera, cocina abierta con un mesón, espacio para lavadora, nevera y hasta lavadero; el cuarto es independiente, tiene un baño grande, cocina eléctrica con dos fogones que "funcionan perfectamente", según la persona que lo estaba arrendando. Mucha luz, dos ventanas gigantes hacia la carrera quinta. Todo bien.

Ese fin de semana fui a buscar a mis dos fiadoras, las que pedía la dueña. Necesitaba que una de ellas tuviera finca raíz, que las dos me dieran sus certificaciones laborales y de ingresos, la fotocopia de la cédula, sus extractos bancarios de los tres últimos meses y referencias personales y familiares. Yo, además, tenía que llevar esos mismos papeles más la forma Minerva y toda la paciencia para responder preguntas como "¿cuánto se gana?" o "¿su trabajo sí es estable?". El comienzo de la pesadilla.

Luego de ir tres veces a la casa de la dueña, una señora de ochenta y pico de años recién operada de la columna firmé el contrato que me hacía "dueño", por un año, de 42 metros cuadrados de felicidad.

Al otro día recogí las llaves en la portería y allí mismo dejé una carta dirigida a la administración y firmada por la dueña que decía que a partir del primero de junio yo sería el inquilino del apartamento 302.

Yo.

Miré un par de detalles del apartamento, negocié con la anterior arrendataria unas cortinas y un black out que ya estaban puestos y me fui. ¡Con mis llaves!

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Para ese entonces, aún sin tener casa, ya había comprado nevera. La tenía en la casa de un primo esperando este golpe de suerte. Ese fin de semana compré lavadora, licuadora, cama, colchón, plumón, juego de cama y una almohada. De todo. Pensaba que con esas compras, que junto a la lavadora logré sacar en casi 3 millones de pesos gracias a descuentos de la tarjeta Falabella y almacenes en la 13 con 17, ya estaba listo para mudarme.

A las 7:30 a.m. de la mañana siguiente (lunes) me llamó un señor a decirme que estaba frente al edificio, que tenía mi cama y que "le apurara" porque tenía más pedidos que entregar. Me fui sin bañarme y cuando llegué vi la base que claramente no iba a caber ni por las escaleras ni por el ascensor. Le pregunté al señor si eso se podía desarmar.

—Claro que no, hermano—, me dijo.

Duramos casi dos horas tratando de meter la base-cama por todo lado, incluso pensamos en quitar una ventana de la fachada. Pero nada, no pudimos.

Cuando estaban por irse con mi base-cama y mi colchón, el celador se me acercó y me dijo: "deje todo ahí que yo se lo subo por 20 lukas. Pero no le vaya a decir nada al administrador". Yo lo miré incrédulo: ¿cómo iba a meter este man una base-cama de 1.40 por 1.90 si ya habíamos tratado de todas las maneras posibles?

Apenas se fueron los que traían la cama, Jonathan se remangó la camisa y agarró la base-cama. La puso al lado del ascensor, bajó al sótano y lo pidió. Luego volvió a subir y me dijo: "Usted mete esta llavecita aquí y listo". Era la llave para abrir la puerta del ascensor en casos de emergencia. Ensayé un par de veces y la pude abrir.

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Entonces el man se metió en la parte de arriba del ascensor, me pidió que le pasara la base-cama y me dijo que tenía más o menos 30 segundos para la operación. Para ese entonces, yo ya estaba más que despierto y me sentía en una película de acción. "Si alguien pide el ascensor desde el último piso este man se mata", pensé.

"Usted sube al segundo piso y lo pide, ¿cierto? Luego se sube rápido al tercero y abre la puerta del ascensor como le acabo de enseñar. Y ahí salgo yo, en su piso, con la cama", me dijo. Estaba muy confiado, se notaba que ya lo había hecho antes. Seguí sus instrucciones y cuando abrí la puerta en el tercer piso lo vi sudando, medio colgado del ascensor y con una pierna en el aire. Agarré rápido la cama y el man saltó hacia afuera. En menos de 10 minutos tenía mi cuarto instalado.

Para ese entonces ya eran las 11:00 a.m. y yo aún tenía que volver a la casa de mis papás, bañarme, alistarme e ir a trabajar.

El siguiente capítulo del martirio fue instalar el servicio de internet. ¡Claro! Sí, Claro. Los manes llegaron temprano, demasiado temprano: me dijeron que iban entre las 7 y las 10 de la mañana y llegaron a las 6:30 a.m.

Llegaron dos en una moto con metros de cable blanco y una caja de herramientas. Subieron y empezaron a mamar gallo bajo la excusa de "evaluar la situación". Luego descubrieron, como casi siempre, que había algo dañado y que tocaba repararlo: esta vez era el cable "madre" que subía por la fachada hasta el techo del edificio. se montarom, jalaron cables, cortaron, martillaron, pusieron las manos en todas las paredes del apartamento (recién pintadas de blanco) y dejaron un mierdero el hijueputa. Tres horas más tarde, eso sí con el decodificador instalado, se fueron.

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Antes de cerrar la puerta uno de ellos me dijo: "le toca que llame porque a esta hora no activan la señal". Duré hasta el medio día llamando para intentar "activar" la señal de mi internet y solo pude conectarme hasta la noche. Y eso que no pedí el servicio de televisión.

Luego vinieron problemas "menores" como ver subir una nevera sin caja ni icopor, amarrada con cobijas y jalonada por una señora de 1.50 metros de estatura. O que a mi mamá y a la sicóloga se les ocurriera que era una gran idea limpiar el apartamento con jabón Rey, "para sacar las malas energías" y que yo todavía esté tratando de quitarle ese olor al apartamento.

O que la llave de la lavadora no sirviera y no me la pudieran instalar, o que uno de los cajones de la cocina resultara roto justo cuando me iba a pasar, o los problemas de la luz, agua, plomería, electricidad, pisos, maderas, manijas, enchapes, chimeneas, baldosas, barras de cocina, resistencias, baños, tasas, inodoros, duchas. Problemas menores.

Cada reparación implicaba llamar al señor, sacar tiempo, pagarle plata, ir a la ferretería a comprar cuanta cosa, etcétera.

Ahhh, y a todas estas, yo aún no me mudaba… simplemente estaba acomodando todo para que, por ejemplo, no se me dañara la manija de la ducha justo cuando tenía afán. Por supuesto, la manija se dañó al segundo día de haber llegado.

Pero mas allá de todo el gallo que significa mudarse a una casa solo, lo peor llegó el día D, cuando me iba a mudar. Fue un domingo. Desde por la mañana mis papás sabían que esa noche ya no dormiría en la casa y el ambiente estaba raro. Me hicieron desayuno, mi mamá me miraba mucho, mi papá casi no me miraba. Había silencios incómodos y pocas palabras.

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Pasamos el día comprando el resto de "cositas" que faltaban para la casa, en lo que se me fue casi otro millón de pesos. Luego los invité a almorzar (también incómodo) y al final de la tarde nos fuimos para el apartamento. Les hice un tinto que se tomaron parados porque no había sillas, hablamos un par de bobadas y el silencio nos dijo, a mi papá, a mi mamá y a mí, que era el momento. Mi papá me abrazó rápido y miró para otro lado, mi mamá me dio varios consejos y derramó una lagrimita. Los dos salieron por la puerta y se fueron.

Entonces, un silencio enorme llenó la casa. No sabía qué hacer, a dónde caminar, qué pensar. Agarré mi computador para ver una serie pero no pude concentrarme. Escuchaba durísimo el silencio, así se oía vivir solo. Esa noche casi no puedo dormir pensando en que todo lo que veía alrededor era mío, pero extrañando un poco lo que había dejado al otro lado, en la casa de mis papás.

El silencio me abrumó temprano en la mañana del día siguiente, por eso corrí a mi celular para poner cualquier cosa. Ese espanto que había llegado a mi casa desde el día anterior fue interrumpido por Néstor Morales, el periodista de Blu radio. Esa es, quizás, la primera lección que aprendí de vivir solo: el ruido lo generas tú. Solo tú. Para bien o para mal.

***

Han pasado diez días desde que estoy viviendo solo. Ya tengo sillas, la ducha del baño funciona bien aunque el agua sigue saliendo tibia, todas las manijas abren y cierran las puertas correctamente, las resistencias de la estufa están calibradas, la nevera saca hielo y la llave de la lavadora ya no gotea. El internet no se ha caído.

Y el silencio se ha ido de a poco. La pesadilla terminó.