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Atracaban en los Cerros Orientales y ahora cuidan el sendero ecológico

A cambio de abandonar la violencia los jóvenes reciben educación y empleo.

Fotos por Santiago Mesa.

Este artículo hace parte de ¡PACIFISTA! nuestra plataforma para la generación de paz.

Hace pocos años Las Delicias era una de las quebradas más sucias de Bogotá. La basura, los escombros y los químicos se mezclaban con el agua que baja desde los Cerros Orientales y desemboca en el río Salitre. Apenas en 2010, cuando las condiciones de la quebrada y sus senderos llegaron al más alto nivel de descuido, la comunidad y las autoridades locales emprendieron un plan de recuperación.

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Subiendo un par de cuadras desde la calle 62 con 3, en Chapinero Alto, aparece sobre la ladera de la montaña, cada vez más rodeada de edificios lujosos, un barrio de casas de ladrillo pelado y techos de lata llamado Bosque Calderón. El centro del barrio está a quince minutos de la quebrada y a escasos metros del camino que conduce a ella. En sus habitantes hay un marcado orgullo por el oasis de naturaleza que tienen a menos de un kilómetro de la Carrera Séptima, una de las principales avenidas de la capital.

Tras la recuperación que empezó hace seis años, ese sendero, abrazado por más de 8 mil árboles recién plantados y donde el ruido de la ciudad se transforma en el sonido de los pájaros cantando y del agua corriendo, se convirtió en un atractivo lugar turístico. Los mismos vecinos del barrio se entrenaron para ser guías e intérpretes de las caminatas ecológicas que diariamente los visitan.

Sin embargo, con el tiempo, el atractivo del lugar se puso en duda por su seguridad. Denuncias por atracos y violaciones empezaron a aparecer con una frecuencia aterradora. La Policía, que recorre la parte alta del sendero hasta las 10:30 de la mañana, no garantizaba tranquilidad para quienes insistían en caminar por la zona. Por allí transitan más de 100 personas diarias entre semana y más de 800 los fines de semana.

Amigos de la Montaña, una comunidad organizada de caminantes de los Cerros, se reunieron varias veces con las autoridades para resolver la situación, pero los robos siguieron ocurriendo. De hecho, en su página web la comunidad todavía recomienda no llevar objetos de valor.

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***

Mientras trepa los caminos inclinados que conducen a la quebrada, Sofía López, una de las guías del barrio que más se ha involucrado con el proceso de recuperación, cuenta que, hasta hace dos meses, hacer ese recorrido sin acompañamiento de alguien "reconocido" era casi una sentencia.

—Los voy a llevar a conocer a unos muchachos. Ellos les van a explicar cómo era esto antes— adelanta Sofía.

Bosque Calderón, explica la guía, se divide en tres partes: urbana, rural y natural. Llegando a la parte rural, arriba de la Avenida Circunvalar, aparecen en el camino cuatro hombres desyerbando y recogiendo basuras. Visten chalecos verdes y trabajan concentrados. Cuando llega Sofía la saludan eufóricos.

—No nos podemos demorar mucho hablando porque nos regañan— dice uno de ellos.

Los cuatro cuentan la historia en desorden, hablando uno encima de otro. Arrancan por el final:

—El proyecto ha sido muy bueno para nosotros, ¿sí pilla? Los profes nos enseñan a pintar, panadería y hacemos unos talleres. Eso nos lo pagan. Poquito, pero nos pagan. Pa no tener que volver a lo de antes.

—¿Qué es lo de antes?— les pregunto.

Todos se ríen en coro y luego se callan por varios segundos, mirándose unos a otros.

—El silencio lo dice todo— dice uno. Más que el silencio, lo delata su mirada.

Ellos cuatro, junto con otros siete que trabajan más arriba, hace tres meses se la pasaban de arriba abajo, entre las calles de Bosque Calderón y los caminos del sendero, llenando de miedo a su comunidad y a los caminantes de los Cerros. Los once eran los culpables de muchos de los atracos que ocurrían en la zona.

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—Nosotros éramos severas caspas. Si yo lo veía a usted subir por acá le aseguro que bajaba sin nada— explica un joven de dientes separados y gorra torcida.

—La verdad es que todo esto se lo debemos a Danilo. Vea, el hermano de ese— agrega otro, y señala al que, entre todos, parece tener menos interés en la historia.

Danilo Ochoa es uno de los líderes más visibles de la comunidad. Tiene un taller de arte y es el responsable de algunos de los graffitis que se ven en los muros de cemento que cubren varios tramos de la montaña. Ahora está en sus treinta pero cuenta que antes fue pandillero, que estuvo en la cárcel por hurto agravado, que también pasó por los mismos líos que todos esos muchachos.

—Un día nosotros íbamos subiendo por el barrio a hacer daños, ¿sí me entiende? Íbamos a romperla, a lo bien— dice el de gorra torcida.

En el camino se cruzaron a Danilo, que iba bajando hacia la parte urbana. Danilo recuerda que se armó de valor y se les puso al frente. Les dijo que no iba a aguantar más que atracaran en Bosque Calderón. Las miradas desafiantes de la pandilla le respondieron que por el momento no iban a ceder.

Días más tarde hubo un bingo bazar. Varias cuadras del barrio fueron cerradas. Entrada la noche, muchos tomaban más licor del que sus cuerpos recibían. Nuevamente, esta vez delante de los vecinos, Danilo y la pandilla tuvieron un cara a cara. El alcohol le dio la valentía que le faltaba para volver a pararse en la raya. Esta vez, los jóvenes decidieron escucharlo.

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Después de escuchar lo que quizás ya sabían (que robar no era bueno ni para la ciudad ni para el barrio ni para el corredor ecológico ni para ellos mismos), los once le lanzaron un reto:

—Ayúdenos. Denos opciones.

Danilo vio en sus ojos que la propuesta era seria. Entendió que, como él, ellos no habían tenido las mejores oportunidades. Quizás ninguna. Que venían de familias con problemas, que su educación era precaria, que el Estado los había abandonado, que a nadie le importaban.

No pasó mucho tiempo entre ese momento y una reunión que tuvo con Patricia Bejarano, representante de Conservación Internacional, la organización que había encabezado el plan de recuperación de la quebrada Las Delicias. Patricia conocía bien los problemas de la comunidad y se mostró dispuesta a ayudar. Juntos idearon una oferta para llevarle a la pandilla.

Entre Sofía y los jóvenes, vestidos ya con los chalecos verdes de la organización, explican de qué se trata. Una parte consiste en que durante toda la semana ven talleres: de arte, de derechos humanos, de cocina, de medio ambiente. La otra, en trabajar en el cuidado ecológico del sector. El primer mes, solo tenían un día de trabajo y cinco de talleres. El segundo, dos y cuatro. El tercero, que está por venir, tres y tres. Por cada taller les pagan con bonos para comprar comida en supermercados. Por cada día de trabajo les pagan en efectivo.

—Nosotros estamos muy contentos. Antes robábamos por hambre y porque no teníamos nada para hacer. Ahora no tenemos necesidad— explica uno de los muchachos, que jura ya no sentir tentación de volver a delinquir.

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—Pregúntele a la profe y verá que nadie ha puesto quejas de nosotros desde hace dos meses— me dice alguno.

Sofía le da la razón. La comunidad ya no los mira con la desconfianza de antes. Sus familias asisten con ellos a algunos de los talleres. Algunos, incluso, dicen que quieren seguir aprendiendo para volverse guías en las caminatas turísticas.

Aunque no pueden garantizar seguridad absoluta en el sendero, Sofía sugiere que es tan probable ser atracado en el camino a la quebrada como en las calles de Chapinero: "es Bogotá y nadie está exento". Los jóvenes agregan que ahí no se meten pandillas de otras partes porque no les conviene armar una guerra territorial. Danilo, sin embargo, dice que sí ha tenido contacto con pandilleros de barrios vecinos que también eran una amenaza para la seguridad. Cuenta que les hizo la misma propuesta: talleres y trabajo a cambio de abandonar la violencia. Les pidió que, mientras conseguía recursos para unirlos formalmente al proyecto, mostraran voluntad deteniendo el crimen. La Policía confirma que van casi tres meses sin denuncias por robo.

Sofía camina de regreso hacia la ciudad. Nuevamente el ruido del tráfico opaca el canto de los pájaros. Mira hacia atrás, donde bajo el sol de la tarde los muchachos siguen arrancando maleza, y bota un suspiro largo. Dice no saber qué va a pasar con ellos cuando se acaben los seis meses del programa piloto con Conservación Internacional. Hasta ahora nadie más ha puesto recursos.

—Nosotros estamos haciendo nuestra parte. Los chicos también. Falta que las autoridades vean que esto es bueno y también les conviene— dice.

Esa idea, con distintas palabras, la repitió varias veces. Al final le agregó un apéndice, casi una sentencia: "usted y yo sabemos qué va a pasar si esos muchachos quedan abandonados de nuevo".