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Sadomasoquismo en Bogotá

Decenas de hombres acuden semanalmente a una casa en el barrio San Fernando en Bogotá para ser dominados por una dominatrix a la que han jurado fidelidad.

“Josefina, perra hija de puta, abra la puerta”. Al abrirse el portón, un hombre de unos cincuenta años apareció frente a mí, calvo, con las uñas pintadas de rojo y un tanga brasileño. “Siga que mi ama lo espera”, me dijo mirando al suelo de baldosas blancas y negras.

Al entrar, la idea que me había hecho del lugar se desvaneció por completo. Cuando conocí al ama, durante un evento de sadomasoquismo celebrado en Bogotá al que acudí por curiosidad periodística, me imaginé que el espacio donde ella vivía y atendía a sus sumisos tenía el look de uno de esos sex shops del Greenwich Village de Nueva York; que sería algo así como una mazmorra oscura, de paredes forradas en cuero negro, repleta de jaulas, cepos y látigos, y que olería a sudor seco y saliva. Sin embargo, ese día me encontré con una casa común del barrio San Fernando, cerca del estadio El Campín de Bogotá, donde el ama recibía a sus clientes con café en la estufa, un gato merodeando y un televisor sintonizado en un canal que emitía un programa de humor.

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“Hola mi corazón”, me saludó cordialmente desde uno de los cuartos.

Ella, el ama, tampoco concordaba con esos imaginarios de dominatrix que nos venden en las películas o, peor aún, en YouPorn.

De estatura media, maciza, de culo, caderas y espalda amplias, el ama Claudia, sin su ajuar de cuero puesto, podría ser sin esfuerzo esa tía lejana que cada vez que llegaba a tu casa en Navidad te apretaba los cachetes para verificar cuánto habías crecido, o una señora común y corriente que te vende un zumo de naranja en el barrio de el Chapinero de Bogotá. Pero en la comunidad local de BDSM (bondage, dominación, sadismo y masoquismo) el ama es la dominatrix permanente (y muchas veces secreta) de diez sumisos, que hoy forman parte de la lista de más de trescientos personajes que han pasado por su casa. Entre ellos un italiano que conoció por Facebook y que vivió durante dos meses en la mazmorra y un coronel del Ejército a quien le gusta vestirse de mujer.

La conocí por un amigo que me puso en contacto con ella. El trato fue sencillo: yo le daba copias de las imágenes que hiciera en su calabozo de bondage y ella a cambio me concedería el acceso a una de sus sesiones. Las fotos que se publican a continuación son parte de esa jornada que pasé con Claudia y sus sumisos clientes, obligados a obedecerle en todo —limpiar la casa, dejarse meter una vela encendida por el culo o permitir que un fotógrafo documente toda esta placentera humillación—.

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Ese día perdí la virginidad de mi imaginación sexual. Descubrí que mi concepción del amor y el sexo era muy sosa y limitada al lado de lo que vi dentro de la mazmorra de San Fernando.

La dominatrix ve a su sumiso en el suelo.

‘Josefina’, el dominado, con los genitales llenos de pinzas de ropa, le practica un cunnilingus a su ama.

La dominatrix forrada en su segunda piel de cuero, penetra a su sumiso.

‘Josefina’ después de haber sido castigado por su ama por haberla traicionado con otra dominatriz.

Claudia tomando la merienda mientras su lacayo permanece en posición #10 o de mueble.

Lluvia dorada.

Tablero de posiciones BDSM.