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Cultură

Entierros prematuros y autofagia: una historia de la muerte en vida

¿Existe algún temor más básico que el de ser enterrado vivo?

'Inhumación precipitada', de Antoine Wertz. Imagen vía Wikipedia

¿Existe algún temor más básico que el de ser enterrado vivo? Las epidemias de peste y cólera que se cebaron en Europa, del siglo XVII al XIX, colonizaron la psique popular —y la literatura médica y científica— con la certeza de que los entierros prematuros, es decir, la muerte mal diagnosticada, estaban a la orden del día. Y la duda tenía su fundamento: en pandemias tan cruentas como la Gran Plaga de Milán —casi 300.000 muertes entre 1629 y 1631— la gente moría tan deprisa que las tumbas se sustituían por una fosa común. No eran extraños los casos como el de Nicole Tenillet, en Dijon, que fue arrojada al hoyo viva y pasó cuatro días entre cadáveres, hasta que los sepultureros que apilaban cuerpos repararon en ella y la llevaron a su casa.

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Numerosas leyendas urbanas truculentas sobre muertos redivivos (el monje lascivo, cuyo frío objeto de deseo revive al toque del miembro eclesial; la dama del anillo, que grita cuando un saqueador le corta el dedo enjoyado) se solidificaron en arquetipos, hasta el punto de que los manuales científicos de la época documentaron la certeza de un fenómeno sepulcral: la masticatio mortuorum, la capacidad de los cadáveres para comerse sus propias mortajas e incluso sus extremidades.

En la obra de 1709 De miraculis mortuorum, el médico alemán Friedrich Garmann narra, entre otros aspectos inusuales de la vida secreta de los fiambres como, tras escuchar sonidos guturales y chasquidos tras un panteón, inhumaban a desgraciados que habían quedado reducidos a un repulsivo montón de materia putrefacta (y roída): las extremidades meros muñones y el sudario encajado en la garganta.

Algunos eruditos contemporáneos consideran, sin embargo, que el masticatio mortuorumy otras creencias paranormales alrededor de la muerte no son más que patrañas. Es el caso del doctor Jan Bondeson, profesor de Medicina en la Universidad de Cardiff y una autoridad internacional en materia de supersticiones paracientíficas aplicadas a lo funerario y las curiosidades médicas, para quien este fenómeno es una mera "superstición".

El gran debate de la masticatio mortuorum – se habla de los devora-sudarios desde finales del siglo XIV– fue, en su día, establecer si la autofagia dentro del sepulcro era producto de un milagro divino o bien obra del diablo (en este último caso, la creencia era que sin duda el enterrado era un vampiro). La tercera opción contemplaba la posibilidad de que el muerto fuera un infeliz que, dado por muerto erróneamente, intentara salir de su tumba.

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Sin duda, todos afrontamos la muerte solos; pero patear el cubo en condiciones miserables e infrahumanas es una putada. Tened en cuenta que la estupidez humana puede engendrar mucho más horror que el alma más vil y carcomida. El ejemplo que nos atañe: el anatomista danés Jacob Winslow, en su estudio Morte incerta signa, editado en 1740, llegó a la conclusión de que las signos de putrefacción constituían la única señal fidedigna de fallecimiento. Ni ausencia de pulso ni respiración eran definitivos para el anatomista. Y propugnaba que, antes de la inhumación, se frotara al cadáver con una pluma, se derramara cera ardiente sobre la frente, e incluso que, como último recurso, se introdujera un atizador al rojo vivo por el ano de la pobre víctima.

No se habría pasado a peores si no fuera porque en el ocaso de la vida de Winslow, el médico y traductor francés Jean-Jacques Bruhier asistió a una conferencia de un anciano Winslow y le confesó su admiración. Bruhier le propuso entonces realizar una buena traducción de sus tesis, una perspectiva que el anciano manoseador de muertos aceptó encantado. En 1745 Bruhier formuló esta propuesta: que en todas las ciudades de Francia había que construir depósitos de cadáveres especiales, donde alojar a los cuerpos de los muertos hasta que aparecieran los primeros signos de putrefacción, con el loable objetivo de evitar entierros de personas vivas, algo que había sido una constante a lo largo de la historia.

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Y pese a a que no logró su propósito, la obra/traducción de Bruhier (puso mucho de su parte), Dissertation sur l'incertitudes des signes de la mort, fue un bombazo editorial sobre prácticas mortuorias que tuvo profundas repercusiones: las traducciones posteriores al alemán cambiaron la concepción de la muerte en el mundo germánico. Hasta el punto de que un joven doctor de Weimar, Wilhem Hufeland – con el apoyo de la viuda del ex primer ministro danés y el jefe de estado alemán– consiguió sacar tanta pasta a la nobleza teutónica como para erigir el primer hospital para muertos: el Asilo para Vida Dudosa de Weimar o Leichenhäus (Casa de Cadáveres, literalmente) se inauguró en 1793.

Desde fuera semejaba una vivienda normal, y contaba con ocho camillas que el vigilante controlaba desde fuera, arropadas por un sistema de calefacción con agua caliente. Más ambiciosa fue la siguiente instalación, inaugurada en Berlín en 1795: la leichenhäus de Berlín contaba con un sistema de hilos atados a los dedos de los pacientes, conectados a una campana grande.

Para Bondeson, que reflexiona sobre el papel de estas instalaciones en la sociedad de la época en libros como Enterrado Vivo (2001) y The Pig-faced Lady of Manchester Square (2004), el hecho de que estos hospitales para muertos se desarrollasen precisamente en Alemania no es una casualidad. "Se debe a la fuerte influencia de Hufeland y sus seguidores en este país. En países como Francia o España se tenía mucho menos respeto por estas ideas". De hecho, la iglesia católica del sur de Europa tuvo un papel determinante en el hecho de que se pasase por alto que probablemente un porcentaje nada desdeñable de la población estaba siendo enterrado vivo.

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"Parece que la iglesia contempló los entierros prematuros con mucho escepticismo", afirma Bondeson, lo que explica la poca presencia que tuvieron estos hospitales en países como Francia, Italia y España (donde no hay documentación de la existencia de ninguno). "Los luteranos germánicos, sin embargo, ayudaron a Hufeland y a sus colegas alarmistas al principio. Pero su entusiasmo cayó en picado cuando les sugirieron que debían ser ellos quienes pagaran la construcción y mantenimiento de las morgues".

Durante los siguientes años se construyeron leichenhäuser en Kassel, Brunswick, Ansbach y Maguncia. La más suntuosa, la Munich, separaba a los pacientes por clase social: alojar un cadáver en la sala común costaba cinco veces menos que en la de lujo. El depósito de Munich también fue duramente criticado porque, por una módica cantidad, los vivos podían pasear admirando los espléndidos cuadros, estatuas y arreglos florales. La principal atracción, claro está, eran los cuerpos en proceso de descomposición.

La caída en desgracia de este sistema pseudocientífico llegó a mitad del siglo XIX, cuando los médicos acólitos de Hufeland cayeron en la cuenta de que esos depósitos supuestamente humanitarios eran en realidad pudrideros insalubres. Y también fue determinante que la medicina germana acogotara sin tregua a la Iglesia para que financiara una gran red de depósitos en todas las ciudades alemanas.

La paradoja de aquellos legendarios hospitales de muertos es que una idea en inicio humanitaria produjo una carambola desalmada: durante casi medio siglo, desde finales del XVIII a mitad del XIX, en Alemania se prestó mas atención a evitar el entierro prematuro que al cuidado de desnutridos, lisiados o tísicos. La filantropía, que en Inglaterra consiguió sacar de la calle a masas de mendigos y prostitutas, en Alemania concentró sus esfuerzos en prevenir la muerte aparente.

Tanto esfuerzo y dedicación, para nada, pues el profesor Bundeson asegura que no hay constancia "de que ningún cadáver haya revivido en un hospital para muertos". En estos centros, los muertos descansaban entre tres y siete días, hasta que comenzaban a evidenciarse claros síntomas de putrefacción.

¿Y en España? Tuvimos la suerte de que los avances técnicos no son lo nuestro. Jamás arraigó ningún tipo de protocolo para prevenir la falsa muerte, y por aquí la iglesia siempre se preocupó más por el mantenimiento de su reino en este mundo que de la investigación médica que separa a este del otro.

Por cierto, moderno barcelonés: en tus paseos por el barrio del Poblenou en busca de talleres abiertos y café de especialidad, quizás te cruces con unas oficinas de aspecto aséptico, de nombre castizo-hedonista y logo simpático: Matachana. Sí, la principal empresa europea dedicada a fabricar mesas de autopsia y neveras para la conservación y esterilización de cadáveres tiene su sede en Barcelona.