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Cultură

Érase una vez en Almería

Un día en las ruinas del eurowestern.

Como casi todos los habitantes de Los Albaricoques, José Ruíz actuó de mexicano en la película Por un puñado de dólares, de Sergio Leone.

Durante la segunda mitad del siglo XX, la provincia andaluza de Almería acogió el rodaje de hasta 600 spaghetti westerns, entre los que se encuentra la seminal trilogía del dólar de Sergio Leone. La industria del cine de explotación reanimó una zona poco próspera como fue siempre el sur de España, pero tras la dictadura de Franco, las pistolas dieron paso al cine de destape y las cabalgatas tomaron otra acepción. El recuerdo de “la época de las películas” permanece en la zona, así como la resistencia y la pena de los profesionales del western ibérico.

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“En 1984 estuve en Esos locos cuatreros, con Fernando Rey. Y en Conan el bárbaro, en el ‘81, con Schwarzenegger. ¿Viste cuando le pegó el tortazo al camello? ¿Sabes por qué se cayó? Porque iba inyecta’o. El cine es un rollo, tío. ¿Tú ves lo del periodismo que echan por la tele, el monerío ese de las putas y los cabrones? ¡Pues el cine es lo mismo! Yo ya tengo 52 años, ya no puedo hacer nada, ni se me empalma. ¿Tú crees que estoy para montarme en un caballo? Antes era especialista, trabajaba en el cine. En el año 2000 gané cinco millones de pesetas trabajando en la Reina de espadas, con David Carradine. Yo estaba allí, pero no se me ve. Si me se viera no estaría ahora aquí.”

Reina de espadas es una serie de la que jamás he oído hablar, y que pasó a llamarse así cuando los lugareños advirtieron a los productores canadienses que el original, La Zorra, en castellano de España venía a ser lo mismo que El putón. De eso hace 10 años, pero los trabajadores del desierto de Tabernas, en Almería, todavía esperan una segunda temporada que les libre de la postración. Diego Rodríguez, que no se deja retratar por temor a estar contraviniendo alguna instrucción que él mismo desconoce, me lo explica sin salir de su cuartito de portero en el Fort Bravo.

Todos los sábados, los actores recrean el asalto a un banco en la pintoresca calle principal de Fort Bravo.

El poblado Fort Bravo, también conocido como Texas-Hollywood y que antiguamente se llamaba Decorados Cinematográficos Almería, se construyó en 1966 para llamar la atención de los productores de El bueno, el malo y el feo, aunque la película se rodaría a cuatro kilómetros de allí, en el poblado del Fraile en el Mini-Hollywood (hoy contenido en el Parque Oasys), donde ya se había filmado el asalto al banco de La muerte tenía un precio. Bautizado así en honor al productor que lo impulsó, Alfredo Fraile, nació como reproducción de El Paso, Texas, para aquella película, fue muy reutilizado en la época y hace 30 años se remodeló en parque temático. Otro Diego, esta vez García, es quien se encarga allí de armas, arreos y coreografías para los espectáculos turísticos.

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“Cuando yo era crío, toda Almería trabajábamos en el cine. Mi vínculo fueron los caballos, y eso te lleva a ser caballista y luego especialista. En la misma peli he hecho de bueno, de malo, de ventajista, de mexicano y de regular. No sé en cuántas habré trabajado, eso es como preguntar con cuántas mujeres te has acostado, tú dices un número pero luego empiezas a pensar en aquella otra y en la de más allá y siempre hay alguna que te dejas.”

El Mini Hollywood es el poblado más agradable del desierto pero nuestro corazón se ha quedado en el Fort Bravo, que —aparte de los bungalows que se rentan, la alberca y una sala de fiestas— ofrece dos ambientes auténticos, el de Texas y el de México. Todos los sábados viene un autobús del Imserso (Instituto de Mayores y Servicios Sociales) y ofrece un espectáculo (un asalto al banco con caballos o una pelea en la cantina con balas de utilería de 9mm), pero a nosotros nos tocó un paseo entre edificios apuntalados. Está hecho una pena pero todavía es útil: hace unos años se rodó aquí Blueberry y dentro de muy poco se filmará un capítulo de Dr. Who. Ahora, en temporada baja, el precio de la entrada incluye un refresco y un recorrido en la carreta de mulas que tira el gitanillo Rafael Aparicio García, a quien también se le llena la boca de películas.

José Novo, también conocido como Pepe Fonda, se gana la vida como actor y doble en Fort Bravo, y dice ser el hijo bastardo de Henry Fonda.  

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“Llevo aquí desde el ‘92. Hago de todo, también mantenimiento. Hicimos el anuncio ese de la Pepsi, con Beckham, Roberto Carlos, Iker Casillas… Cuando hay buen presupuesto hacemos caídas de caballo o de altura. Estuve trabajando en Un dólar por los muertos, con Emilio Estévez, y en un videoclip de Camela. También se hizo Vente a ligar al oeste, con Alfredo Landa, pero ahí yo no había nacido, ahí no estaba yo ni pensa’o. En lo de la Pepsi sí. Con David Beckham.”

Mayoral no sé si hay, pero un guarda de la Guinea Francesa, Ibrahim, vive y duerme en el poblado con su mujer y sus hijos, vigilando las noches desde el porche del sheriff. El saloon es el centro neurálgico, desde allí se ambienta todo el pueblo con una compilación de Ennio Morricone. Los cuatro turistas que rondan no parecen advertir que entre el “Ecstasy of Gold” de El bueno, el malo y el feo y el birimbao de Por un puñado de dólares se cuelan pistas de un poliziesco y una de mafiosos. Para Diego Rodríguez: “Morricone está bien pero está mejor Johnny Silbido, que era sevillano. Ése era el que lo hacía y lo meneaba todo, el Morricone sólo ganaba los billetes”. En verdad, el silbador en los soundtracks de Morricone era el compositor y arreglista Alessandro Alessandroni, pero Diego prefiere perpetuar la leyenda.

Diego es también primo hermano de José Rodríguez, propietario del Western Leone, otro poblado de utilería, un poco más allá, que germinó alrededor del rancho que Sergio Leone hizo construir en 1968 para Hasta que llegó su hora. Aquí los caciques están blindados a la prensa, pero conseguimos meternos contándole no sé qué mamada al de la puerta. A la salida lo habrá cubierto en la guardia Joaquín Rubio, cuñado del Chupete, que es como todos llaman a José Rodríguez, el primo del Diego. La familia entera ya sabe que hay un par de forasteros rondando el desierto. Nos ven venir de muy lejos porque además hemos alquilado un coche ridículo, de niñita de ciudad. “El jefe sólo quiere dinero” —me aclara Joaquín, para justificar la mordida que nos piden por todos lados—, “le han dado ya siete embolias y cuando uno se hace viejo sólo quiere dinero. Esto está en declive…”

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Fort Bravo se siente como un pueblo fantasma, pero sigue siendo un set de filmación, en especial para películas y espectáculos que necesitan un pueblo fantasma.

No hace falta que lo jure. El Western Leone resulta desolado, tal vez porque retrata la época más ostentosa del ferrocarril. Leone, de hecho, reventó estas montañas y plantó una locomotora en medio del desierto. Detrás de unas cabañas duerme un blindado de Indiana Jones y la última cruzada y un carro psicotrónico recuerdo de Guerreros del sol, una exploitation de Rollerball y Mad Max, que se quedaron aquí por un dinero que le dejaron a deber al dueño, el Chupete. A lo lejos se ve la huella de un cuarto poblado, el de El Cóndor, que se construyó para la película homónima de John Guillermin y luego acogió otras como Simbad y el ojo del tigre. Hoy es sólo cenizas.

Hace 30 o 40 años, en Almería podían llegar a darse hasta once rodajes simultáneos: Rey de Reyes, Lawrence de Arabia, El viento y el león, Nunca digas nunca jamás o La historia interminable. En 1964, el gobierno franquista dictó nuevas normas que beneficiarían el régimen de coproducción. En el ‘68 se inauguró un aeropuerto y en el ‘69 se decretó la zona “de preferente localización para la industria del cine”. Para trabajar en el Patton de Franklin J. Shaffner, en 1970, el ejército español cedió a la Fox una guardia diaria de hombres. Los más viejos del Gran Hotel todavía recuerdan las fiestas de los especialistas, tirándose desde un balcón del primer piso y rompiéndose el hocico contra los azulejos de la alberca. Una época de oro.

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Hoy los especialistas viven entre dos aguas. Cuando se ponen el sombrero y la cartuchera se olvidan de todo y se abstraen al mundo del juego infantil, pero pronto la realidad los sacude pidiendo dinero. Pepe vive en Tabernas. Hace 25 años entró de guardia en el Fort Bravo y hoy va y viene como actor especialista en los espectáculos para turistas. A nuestra cita llega con una carpeta de mil páginas, su lector de ebook, tres tercios de capturas pixeladas de Hasta que llegó su hora y un después, con recortes de prensa sobre la exclusiva que lanzó hace unos años, nos dijo: “Con 13 o 14 años, mi madre me dijo que nos íbamos al cine de verano a ver una del oeste, que allí por fin conocería a mi padre. Yo iba mirando a todo el mundo, al que vendía castañas, al acomodador, al de la moto, a todos. La película era Hasta que llegó su hora, y en la escena en que la banda de Henry Fonda llega al rancho y se carga al niño, mi madre señaló la pantalla y me dijo: ‘Ahí lo tienes, ése es tu padre’.”

Diego García, el coreógrafo de los espectáculos del Viejo Oeste en Fraile, un pueblo construido como una réplica de El Paso, donde se recrean balaceras para los turistas. 

Los turistas llevaban años denotando el parecido y él decide un día cultivarlo dejándose la barba perezosa, ensayando la mirada de aflicción infinita y aquel gesto de levantar una comisura del actor. Lo de las castañas en verano no sé, pero que Pepe tenía ya 6 o 7 años cuando Hasta que llegó su hora fue concebida, eso es un hecho.

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“Bueno, mi madre me contó que Henry Fonda había venido a Almería antes del rodaje, hay ahí un lío muy raro, igual estaba de vacaciones… Fue un aquí te pillo, aquí te mato, una noche de fiesta. Henry Fonda se fue a su país y mi madre tuvo que hacer las maletas y subirse a Barcelona, porque lo de madre soltera estaba aquí muy mal visto.”

De los andaluces se ha dicho siempre que mienten más de lo que hablan, por exageración o viraje informativo. Son golpes de solano, es algo que ocurre en todos los sures, pero Pepe está fuera de sospecha porque es catalán de Figueres, donde vivió hasta los 14 años, y porque es verdad que el Henry Fonda se le deja ver en los pómulos muchas veces mientras hablamos, un Henry Fonda del extremo oriental de Andalucía que sigue teniendo como prioridad lo de las películas.

“Aquí se pierde mucho cine por culpa de los piques y los malos rollos internos. Los dueños de los poblados se aprovechan de gente que está tirada o enganchada a lo que sea, y les pagan cuatro duros a tíos que están perdidos y te lían unos cacaos que no veas. Yo me he presentado a un casting en un hotel y me he encontrado con el gitano de turno que me ha dicho: ‘Pepe, tú aquí no presentes nada que esto lo llevo yo’. ¡¿Que qué?! Los gitanos son la hostia, como metas a uno de figurante, allí que van cien. Tienen unos trapicheos que no veas, y luego te montan una bronca y apalean al del autocar, que eso ha pasa’o. No sé cómo se enteran, pero en cuanto hay una producción importante, allí los tienes. Yo he visto a gitanas llenando cestos con los bocadillos del catering. Y luego a la hora de rodar, que si uno tumbao por allí y otro por allá.”

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Texas, Hollywood en España. Ni los nombres de pueblos más imaginativos de Illinois (como Oblongo o Normal) se ven tan peculiares como éste. 

Lo cierto es que Luis Beltrán, jefe de especialistas en La muerte tenía un precio, ya contaba en los años sesenta haber sido apuñalado dos veces en el estómago a causa de disputas con los gitanos, pero Diego García alude a una leyenda negra al respecto.

“Si hay poco curro es porque lo que se hacía aquí ahora está en Marruecos, en Ouarzazate. Narnia o Gladiator se han hecho allí, donde un tío vale seis euros al día y hay caballos a patadas. Hace más de diez años que aquello funciona. Aquí antes todo eran facilidades, se clavaba en el artesonado o se arramblaba con una obra de arte para poner lo que quisieran en la película. Para rodar Patton arrancaron la fuente de la catedral y colgaron en la fachada unas pancartas. Ahora eso está catalogado y no se puede ni tocar.”

En el desierto de Tabernas, una franja de 280 kilómetros cuadrados que resultó ideal, por clima y paisaje, para el western, todavía pueden encontrarse casquillos semienterrados. La zona la empezó a explotar el productor Michael Carreras, quien al principio de los sesenta rodó aquí Tierra brutal, aunque hay quien sostiene que fue Joaquín Romero Marchent con El sabor de la venganza.

La explosión llegó con Sergio Leone, que subvirtió códigos y convenciones y dotó a su cine de un extraordinario alcance popular mediante la abstracción formal. Para Leone, que renegaba del término spaghetti western y que en Almería sería conocido como “El Castañuelas” por su gesto constante de abrir y cerrar las manos mientras trabajaba, el inventor lícito del género había sido Homero, y en cualquier caso, si los yanquis hacían películas de romanos, ¿por qué no iba un italiano a hacerlas de pistoleros? En Por un puñado de dólares aparece como Bob Robertson, cuando el mercado internacional todavía requería seudónimos anglófilos. De esa película sólo se rodaron aquí algunos planos de segunda unidad; Leone no pisó Almería hasta la segunda película de la trilogía del dólar, La muerte tenía un precio. Antes de esa se habían rodado veintitantos spaghettis, después se harían cientos.

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Diego García posando para nosotros en los estudios de Almería.

Tonino Valerii, ayudante de Leone, había aprovechado su luna de miel para localizar exteriores en los alrededores de la mina de oro de Rodalquilar, de la que vivían todos los hombres de Los Albaricoques, una comunidad de Níjar de casitas encaladas y hoy apenas 250 habitantes, que en 1965 emulaba el México de 1870. La muerte tenía un precio es prácticamente un álbum de fotos familiares, allí trabajó todo el pueblo, recuerda José Ruíz a sus 81 años.

“Lo menos éramos cincuenta tíos esperando sentados hasta que los de la peli le decían al alcalde: ¡Joaquín, tráeme los figurantes p’acá! Y allá que íbamos t’os corriendo. La mina cerró en el ‘66 y la mayoría de la gente se fue a Madrid, Cataluña o Alemania a buscar trabajo, pero los que nos quedamos pillamos las películas. Lo de la mina era duro y peligroso, se enfermaba, silicosis, pero no había otra cosa. En un año mi abuela enterró a mi padre, a mi tío Pepe, a mi tío Antonio y al yerno, todos en poco rato. En el año ‘36 o ‘37 se quedaron todas las mujeres viudas, ya nunca más las vimos de blanco. Poca alegría, poca.”

La dinámica de producción era que los actores hacían cola en el ayuntamiento, cobraban lo suyo y se les repartía el atuendo blanco de mexicano. Económicamente no estaban en situación de elegir, pero Leone quiso respetar el luto de aquellas mujeres que en la película aparecen con su negro de diario. Una de ellas era la madre de Manuel Hernández, de 52 años y perfil neutro de maestro de pueblo, que hoy se empeña en rescatar la memoria.

“Yo era chiquitillo y hacía cola para cobrar. Decía mi madre que con 6 o 7 añillos cobraba más que mi padre trabajando en la mina. Recuerdo muy vivamente la escena del reloj [de La muerte tenía un precio]. Yo no sabía ni quién era Clint Eastwood, pero me llamaban mucho la atención los relojes de bolsillo y recuerdo que esa escena la repitieron infinidad de veces. Los recuerdo también disparando a un árbol allí, un algarrobo al que le colgaron manzanas. A mí me gustaba olerlo todo y cuando pararon estuve curioseando y descubrí los dispositivos en las manzanas.”

Manuel Hernandez busca rescatar la memoria histórica de Los Albaricoques, donde fueron filmados estos westerns.

Al día de hoy, Manuel todavía se mete de forma clandestina por las calles de Los Albaricoques para sembrar magueyes o restaurar en las paredes los disparos que en la peli esquivaba “El Manco” (Clint Eastwood). Manuel es propietario del Hostal Rural Restaurante Alba que, además de su propio vino de mesa con Clint Eastwood en la etiqueta, luce un fresco mural que reproduce, con dejos de art brut, esa escena famosa del reloj, el duelo final entre Eastwood, Lee Van Cleef y Gian Maria Volonté, que se rodó en el decorado natural de la era del pueblo, el ruedo de piedras donde se trillaba el cereal y que Emilia Pinos (80 años) y su marido Francisco Arias (87), también extras en la película, cuidaron durante el rodaje.

“De eso hace mucho tiempo y estamos ya viejos y tontos —me explica Emilia— Íbamos de aquí p’allá y nos iban tirando fotos. Mis chiquillos también estuvieron. Y por la noche mi marido y yo dormíamos ahí, guardando la cocina. De las películas vi unos trozos en la tele, pero lo del ‘Clinsvood’ esto que dices yo no sé lo que es, yo aquí estoy solica y cierro la puerta porque pasan muchos moros.”

Manuel viene impulsando por sus propios medios la valorización de la aldea e incluso ha conseguido cambiar los nombres de algunas calles por los de Aguas Calientes (el pueblo de la película), Ennio Morricone, Clint Eastwood, Lee Van Cleef o Sergio Leone. Ahora está en conversaciones con el ayuntamiento para que la calle de Ecuador se rebautice con el nombre de Tonino Valerii, que también rodó aquí El día de la ira. Al principio los vecinos se resistían porque de un día para otro no sabían cómo pronunciar su calle, pero Manuel, de vez en cuando, les pone en su bar un documental sobre la película y así, atendiendo a medias, los lugareños creen haberse visto en la tele y van entendiendo que de algún modo fueron partícipes de algo importante.

“A Clint Eastwood le he escrito tres veces. Dos me las devolvieron porque al parecer no vivía ahí. Luego, con la ayuda de un chico de la radio y mirando en internet, me enteré de otra dirección y le envié otra carta que me tradujeron unos clientes ingleses, y ésa no me la han devuelto. Iba certificada, así que quiero entender que le ha llegado…”