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Breve historia de la follada callejera

Sea en los baños de la Universidad de Antioquia en 1978 o en los del Centro Comercial Santa Fe en pleno 2015, lo que se busca es el tan apreciado y adictivo coctel de adrenalina y orgasmo.

"Si el sexo es reprimido con tanto rigor, se debe a que es incompatible con una dedicación al trabajo general e intensiva".

—Michel Foucault.

Todo comienza con un ardor bajo, una combustión que te inflama la próstata, te hincha las pelotas, te hace temblar las piernas y te genera un vértigo en el estómago. Es una desazón placentera que te obliga a ponerte en marcha rumbo a un no lugar —por lo general un descampado en la periferia de algún parque o una hilera de orinales poco transitados— en el cual descargar la ansiedad que ha tomado el control sobre ti. La pulsión es antigua, prehistórica. La habrá sentido el primer hombre que tuvo uso de razón y quiso curarse de ella compartiendo una paja. Sin embargo, cada cierto tiempo es objeto de noticia y de estupor nacional.

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Hace un mes, por ejemplo, un periodista informaba sobre una práctica que "en Medellín está cogiendo bastante fuerza, y es precisamente el sexo entre comunidad LGBTI", en espacios públicos. Lo informaba con un tono tan parroquiano y alarmista, que parecía más la noticia de un caso de abuso sexual aberrante que el del descubrimiento del agua tibia.

Evidentemente la noticia tenía un problema de enfoque que dejaba mal parada a la tan inasible y líquida "comunidad LGBTI". Una de las 'afectadas' narraba que "el grupo del LGTB se meten a practicar como sexo en la parte residencial, donde hay niños. A parte de eso, a ellos mismos la misma inseguridad también los atropella, siempre salen heridos de allí". ¿Dónde estaba realmente el punto de la noticia? ¿En el sexo o en la inseguridad? Debo ser claro: en el sector se había identificado un grupo (con cabecilla incluido) que se dedica a atracar a esas personas que, durante años, han utilizado los bajos del metro para tener encuentros casuales. Un sitio que desde mi época de bachiller es conocido como el Jurasicc Park: el sexo allí es noticia vieja.

Lo que cambia con los años son los sitios. Cada tanto aparece uno nuevo lugar, y ahora, con las facilidades de las redes sociales y las aplicaciones como Grindr y Hornet, es mucho más fácil propiciar el ligue. Hay un mapa, incluso, de una página dedicada al cancaneo sexual que especifica los mejores sitios para visitar en varias ciudades del mundo:

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Mapa vía.

En él hay comentarios de todo tipo. Los baños de Hacienda Santa Barbara en Bogotá, por ejemplo, "se prestan mucho para el morbo"; el del cuarto piso del Andino "está escondido pero se presta para todo"; en los de Unilago hay "cruising deluxe"; en los de Plaza 39, "ojo con los vigilantes". Dicen de los celadores que cuidan la Hemeroteca de la Nacho que "con que solo te quedes viéndolos 10 seg, ellos se dan cuenta de lo que quieres".

Para los más arriesgados y amantes de la naturaleza, las periferias del Parque Nacional, además de aire libre, prometen una experiencia de terror y adrenalina por el constante pensamiento que te invade: en cualquier momento puede aparecer un habitante de los cerros o un atracador oportunista. Pero si lo que buscas es un polvo sostenido, tranquilo, no hay mejor lugar que las universidades, en donde los vigilantes, por lo general, están más que acostumbrados a la autonomía sexual de los estudiantes, por lo que no hay mayores líos ni restricciones en materia de posiciones.

Hace poco conocí los del estadio de la Universidad Nacional, un paraíso de paredes ancladas en los sesenta, con una canoa-orinal compartida para todos los comensales. Allí, a eso de las seis de la tarde, encontré el mayor grupo de cruisers que he visto hasta ahora: a mi llegada, sabiéndose descubiertos, fingieron utilizar el baño, como se acostumbra a hacerlo. Algo difícil de sostener, cuando lo primero que te encuentras al cruzar el umbral es un par de tipos dándose a pelo sin mayores reparos. Pero todos volvieron a sus puestos cuando me acerqué al orinal y mostré mis intensiones voyeristas.

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Para los que prefieren un sexo menos excremental y sucio, los centros comerciales son un territorio más aséptico. El vértigo es mayor, por la constate vigilancia de los guardias y la obsesiva limpieza de los aseadores: es difícil pasar de una simple jalada compartida con tu compañero de orinal.

Cuando hablé sobre el asunto con el coordinador de seguridad de un centro comercial de Bogotá, me explicó que si bien una paja en espacio público te puede costar 164.266 pesos (8 salarios mínimos), porque se considera un comportamiento obsceno de acuerdo con el artículo 54 del Código de Policía, la manera en que ellos proceden ante este tipo de situaciones es, generalmente, solicitarle a los implicados que se retiren del lugar. Aunque ha habido casos en los que han tenido que acudir a la policía, cuando el episodio pasa a mayores y hay agresión de por medio.

"Cosas raras que han pasado aquí, todo el tiempo. Gente que encontramos haciendo el amor con otra persona ahí en el baño. Hombre con hombre, mujer con mujer, hombre con mujer también. Qué pena, pero es que eso no es aquí", me comentó el coordinador. "Mira, estímate, eso no es para hacerlo aquí. Yo sé, la gente se quiere, si en este país la gente se quisiera como hay gente que se quiere no habría guerra, hermano. Pero la permisión ya de hacer lo que yo llamaría actos inmorales, eso sí no. Son morales dentro de tu casa y dentro de la privacidad, pero son espectáculos inmorales en la calle. No está bien, es burdo". Si bien no le ve tanto misterio al asunto del sexo, cuando transgrede los espacios que como sociedad le hemos asignado, este se le vuelve incómodo, "inmoral".

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JUEGOS Y MERODEOS

Es tan antigua la costumbre de salir de cacería, de merodear por la ciudad en busca de otro que esté dispuesto a transgredir el tedio cotidiano y el sexo marital restringido a la alcoba, que hasta el poeta Juvenal describía en el siglo I después de Cristo la costumbre de algunos romanos de acudir a los baños públicos y rascarse la cabeza en señal de disposición sexual para otros hombres.

Pero, para no irnos muy lejos, y a sabiendas de que nuestra sociedad es más hija de la pacatería victoriana que del libertinaje idealizado de los romanos, vamos a un contexto más cercano: a finales de la década del 70, el artista Miguel Ángel Rojas se ganó un puñetazo en la cara que terminó por romperle las gafas y, de paso, la córnea de uno de sus ojos. El motivo: andaba de fisgón fotografiando los encuentros fortuitos de hombres que se reunían para tener sexo con otros hombres en los baños de los teatros bogotanos El Mogador, el Faenza y el Imperio. Por la misma época en que Rojas espiaba con su cámara el naciente cruising bogotano, Fernando descubría el furor que se escondía en los baños de la recién inaugurada ciudad universitaria de la Universidad de Antioquia.

Fernando es un cualquiera, como yo, como cualquier anónimo que descubre el cruising por pura casualidad. En ese entonces los códigos aún eran muy torpes y las tuberías de la de Antioquia aún no se habían oxidado de tanto bajar las cisternas. Estaba en marcha una revolución sexual de escala mundial. La palabra cruising era desconocida en el contexto colombiano, aunque comenzaba a ser usada entre los círculos maricas estadounidenses, derivado del nombre de un bar, el Booze'n'Cruise, y se utilizaba como código para designar la actividad de vagar por la ciudad en busca de sexo.

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Recupere estas fotos de #cruising en la universidad de la antigua cuenta de… pic.twitter.com/3yJLRjp4bh
— Real Cruising Boy (@ChicoCruising) julio 5, 2015

"Yo estaba encerradísimo y sofocado sin saber qué estaba pasando en la vida, pero muy mortificado por ser marica. Fui a los baños del que ahora es el bloque de Física y era tan tímido que siempre entraba a un sanitario, era incapaz de orinar en la canoa", me cuenta Fernando. "Me metí a la cabina de la esquina y cuando iba a salir me di cuenta, para mi sorpresa-estupor-susto y todo lo que pasa ahí revuelto a esa edad, de que por la rendija de la puerta se veía el orinal perfectamente. Me impresionó. Quedé asustado, fascinado y enviciado".

Como muchos siguen haciéndolo ahora en baños de centros comerciales y universidades, parques públicos y cualquier lugar que propicie una oportunidad, Fernando se pasaba horas enteras en los baños de la U, pajeándose mientras miraba a los muchachos que entraban a orinar. Ese era otro tiempo, uno en el que nadie hablaba de su maricada ni de sus vueltas raras: "yo me sentía como el único marica del universo. Era muy problemático para mí, me sentía como enfermo, deforme, una cosa rara".

Hasta que un buen día descubrió el espejo que lo espiaba bajo el tabique que dividía los baños. Entonces supo que no era el único voyeur perverso, que había otros tan arrechos y temerosos como él en las cabinas vecinas, esperando a que cayeran las paredes.

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Sea en los baños de la Universidad de Antioquia en 1978, o en los del Centro Comercial Santa Fe en pleno 2015, lo que buscan allí las personas que tiran es el tan apreciado y adictivo coctel de adrenalina y orgasmo: oxitocina, para la confianza y la generosidad; endorfina, para la excitación y la sensación de bienestar, y prolactina, para dormir tranquilos después del ajetreo.

Eso sí, todo depende de que seas receptivo a los códigos: el personaje que vaga durante horas por un parque y orina cada árbol que se encuentra, el que finge mirar vitrinas en el centro comercial, el que te espía por el espejo del baño, la mano que se palpa el paquete fingiendo que sube el cierre, la cepillada de dientes eterna, la puerta que se abre y se cierra todo el tiempo, el chorro de orina que hace rato dejó de gotear de la verga de un tipo que no se decide a retirarse.

Hay que estar atentos, el juego de la seducción se pervierte con la palabra, así que todo sucede en absoluto mutismo y, en la mayoría de ocasiones, pasa desapercibido ante los ojos del desinteresado.

Cuando se está en medio de un juego no hay límite de participantes. Si entra un tercero, la acción se pausa. Cada uno tantea el terreno desde su lugar (orinal, espejo, baldosa brillante o puerta entre abierta), para averiguar si se trata de un lobo perteneciente a la manada o de algún mortal que simplemente ha pasado a hacer uso de su legítimo derecho a la micción.

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Sentado en un sanitario de la Universidad de Antioquia, Fernando pensó un día que ese silencio era a veces molesto. Era una época en la que se ansiaba hablar con alguien sobre sentires y deseos en común, por lo menos para entender que había más de un marica en el mundo.

"Yo soy muy comunicativo, así que llegó un momento en que me dije: hay que hablar con alguien. Yo digo que soy un precursor del chat. Un día se me ocurrió coger una hoja y dibujé una tira cómica de mí mismo: una vista desde arriba del cubículo cerrado y yo sentado en el sanitario con la verga parada, agarrándola, y un globito que decía: '¿Hola, quieres jugar?'".

La mayoría de las veces la respuesta fue agresiva, hasta que un día alguien decidió contestarle que sí, que qué delicia el juego. "Entonces establecí algunos diálogos que fueron muy bacanos y que por absoluta desgracia lamento no haber guardado ningún papel de esos. Claro, yo en esa paranoia no quería que quedaran indicios de nada y los destruía".

De esa manera conoció a la primera persona con la que pudo hablar tranquilamente del tema, quien sería un puente para conocer posteriormente a León Zuleta y a su Movimiento de Liberación Homosexual de Colombia (MLHC). Asimismo, relajarse con el cuento y saberse tranquilo con su diferencia.

Eran los tiempos en que las paredes del temor en los baños de U. de A. comenzaron a agrietarse. Entrados los ochenta, el "club de onanistas" que se había establecido en el baño de Física comenzó a desbordarse. "Las horas predilectas eran las de cambio de clase. Eran horas tan congestionadas que uno a veces no encontraba cupo. Yo creo que eso fue lo que generó que colonizáramos otros escenarios, porque ya uno sólo no daba abasto. La acción empezó en otros baños y a todos les fueron saliendo perforaciones, los gloryhole, y eso que las láminas eran como de hierro. El deseo siempre se abre paso".

"Siempre se abre paso y se legaliza", me inisistió Fernando, mientras me contaba sus posteriores derivas por las calles de Medellín. Conoció, disfrutó y culió en los portales de las casonas del barrio Prado y en los rincones que abrió la construcción de la Avenida Oriental. Fernando se había vuelto un especialista en el asunto, así que ya tenía los lentes puestos, la mente abierta para arrancarle un poco de placer a una ciudad que se dirigía hacia el progreso económico.

Porque si algo hay que decir de nuestras ciudades es que están construidas para producir y no para armar bacanales en cada esquina. Lo supieron desde un inicio las escuelas de urbanismo modernas, que sentaron las bases de nuestras ciudades actuales. Los ciudadanos iríamos de la casa al trabajo y, de vuelta, si acaso, se nos permitiría un poco de ocio domesticado en el parque o el centro comercial. Pero como el deseo siempre se abre paso, esos lugares terminaron por convertirse en los preferidos por los cruisers y el final de la tarde en el horario estelar.

En ese instante te liberas del deber. Es el tiempo de lo inútil, tan despreciado en nuestra sociedad por no serle productivo, porque ni siquiera encaja en su modelo de "ocio creativo" con el que te exige igualmente gran cantidad de razón y concentración. No, has salido de la oficina y tu deseo es pasarte por el culo la norma. Vas a dedicarte al instante mismo, a esas ganas que te hostigan el cuerpo y te pervierten la mente con la imagen de otra carne con la que saciarse.