La pura puntita: Escrito en sitio 3, Eslovenia es Ayotzinapa

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La pura puntita

La pura puntita: Escrito en sitio 3, Eslovenia es Ayotzinapa

Un poeta esloveno se plantó 12 horas seguidas a escribir en una de las manifestaciones para responsabilizar a los responsables de la desaparición de estudiantes normalistas de Ayotzinapa.

Aleš Šteger es un escritor y editor esloveno muy conocido y querido en México. En 2014 vino a la Feria Internacional del Libro en Guadalajara junto con una delegación de escritores de Eslovenia, y decidió hacer uno de sus proyectos que más nos gusta en el país. Este proyecto se llama Escrito en sitio, y consiste en lo siguiente: Aleš va, con laptop o iPad o lo que tenga a la mano, a un lugar durante 12 horas, y en ese tiempo no hace otra cosa más que escribir sobre el entorno. Sin pasar ningún proceso de edición ni cortes, se publica directamente. Esto nos parece maravilloso, es como esos experimentos de escritura automática de los surrealistas, pero ahora el poeta se sitúa en un entorno específico, en este caso fue en una manifestación por la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, en noviembre de 2014. Este Escrito en sitio inició en el Ángel de la Independencia y, al igual que la manifestación, llegó hasta el Zócalo de la Ciudad de México. A continuación reproducimos una parte de este trabajo.

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Aleš es autor de cinco libros de poemas: Tableros de ajedrez de las horas, Protuberancias, El libro de las cosas, El libro de los cuerpos; la novela de viaje A veces el enero es en el verano, el libro de prosa corta Berlín, el libro de ensayos Con los dedos y con el talón, y la novela Perdona. Es el autor del musical para títeres Kurent (un antiguo disfraz esloveno que persigue el invierno hasta sacarlo de la tierra).

Puedes ver la versión completa de este proyecto aquí www.alessteger.com.

Aleš Šteger: Escrito en el sitio 3

Ciudad de México, 26 de noviembre 2014

Ángel sobre mí no lleva antorcha, solamente un aburrido laurel.

Aun así comienzo con la antorcha en el oído.

Es imposible ignorarla. Hace ruido como la ducha del cuarto vecino de mi hotel. Como el silbato del policía del cruce que se empeña desesperado en dirigir el caos que va avanzando implacable por todos lados. Como los gritos de los manifestantes.

Todos la tenemos, la antorcha en el oído, todos tenemos una pequeña llama, una lucecita que resplandece y susurra.

Sin esta lucecita, sin el chispear del fuego de la vida, no habría civilización.

Lo que nos une es la luz. Y aún más en los días ensombrecidos como hoy.

No se trata de un guión hollywoodense, donde el caballero le gana al dragón y al final el bien vence al mal.

No se trata de 20th Century Fox, ni de Technicolor, ni de las baratas telenovelas del final predecible.

Se trata de un ángel que la nación coloca como conmemoración a sus héroes y como recordatorio a la posteridad.

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¿Quiénes son los héroes de hoy?

No lo sé, y el ruido me impide poder imaginarlos.

Son las tres de la tarde de un martes atiborrado con los gases automovilísticos y pasos de unas palomas que vagan por la glorieta en medio de los caminos que se cruzan.

La mujer con una pala y escobita limpia el monumento a los héroes, el Ángel de la Independencia, en la Avenida Reforma, en la glorieta.

¿Quién eres tú que clamas por el cambio, en medio de las nubes que se acumulan mientras va ensombreciendo?

¿Quién te plantó en mi oído?

¿Y quién puede hacerse de oídos gordos ante el silencio, la mudez, la terrible mudez en la que se basa nuestra vida cotidiana?

El silencio de los asesinados, el silencio que no tiene cara.

No hay héroes. Fallecieron en las plazas comerciales, en las nóminas de los consorcios internacionales, en las páginas de la prensa amarillista, en las estaciones de metro, en los programas de ayuda al tercer mundo y en los tratados sobre el comercio de armas.

Con la muerte de los héroes se acabó la patria. Lo que queda es un territorio indefinido de las asimilaciones y rebeliones.

Una infinita fatiga y repeticiones, un sinfín de preguntas repetitivas.

¿Por qué? ¿Por qué también nosotros? ¿Por qué también nosotros, aquí, ahora? ¿Por qué también yo?

En mi pantalla se refleja la silueta del ángel sobre el que se van amontonando nubes negras. Sirenas. La ambulancia con un desconocido corriendo hacia su destino.

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Claxon. El joven a mi lado se inclina sobre su hombro, allí tiene un walkie-talkie, otro policía en civil.

Otro policía en uniforme me pregunta si soy Pacheco.

Sirenas.

No, no soy el señor Pacheco aunque a veces lo leo.

Me mira. Lo miro. ¿Qué oyen nuestras antorchas? ¿A quién?

A veces el incendio de las palabras oídas, de lo que nos hace humanos escuchando a la gente, entra sigilosamente también a nuestra boca.

Cada uno de nosotros lleva un pequeño incendio en la boca. Cada uno por lo menos una pequeña llama, un encendedor prendido, un cerillo en brasa.

De vez en cuando lío una hoja de papel seco, de periódico, amarillento de tanta noticia vieja, olvidada. Lo lío y me lo meto a la boca.

Si hay aire, si las brasas en mi boca oyen lo que les dice el oído, entonces se prende lo que está en la boca, entonces reviven los muertos y el tiempo, en otras ocasiones convertido en una película muda y ciega.

Cada uno de nosotros: luz en la boca.

Cada uno de nosotros: alguien más.

Cada uno de nosotros: escucha la llama en el oído.

La gente se va reuniendo como el agua, lentamente. Muchos portan pancartas en las que grabaron su luz.

Lentamente los arroyos corren hacia el mar. Lo que creen se convertirá en un mar. Cada vez hay menos tránsito. Todo corre en un solo sentido. Todo alrededor rascacielos, corporaciones, bancos, aseguradoras.

En medio, la gente. Hoy, para unas horas. La gente en medio.

Pasó el último turibús y con él los individuos en busca de atracciones.

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Viene emergiendo el ruido, la gente con una variedad de misiones y razones.

Ser como concha, conducto auditivo torcido, por el que respira el universo.

Los equipos de televisoras colocando sus cámaras, como si de ellos dependiera que las cosas pasen o no.

Los estudiantes con sus pancartas ocupan la escalinata en la que estoy sentado.

Gritos que el presidente es un mierda y ratero.

A mi lado un hombre mayor, ríe y bosteza un poco.

Aún son niños, comenta.

Muchos niños. Muchas madres que se preocupan por ellos se han quedado solas en sus hogares.

Muchas antorchas, mucho ruido en el oído.

Las calaveras en la prenda de una estudiante. Muchas calaveras.

Gritan Che Guevara. Gritan Libertades para los estudiantes. Gritan 43.

Cuarenta y tres.

Aquí comienza el conteo. Pero antes:

1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43 – ¡JUSTICIA!

¡Cuarenta y tres! ¡Justicia!

El hombre que comenta los gritos de los estudiantes saca un megáfono de la mochila y lo empieza a armar. Ruido, ruido entre las llamas.

¿Se oye siquiera mi voz en todo este silencio, en todo este ruido callado?

Los manifestantes alzan sus pancartas de letras rojas en lienzos blancos hasta que ya no se ve la ciudad y queda cubierto el cielo.

Atrás, un joven vende las paletas de caramelo, tres pesos por paleta.

Azúcar, necesitan azúcar para manifestarse mejor, grita.

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En otro lado la multitud de fotógrafos, equipos de televisión, caras que siguen con curiosidad el gritar de los estudiantes.

Se acerca un travesti, vistiendo un bolero de papel y rotos mallones negros, levanta la pancarta. Los fotógrafos se pelean por la fotografía. El travesti no disimula que disfruta en su exhibicionismo, es nuestra figura en el galeón.

¿Por qué, por qué, por qué nos asesinan? ¡Nosotros somos la esperanza de América Latina!

El ángel sobre mí no porta la antorcha. Solamente un aburrido laurel que cuelga del cielo tapado.

En los edificios aledaños los obreros, los constructores, las grúas no paran, Panamex, Infomex, Banamex, Petromex, Cocacolamex, Drogamex, Centromex, Telmex construyen sus templos de vidrio.

No hay descanso, no hay pausa, la gran máquina de nuestra civilización muele todo lo que se le enfrenta y ahora se le están enfrentando los estudiantes que van por la calle.

¿Son parte de esta máquina? ¿La rebeldía, cualquier rebeldía, estará ya incrustada en el esqueleto de la civilización? ¿El deseo de rebelarse, ponerse frente a las cámaras, megáfonos, forma ya parte de un sistema superior?

El contraste, ¿es el reflejo, la oscilación, la medida de lo que somos y de lo que no somos pero podemos llegar a ser? ¿Es la amenaza, la reacción lo que me hace diferente? ¿O sólo participo en el juego de una mutua fundamentación, el disfraz y el espejo?

Cuarenta y dos.

Ruido, ruido en el oído. El incendio no.

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Hace cinco días, los estudiantes volvieron a marchar en la ciudad de México y en otras ciudades del país. Hace cinco días, como ya lo hicieron muchas veces en los últimos dos meses: megáfonos, pancartas, gritos, silbatos, cantos callejeros.

Hace cinco días intervino la policía. Once detenidos, acusados del intento de homicidio, terrorismo, fueron llevados a las cárceles de alta seguridad.

Quien se rebela, tiene que estar preparado para lo peor. En la cárcel puedes desaparecer por muchos años. O te puede pasar algo peor, dice Norma.

Cada uno es responsable de sus actos. Y de todo lo que dejó de hacer debido al miedo.

Me acuerdo del desayuno de hace un par de días en Liubliana, con Ernesto Cardenal y su editor. El editor abre su iPad para escuchar el discurso sobre los horrores de los últimos años que dio en el parlamento mexicano la diputada Layda Sansores.

Los desaparecidos, decapitados, quemados, fusilados, cortados, ahuyentados, atemorizados.

¿Cuántos casos, señores, cuántos casos se resolvieron con el castigo de los malhechores, grita la diputada, cuántos?

"Ninguno", exclama vehemente el editor.

Con este discurso corre riesgo de perder la vida. ¡Esto no se dice, esto no se le dice a la cara al poder, dice el editor, el crimen organizado no permite este tipo de discursos!

Cuarenta y uno.

Desde el autobús suena el gran megáfono. La voz del orador es calmada.

Aquí estamos por las víctimas de Ayotzinapa.

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Y por los once estudiantes detenidos en la última manifestación, de los que tenemos pruebas que no hicieron nada malo. El estado nos está atemorizando. Llegamos para decirles en paz y con dignidad que así ya no podemos seguir, que México tiene que cambiar, dice la voz del megáfono.

Cuarenta.

En medio del ruido cierro los ojos. En medio de la ausencia cierro los ojos.

Alarmas, sirenas, bomberos, ayuden, mi corazón está en llamas. Desde Mayakovski hasta hoy no ha habido novedades.

En medio del ruido del mundo cierro los ojos.

En mis adentros llevo un mundo diminuto. Tiene un borde delgado, iluminado. El exterior se infiltra en él como agua subterránea y lo cambia. ¿A qué, a quién puedo cambiar yo?

Brasas en la boca. Una llama baja que calienta como si fuera un nombre.

No es mi nombre, pero a veces lo tomo prestado. Me refugio en él como si fuera un traje, me lo pongo como si fuera un disfraz, lo llevo puesto.

Me lleva. Me define. Me cambia. Juega conmigo. Somos codependientes, una micro comunidad, un nadie y un nombre, de nadie.

Hoy este nombre es Ayotzinapa.

En la boca de la letra. Como si las brasas crujieran entre mis dientes. Las letras abrasan. Soplo en ellas, las saco de su mundo, las jalo de la boca, con ellas dibujo un círculo de luz en mi alrededor.

Para cada uno, que hoy está levantando la voz para los fallecidos, los detenidos, los asesinados, para ellos cuyo ejemplo sirvió como base de esperanza a los demás, para las madres de los asesinados que pasan noches en vela, para todas las mujeres torturadas, para los niños de la calle, para cada uno dibujo un círculo para que lo cuide y salve de la oscuridad.

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Después dibujo otro círculo para todos los perdidos, para los asesinos, para los que encargan los asesinatos, para los políticos y policías corruptos, para los que se dedican al contrabando de las drogas, para los que se dedican a la trata de personas, para los asesinos, para los que creen que enterraron sus asesinatos profundamente en la tierra y para los que se sienten totalmente perdidos por todo lo que han hecho, para cada uno trazo un círculo con el deseo de que le ayude a despertar de la oscuridad.

¿También para los ejecutores?

También para los ejecutores.

Cada uno de nosotros es débil.

Moralizar no es la respuesta.

Cada uno de nosotros puede ser también el ejecutor, la víctima o el verdugo.

Cada uno de nosotros elige sin parar.

Muchos escogieron la oscuridad.

Despierten.

Treinta y nueve.

Un drone, el ojo sin piedad, sobre nuestras cabezas, filmándonos.

Mi ángel no reacciona. Ahí está, en su pedestal, inmutable con ese aburrido laurel, viendo torpemente cómo la policía nos vigila desde las alturas.

Vámonos a tomar el camino.

Algunos marchan tapándose con pancartas. Otros con disfraces. Algunos con paliacates que les cubren la cara. Otros con la cara pintada como calavera. Otros con sus trajes oficinistas. Estos son la minoría. Estos siempre son la minoría.

¿Es realmente necesario que los más jóvenes, los que apenas van descubriendo la amplitud del círculo social, arriesguen sus vidas para que todos podamos vivir una vida más llevadera, más digna?

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¿Es realmente necesario que el valor humano termine con el primer día de trabajo, de un trabajo estable, por el miedo al cambio?

¿Es la verdad realmente menos valiosa que el seguro de vida, el crédito hipotecario, las clases de piano o vacaciones de verano?

Treinta y ocho.

Muchos se sienten decepcionados. En las manifestaciones de hace cinco días había más gente. Se espera que el 1 de diciembre, el día del segundo aniversario de la toma de posesión del presidente, vaya a haber más manifestantes.

Lo de hoy es un respiro. Así se desenvuelve la batalla con el poder. Inhala. Exhala.

Inhala nuevamente. Golpea. Retrocede. Golpea nuevamente. Ahora estamos descansando, nosotros en este lado, el poder en todo el alrededor, dice uno de los manifestantes.

¿Quién en sí es el poder?

El estado, los narcotraficantes, la policía, el ejército, la burocracia, los políticos de todos los partidos, los grupos paramilitares, los vendedores de esclavos, todos los que toleran que la gente pase hambre o trabaje doce horas al día para setenta pesos. Todos los que pretenden cambiar el sistema educativo y hacerlo producir fuerza laboral barata para las multinacionales, para el Pervermex, Killermex, Hipocremex, para Chambamex.

¿Todos?

Todos.

¿Cómo cambiarlo todo?

¿Cómo cambiar a un mundo indiferente? ¿A un mundo que es cada vez más indiferente?

Treinta y siete.

¿Hay esperanza?

Poca. Pero nosotros, los mexicanos, vivimos en un continuo estado de desesperación, por décadas, y ahora compartimos por los menos la oportunidad de manifestarnos juntos. Hace tres años esto era inimaginable, a pesar de que existían los mismos problemas. Ahora tenemos por lo menos el enfrentamiento con el poder, la rebelión que nos une. Nuestra rebelión es la cara de la búsqueda de una nueva comunidad, dice uno de los manifestantes.

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Juntos. Vámonos juntos. Repitamos juntos: ¡Libertad! ¡Libertad!

¿Va a llover?

En mi patria ya es medianoche, digo.

En mi patria ya comenzó el nuevo día.

Aquí no tarda en brotar una oscuridad absoluta. Algo tiene que cambiar, dice Norma.

Detrás de los últimos manifestantes caminan los barrenderos.

Con sus grandes escobas de paja van barriendo la calle y limpian la suciedad del suelo de la ciudad de México. No hay rastro detrás de los que acaban de pasar.

La ciudad de México no es la ciudad más limpia del mundo.

La insistencia de limpiar, la insistencia de barrer es contraria a la cultura de la suciedad domesticada. Este parece ser el mensaje de la gran maquinaria del sistema: ustedes son la basura. Los vamos a barrer.

¿Pero cómo barrer las palabras, cómo quitar las escenas, cómo apagar la antorcha en el oído?

¿Cómo olvidar lo que nos hace lo que somos? ¿Cómo puede el árbol sacar sus propias raíces, cambiar un tronco erguido en una hiedra?

Treinta y seis.

La gente (con ropa) bonita observa el paso de los manifestantes desde la entrada al centro comercial.

La gente (con ropa) bonita observa el paso de los manifestantes parada detrás de las ventanas de las oficinas.

La gente (con ropa) bonita va pasando en grandes automóviles.

Algunos se quitaron las corbatas en las manifestaciones anteriores y formaron con ellas el número 43.

43. Ayotzinapa. Todos somos Ayotzinapa.

Treinta y cinco.

Inmediatamente después de que pasa la manifestación y está barrida la calle se reanuda el tránsito.

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Como si no hubiera pasado nada. Automóviles, autobuses, los claxonazos, los policías de tránsito. La ciudad regresa a su vaivén cotidiano. La manifestación es sólo una burbuja de agua en un espacio vacío. El pequeño arroyo que prometía convertirse en río, se ha secado.

Todo está ocurriendo.

A la vez no ha ocurrido nada.

Los centros comerciales están atiborrados de decoración navideña.

Un enorme reno de brillosos cristales.

Un trineo, aunque estamos a veinte sobre cero.

¿Veinte?

Cuarenta.

La manifestación se va hundiendo a la ciudad como una negra espuma. Marchamos a la oscuridad.

Compro una banderita que lleva escrito

Justicia.

Todos somos Ayotzinapa.

Justicia.

Todos somos Ayotzinapa.

Mientras, la voz del megáfono del principio de la manifestación se ha calentado. Fuertes lemas y gritos revolucionarios animan a los manifestantes.

En los balcones de los antiguos edificios del centro histórico, las caras de la gente, detrás de las iluminadas ventanas de las oficinas.

Está oscureciendo. Al lado está parada una pequeña muerte, un hombre con calavera blanca pintada en la cara.

La muerte en México está viva, respira, tiene nombre, tiene el pasaporte, puede viajar a donde quiera, meterse a la persona que quiera. Tiene cara. Puede ser tu cara. Una muerte viva que se carcajea.

Me acuerdo del muchacho de hoy en la mañana: estaba colocando las calaveritas de diferentes colores vivos en el suelo esperando ganar un par de pesos con la venta.

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Escogí la calaverita de colores más vivos.

***

Cuatro.

Es tiempo.

Tres.

Es tiempo de voltearme hacia el este. Es de noche. Puerta sin puerta, el hoyo de un bar ampliamente abierto. Afuera están pasando los taxis vacíos. Así se va nuestra civilización. Así nos vamos nosotros, después de un nuevo intento de rebelarse, de darle forma a otra cosa, a algo diferente, a un mañana mejor.

Es tiempo de inclinarme ante ti, san Julio César Mondragón, uno de los cuarenta y tres y todos en uno. Llevabas apenas un mes frecuentando la escuela normalista cuando saliste con tus compañeros a la manifestación. El fuego lloraría por ti, muchacho de la cara hermosa. Solo veintidós veces tu cuerpo dijo septiembre. Para mí, tú eres Ayotzinapa. Para mí tú eres la pregunta que no sé contestar de otra manera que estar escribiendo aquí, en medio de la noche. La noche no sabe cómo susurrar tu nombre, cómo poder entender lo que te hicieron, cómo estar de luto por ti. Por esto se viste de negro.

De noche se vistieron también tu abuelo y tu novia cuando fueron a reconocer tu cadáver, de noche fue vestido tu bebé de tres meses.

Te veo yacer, el cadáver en medio de la polvorienta carretera. Tu brazo derecho doblado, tu pantalón bajado a la mitad para dejar al descubierto tu hermoso torso sembrado de moretones.

A viva carne te sacaron la piel de tu cara, te sacaron los ojos.

No puedo imaginar tu dolor, muchacho rebelde.

No puedo imaginar lo que significa convertirse en el espíritu perseguidor del asesino.

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Te tiraron en medio de la calle, sin la cara, para atemorizar a los demás.

En tu dulce cara de cacao grabaron la suya.

Julio César, mi santo, ¡el poder no tiene cara! El poder es una cara borrada.

Tengo miedo. Pero por ti le confío a mi miedo. Puedo ver con más claridad sus contornos, puedo ver su imagen y lo entiendo cada vez mejor. Ningún animal es capaz de hacer lo que puede hacer el hombre. Y solo las plantas pueden igualarse con los ángeles.

Dos.

México es mi destino.

Observo a los luchadores en un apretado abrazo, la sangre, el público que le va fervorosamente ahora a uno, después a otro.

Hace más de veinte años.

Octavio Paz prendió en mi oído una llama que no deja de brillar. Paz y Fuentes, ambos convencidos de que a México se le puede entender a través del mito del dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, que crea al hombre. El demonio destruye a Quetzalcóatl mostrándole el espejo a la deidad. El demonio le muestra a Quetzalcóatl que tiene la cara, aunque él mismo cree que no la tiene. ¿Es esto en realidad México, soy este en realidad yo, mostrándole la cara a alguien que está convencido de que no la tiene? ¿Es cada escritor un demonio? ¿Y no fuiste tú, Julio César, santo que quiso ser maestro, quien enseñó a todo el mundo que el poder, que la autoridad, que la máquina de nuestra civilización tiene la cara aun cuando piensa que no la tiene?

Tu cara, dulce mío.

Tú eres uno. El uno.

Al número uno no le sigue el número cero.