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Mundial 2018

Leer en la derrota

Un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018. Hoy, desde Colombia, Juan Álvarez.
Miembros de la selección Colombia luego de la derrota ante Inglaterra por definiciones desde el punto penal. | Foto: EPA-EFE/Yuri Kochetkov.

Artículo publicado por VICE Colombia.

Escritores de Latinoamérica tienen en VICE la serie “Correspondencia Mundial”, que ya casi termina: un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018.

Una derrota es una derrota es una derrota. Nuestros hígados maltrechos no tienen derecho a más.

La Selección Colombia corrió y metió y braveó contra once ingleses endulzados por un árbitro gringo que compartía con ellos la lengua y como un dejo de nostalgia por la Colonia, cuando robar era práctica consumada sin vergüenza.

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Pero ya no es la Colonia. Somos más dueños de nuestro destino porque ahora no necesitamos de los relatos de otros para engañarnos; ahora, para engañarnos, basta con la retórica de nuestros propios letrados “columnistas”, quienes ligero reconstruyen la tenacidad de la historia negra en la victoria y luego, en la derrota, impugnan el uso del fútbol como “cortina de humo” para encubrir las atrocidades de los victimarios.

Tan fácil. Tan sonoro. Tan lugar común relamido: como observar a un compatriota ebrio, panzón y colorinche, de ojos apretados lloroso y dientes chuecos al aire, cantando el himno nacional allá en las estepas rusas y ver, solo ver, solo poder leer, “la ridiculez” de quien cree que canta el segundo himno más bello del mundo.

Ya desde aquel verso de Neruda configuramos la equivocación: “Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta”. Lamentamos la muerte del otro para imponer nuestra voz. Vociferamos la muerte del otro porque carecemos del vocabulario arduo con que tejer el misterio de la empatía, que es lo que importa.

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Perder en el fútbol es perder en los rigores del fútbol: postrar la memoria, desperdiciar la táctica y caer en la economía. Por ejemplo, los cinco millones de colombianos que viven del rebusque: ellos hoy con la temporada mundialista cortada demasiado pronto. Salgo a la calle y oigo su lamento: “¿Con qué moral vendemos ahora esta tonelada de camisetas?”.

La Selección Colombia corrió y metió y braveó porque así lo ordenó su comandante en jefe. A falta del buque de guerra zurdo, sentado en la tribuna, Pékerman puso tres pernos de marca con sus seis piernas y les pidió mostrar los colmillos para que nadie oliera miedo.

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Y lo consiguió: no fue miedo, nunca fue miedo, lo que los once jugadores colombianos transpiraron en la camiseta; fue peor: fue el olor, imposible de ocultar, de un comandante en jefe sin pólvora.

Quizá por eso son tan extraños e insuperables los tres cabezazos inverosímiles de Yerry Mina. En ellos habla un ejército sin lanzas; en ellos late un futuro que aún no rasguña; en ellos cruje la excepcionalidad de un verso que en realidad es su mantra: “Con los pies en la Tierra/ Y los ojos aún en el cielo”.

En los rigores del fútbol, este otro lamento: somos el primer equipo eliminado de Rusia 2018 que está seguro ya de su pareja de centrales para la próxima Copa del Mundo. Fueron las gitanas, derrotadas también, quienes lo pusieron de presente: “volverán ambos, y serán jaguares”, dijeron.

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Siempre veo fútbol acompañado del mismo puñado de amigos, entre quienes están mi hermano y J. Castro ––también conocido como "Jaiménides, filósofo del fútbol", quien en estos días y textos mundialistas fue mi socio de datos y sintaxis; ¡un saludo, crack!––.

Rara vez vamos a reuniones de familia. Rara vez vamos a bares. Rara vez esperamos una invitación cordial al televisor de alguien.

Vemos fútbol solos porque nos comportamos como energúmenos. Casi como delincuentes. Vemos fútbol solos porque somos capaces de gritar cualquier sucesión interminable de barbaridades. Vemos fútbol por un secreto fiestero salvaje que no estoy acá para contar, y claro, no vamos a permitir que nos juzguen. No por ello. No por las formas desatadas.

Y así como no vemos fútbol para ser juzgados, no lo vemos, tampoco, para imponer sobre la experiencia de los otros el ancho y alto de nuestro pedestal moral o ideológico. Sospechamos la consecuencia de hacerlo: distancia de la experiencia; no de la experiencia futbolera en particular, sino de la oportunidad de experimentar, en abstracto.

Ver fútbol para leer en la derrota del fútbol otras derrotas del país es parecido a pedirle el acueducto a García Márquez: cortinas de sentido para poder ver cortinas de humo; el letrado como protagonista. Eso que entendimos desde el verso de Neruda.

Las rutas retóricas así empobrecen, de hecho, la fibra ––el vocabulario arduo–– con la que se teje la empatía, ese entramado complejo que apenas comprendemos, y que es el que importa.