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Dos años sin mi papá, el hombre que le entregó su vida al Amazonas

En el segundo aniversario de su fatal accidente,Lucía Franco narra la vida de quien lograra la ampliación del Parque Nacional Serranía del Chiribiquete y descubriera la existencia de pueblos aislados en la Amazonia colombiana.

"En la noche anterior a tu partida me siento a pensar en ti y lo mucho que significas para mí. Hasta hoy me di cuenta de que te vas y ya sé que me vas a hacer mucha falta. Pero es necesario que salgas al mundo, que asumas tu existencia independiente y construyas tu propia vida sin depender tanto de nosotros. Tal vez pasarás algunas horas o días triste, tal vez querrás no haberte ido, pero debes saber que eres mi hija preferida y que cuentas con todo el amor de un papá que piensa mucho en ti y te desea lo mejor".

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Estas son las últimas palabras que mi papá escribiría para mí. Era el año 2014 y yo estaba a punto de irme a España a un programa de intercambio con la Pontificia Universidad de Comillas, en Madrid. Me fui en enero siguiendo al pie de la letra sus instrucciones: debía leer la carta apenas me subiera al avión.

Hoy, dos años después de su muerte, esa carta me fortalece. Me impulsa.

Rio Caqueta Roberto Franco 1988 Lucia Franco 2016

Roberto Franco ––un politólogo de la Universidad de los Andes que trabajaba como antropólogo y que dedicó su vida a la preservación del medio ambiente, a las comunidades indígenas aisladas, a los campesinos, a causas no muy valoradas–– se subió el 6 de septiembre de 2014 a una avioneta en Araracuara, un pueblo que queda en el Caquetá, luego de pasar la mañana recogiéndole flores de Inirida a Patricia Vargas, su mujer. Le dijeron que la avioneta venía fallando desde Florencia. Todos los tripulantes se subieron.

El portal Semana Sostenible dijo que las autoridades pudieron comprobar que la avioneta iba en mal estado y sobrecargada. También que diez minutos después de despegar, a eso de las 3:30 de la tarde, el artefacto dio contra el suelo. Todos los amantes de la Amazonia, escribió el periodista, conocían la labor de Roberto Franco: Julia Miranda, por ejemplo, directora de Parques Nacionales, dijo que su conocimiento en comunidades ancestrales fue fundamental para lograr la declaratoria de áreas en el Río Puré y del Parque Nacional Natural Serranía del Chibiriquete.

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El Tiempo tituló "Adiós a una voz de los pueblos indígenas en Colombia". Angélica María Cuevas, de El Espectador, escribió esto en la nota a su homenaje: "no se puede decir que los hallazgos de Roberto Franco se concentraron sólo en el Amazonas, pues durante años realizó investigaciones científicas en Boyacá, Caldas, Chocó y Antioquia. Diana Castellanos, directora de la regional Amazonas de Parques Nacionales, reconoce que fue la curiosidad de este investigador la que impulsó una fuerte articulación institucional para avanzar en el conocimiento, la protección y la documentación de los indígenas aislados".

Foto por Cristobal Von Rothkirch. Roberto Franco en la pista de Araracuara.

Ese sábado yo estaba en la casa de una amiga tomando vino. De la nada, me entró una llamada de mi mamá, quien me dijo que el avión en el que venía mi papá no aparecía. Me dijo que me fuera a la casa. Yo la sentí muy preocupada. Yo, sin embargo, no lo estaba: en la selva el hecho de que no haya señal es plenamente normal. Cuando iba en el taxi de vuelta para mi casa empecé a recibir llamadas de todo el mundo. El avión en el que iba mi papá estaba en las noticias de las 7:00 de la noche. En el televisor la presentadora lo contaba: no hubo sobrevivientes.

Patricia Vargas, mi mamá, le dijo a El Tiempo en una entrevista que "Roberto hubiera cumplido 62 años el 4 de octubre de no ser por el accidente de la avioneta que le quitó la vida a él, a Daniel Matapi, seis compañeros de viaje y dos tripulantes. Un accidente que, como las tantas historias que escribió sobre la Amazonía y los Llanos, deja ver la cara de otra Colombia donde no hay aeropuertos sino pistas de aterrizaje, donde una avioneta puede salir con sobrepeso y fallando sin control, donde el rescate de los cuerpos por parte de la Inspección de Policía se hizo parcialmente y a los familiares, después de semanas de expectativa, les tocó ir a buscar los restos para llevarlos con toda dificultad a Medicina Legal para que se completara el proceso de identificación".

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Al día siguiente, a las 4:00 de la tarde, mi mamá recibio una llamada de un señor de la Aeronáutica Civil que confimó la muerte de mi papá. No era real: no podía ser verdad. Yo sentía que él estaba vivo. Mi familia y sus amigos más cercanos estábamos reunidos en la sala de la casa de mi abuela. Todos tenían una cara de tristeza que hacían que las arrugas de sus caras se multiplicaran: yo solo cerraba los ojos y veía a mi papá sonriendo. No quería creer que fuera verdad.

Hoy, despues de dos años, a veces, si me esfuerzo mucho, puedo oír a mi papá leyendo en su estudio. Todos dicen que tengo que ser fuerte, que él siempre me está acompañando y protegiendo. Y es verdad: él siempre esta conmigo. Pero extraño sus abrazos, la forma en la que olían sus pancakes los domingos por la mañana. Son esas las pequeñas cosas las que más me hacen falta y que son irremplazables.

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Roberto estudiaba derecho en la Universidad de los Andes y su vida ya estaba escrita: se casaría con una mujer de la alta sociedad, viviría en El Chicó y sería abogado. Eso, al menos, era lo que la familia quería para él.

Sus amigos de infancia cuentan que, de joven, jugaba golf en el club El Rincón: pantaloncitos caqui y camisa polo a cuestas. Pero cuentan que también fue el rebelde que no aceptó que el padre Francis, el popular exrector del colegio San Carlos de Bogotá, le entregará el diploma el día que se iba a graduar. Cuentan también que organizó una revuelta con sus amigos para que fueran ellos los que se los entregaran entre sí.

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Yo creo que ahí empezó su rebeldía y su búsqueda de cosas distintas, de cosas que estuvieran alejadas de ese mapa que la sociedad le había trazado de antemano.

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De niña crecí escuchando sus historias de la selva, la forma en la se había enamorado de sus habitantes. No todo es tan romántico como suena. Él sufrió, y mucho, cuando llego allá al Amazonas. No tener café, no tener cigarrillos o verse obligado a comer danta (un tapir que habita el sur de América, de pelaje marrón oscuro y hocico alargado) no fue nada fácil.

Una noche todo cambió: un "baile del muñeco" hizo que quisiera quedarse por mucho más tiempo. El baile del muñeco es el baile de la cosecha del chontaduro, en el que todos los indígenas se reúnen en una maloca para celebrar la cosecha: comen, beben y bailan durante días seguidos para agradecer a sus ancestros por lo recogido.

En 1978, Roberto se vinculó con el Instituto de Antropología en un programa que se llamó "Las estaciones antropológicas". El antropólogo Álvaro Soto me contó en la Pastelería Francesa de La Candelaria, en el centro de Bogotá, que "como director del Instituto Colombiano de Antropología e Historia yo había generado un programa que llamamos 'Las estaciones antropológicas', y la idea era descentralizar la investigación que se llevaba a cabo en el instituto y ocuparnos de áreas periféricas de Colombia, que en el momento eran desconocidas, había poca información, o estaban a punto de perderse".

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El propósito del programa era lograr que los indígenas no se volvieran dependientes de las tiendas de endeude o del caucho y no tuvieran que ser obligados a ir a los internados y, también, que pudieran aprender de otra manera.

Él fue el primer jefe de mi papá.

Soto recuerda que lo invitó "para que fuera (al Amazonas). No me acuerdo si tenía contrato. Subimos todos estos ríos, navegamos días enteros, la noche y el amanecer, y llegamos a una maloca en alguna parte del (río) Mirití: ahí era donde se iba a quedar Roberto a aprender de los indígenas. En esa época, los antropólogos iban a aprender no a estudiar. Allá se quedó Roberto y, de alguna manera, siguió vinculado con el tema del Amazonas y con la estación".

El programa de "Las estaciones antropológicas" se acabó, pero Roberto decidió quedarse como pescador por un tiempo.

Un día, sin embargo, recibió una llamada desde Bogotá: era momento de volver a su casa y terminar la universidad. Como ya no quería estudiar derecho se pasó a ciencia política. Un día, en la fila del comedor de la universidad, Roberto empezó a mirar a una flaquita con una sonrisa que lo atrapó.

El 31 de octubre de 1982, como muchas veces me lo contaron, tuvieron su primera cita. Duraron de novios cinco años. El 27 de febrero de 1987, Roberto estaba a punto de embarcarse en una expedición en canoa que iba de Amazonas al Caribe de la que luego saldría el libro En canoa del Amazonas al Caribe (1993). Antes de todo esto, hizo una promesa: se casaría con Patricia cuando volviera. El matrimonio fue el 17 de julio de 1987. Treinta años después, el amor sigue siendo incondicional. La frase de cajón de "hasta la muerte nos separe" no aplica en este caso. De su amor nací yo: su única hija, que creció en medio de historias fascinantes sobre Colombia y bailando carranga al ritmo de Jorge Velosa en nuestra casa de La Candelaria.

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El amor por el Amazonas que los medios registran hablando de él le duró toda la vida. Recorriendo sus territorios empezó a escuchar historias sobre unos indígenas que nunca habían tenido contacto con la civilización occidental: ahí comenzó su obsesión. En 2011, el Amazon Conservation Team y Parques Nacionales hicieron con él un vuelo para comprobar la existencia de pueblos indígenas aislados en Colombia.

"No es casual que sea en las inmensas selvas de la cuenca del gran río Amazonas donde todavía subsisten pueblos indígenas aislados del mundo social circundante, que se mantengan en pie de guerra y se consideren 'inconquistados'", escribió Roberto Franco en un informe sobre la expedición.

Luego, en la última conferencia que dio en la oficina central de Parques Nacionales en Bogotá, dijo que la existencia de esos pueblos era "una cuestión muy emocionante pero también muy preocupante, porque inmediatamente que vimos las casas y gritamos 'maloca' dentro de la avioneta sentimos que nos caía encima una gran responsabilidad. La emoción de encontrar algo así pues es muy grande pero la responsabilidad mayor aún".

Foto por Cristobal Von Rothkirch

En 2011 fue publicado el libro Cariba Malo (que se traduce como "hombre blanco malo") en el que Franco cuenta la historia de los Yuri Pase —una tribu aislada que vive todavía en el Amazonas colombiano¬¬ y que fue vista en esa expedición—. Roberto y un grupo de colegas empezaron a liderar la elaboración de una política pública para la protección de los indígenas aislados, siendo la única en el mundo que ha sido consultada con las comunidades colindantes para incentivar acciones que sancionarán a quienes no protegieran a los aislados y los bosques de la Amazonia. Esta política pública, que se materializará en forma de un decreto-ley, está siendo consultada por la Organización Nacional Indígena de Colombia para que el presidente Juan Manuel Santos pueda firmarla el próximo año.

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Daniel Aristizabal, funcionario de Amazon Conservation Team, fue un gran amigo de mi papá y ahora es quien lo está reemplazando en ese trabajo que él coménzó. Me explicó que la política nació "porque en Colombia se confirmó con el trabajo de Roberto que existe este pueblo y que es necesario que haya una legislación para garantizar la protección. No había un marco jurídico que cobijara a todas las entidades del gobierno que pudieran tener afectación en el territorio o que por sus funciones pudieran realizar acciones en estas zonas. Entonces era necesario que todo el marco nacional estuviera cobijado por la misma política pública. Aparte de todos los países amazónicos que tienen pueblos aislados, Colombia era el único que no tenía una política pública".

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Resumir la vida de mi papá como profesional no es fácil.

Roberto dejó un legado a través de sus investigaciones, charlas, viajes y lecturas, logrando, con un grupo de trabajo liderado por él, la ampliación de 1'300.000 hectáreas en el Parque Nacional Natural del Chiribiquete, una área ahora protegida, ubicada entre el Guaviare y Caquetá. De igual forma, logró poner en práctica las propuestas que se hicieron desde la creación del Parque Nacional Río Puré, donde se establecieron cabañas en puntos estratégicos para la ayuda de la protección de los indígenas aislados. En su honor, una de ellas lleva el nombre de "Puerto Franco".

Hoy seguimos viendo que, gracias a sus acciones en el apoyo a la creación de una política pública, las medidas de protección son cada vez mayores para los pueblos que habitan el territorio amazónico, tal y como se cuenta en el documental El Vuelo del Guacamayo, que hice con dos amigos de la Universidad Javeriana de Bogotá como trabajo de grado. De allí extraje las entrevistas que cito en este artículo.

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Como la de Brigitte Baptiste, actual directora del Instituto Humboldt, a quien conocí bailando carranga en el palenque de Delia Zapata en La Candelaria. Cuando la llamé a ver si le podía hacer una entrevista sobre mi papá aceptó sin pensarlo. "Roberto hizo unas contribuciones importantísimas respecto a las comunidades locales y comunidades rurales del país. Roberto llamó la atención sobre la diversidad cultural que tiene Colombia y la diversidad de modos de vida que existen y en particular su relación con el medio ambiente".

Su trabajo, de todas formas, no fue solo en el Amazonas. Roberto también trabajó, por ejemplo, con los campesinos de Boyacá en la Laguna de Fúquene haciendo una recopilación de su historia medioambiental para ayudar a que esta no se acabara.

Su vida tambien lo llevó al Parque Nacional del Cocuy, en donde hizo planes de comanejo entre el parque y el resguardo indígena de los uwa, para protegerlos de la colonización y proteger la biodiversidad de la zona.

Podría seguir páginas enteras. Ya lo dije: resumir su vida profesional no es fácil.

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Hoy, dos años después de tu muerte, quiero escribir sobre ti. Quiero permitirme sentirte. No ha sido fácil, pero me diste la posibilidad de descubrir y conocer cosas que nunca imaginé que haría. Mucha gente me ha preguntado que si me llevaste a la selva contigo. Y yo solo puedo agachar la cabeza y decir que no. Y la verdad es que no sé por qué nunca me llevaste contigo. Dos años después de tu muerte, estoy parada en la pista de aterrizaje de Araracuara, en donde estuviste tú por última vez. Y me siento a pensar en ti y en lo mucho que significas para mí.

Recorrer tus pasos me mostró el amor que sentías por la Selva y ese amor se volvió el mío.

Foto por Cristobal Von Rothkirch