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Vice Blog

El espacio aéreo afgano también está militarizado

Me lo habían avisado: “En Afganistán te la juegas con los talibanes si te mueves por carretera, o con las compañías aéreas afganas si optas por volar…”. Vale que con esa barba de dos meses y esa ropa holgada que llevaba pudiera pasar por un local a...

El periodista Karlos Zurutuza nos ha contado más de una vez que cuando vuelve de sus estancias en Pakistán, Afganistán o Irak y no le queda otra que pasar una temporadita en Gipuzkoa, está que se sube por las paredes y que echa de menos “aquello”. Hace poco, a su vuelta de Afganistán, le preguntamos cómo se lo montaba para desplazarse en un país en guerra. Nos dijo algo así como “uff, eso daría para un articulillo en Viceland”. Y aquí lo tenemos.

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Mi avión se llamaba “Kobuleti”, como una ciudad de veraneo tristona a orillas del mar Negro. Todo apuntaba a que se trataba de un cacharro traído desde Georgia quien, probablemente, se lo compró a Turquía quien, posiblemente, se lo había comprado antes a Alemania. En el fuselaje se leía “Ariana Afghan Airways” junto a una bandera georgiana que nadie se había molestado en borrar. Sin complejos.

Me lo habían avisado: “En Afganistán te la juegas con los talibanes si te mueves por carretera, o con las compañías aéreas afganas si optas por volar…”. Vale que con esa barba de dos meses y esa ropa holgada que llevaba pudiera pasar por un local a simple vista. Aún así, no era suficiente camuflaje como para viajar en un bus afgano y sobrevivir a un checkpoint talibán. Me refiero a dos tipos armados en mitad de la carretera, aunque se baste uno solo para liarla parda.

“Ni siquiera yo me atrevo a ir a mi aldea por tierra”, me decía mi compañero de asiento en el Kobuleti. “Un nombre extranjero en tu agenda del móvil, una tarjeta de visita, un libro… te pillan cualquier cosa por el estilo y la has cagado”. Y me lo decía todo un señor pastún, de Kandahar para más señas.

La sensación de claustrofobia en Afganistán es total. Carreteras “limpias” de un día para el otro se ven “salpicadas” de talibanes, de IEDs (explosivos de carretera) o de simples bandidos locales, auténticos “moradores de las arenas” en busca de un botín en el maletero de un autobús o en las carteras de sus ocupantes. Así las cosas, hoy desde Kabul sólo se puede ir por tierra a tres o cuatro localidades cercanas. Para moverse por el resto del país, uno ha de someterse a los caprichos de Pamir, Kam y Ariana Airways, ese trío de buitres que sobrevuelan un país en guerra rapiñando en el maltrecho bolsillo del periodista independiente y, por supuesto, en el del afgano de a pie. 200 dólares cuesta un billete de ida y vuelta desde Kabul a Kandahar, Herat o cualquiera de las localidades principales del país (un policía afgano gana 150 al mes, para que os hagáis una idea). Y no importa que te encuentres a una o dos horas de carretera de tu próximo destino, te tienes que joder igualmente. Para cubrir las dos horas de coche entre Kandahar y Helmand, por poner un ejemplo, hay que volver a Kabul; dos días más de viaje, y 200 dólares menos en el bolsillo.

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“Los talibanes y las compañías aéreas van de la mano”, oiría en más de una ocasión. Todavía tengo dudas de si tal aseveración iba en broma o en serio. Pero la cuestión es que al final uno le empieza a coger gusto al asunto y se busca excusas del tipo “me voy a Nimroz para hacer el reportaje de mi vida” (Nimroz hace frontera con Irán y Pakistán y es la provincia más remota y menos “reportada” de Afganistán). Para llegar hasta aquella ratonera hay que volar primero a Herat, en la frontera con Irán, y luego subirse a un Antonov An 26 (otro puto trasto) al que se accede de culo por una rampa. En teoría el vuelo lo opera la afgana Kam Air pero, curiosamente, el cacharro luce el logo de las líneas aéreas tayikas. A estas alturas ya no pregunto.

Una vez dentro nos podemos enfrentar a dos problemas: el que una de sus dos hélices no funcione y haya que esperar hasta la semana que viene para poder volar (me pasó a la vuelta); o que uno de esos tormentones de arena tan habituales en esta zona bloquee el espacio aéreo hasta nueva orden (generalmente también hasta la semana que viene). Y si no, que se lo pregunten a los que viajaban en los dos aparatos empotrados contra la pista sin asfaltar de Zaranj (la capital de Nimroz). Lo dicho, lo de las tormentas de arena es un asunto muy serio aquí.

Fue mes y medio de esperas en aeropuertos absurdos, misteriosas e inexplicables cancelaciones y concienzudos cacheos a manos de policías sin guantes (calculo que “penetran” más de dos mil pares de sobacos al día). Opciones para volver a casa: volar vía Dubai en costosas compañías árabes, o la más barata: directo hasta Frankfurt con Ariana.

Vale, el avión salió con un retraso de dos horas y la cabina olía a pis porque la puerta del lavabo no cerraba y tampoco funcionaba la cadena. Sin embargo, Ariana me agasajó a la afgana con dos generosas comidas a base de ternera y kabuli pilav (el plato de arroz local). Me estuvieron repitiendo hasta llegar a casa, pero os juro que me hicieron sentir nostalgia incluso antes de aterrizar en el diabólicamente predecible aeropuerto de Frankfurt.