Soldado_Mexico_VICE
Ilustración por Pablo Castañeda.

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Testimonios

“Encontré nueve cadáveres y supe que el país se había ido a la mierda”: Ser soldado en México

“Soy soldado de guerra, fui entrenado para matar”.

“Soy soldado de guerra, fui entrenado para matar”, me dijo Equis, militar del ejército mexicano.

Semanas atrás un tipo me comentó que conocía a alguien que había estado en la llamada Guerra contra el narco. De inmediato quise conocerlo. Después de entablar comunicación con Equis (lo llamaré así para proteger su identidad), concretamos una reunión en un punto donde se encuentra destacamentado. A cambio de total anonimato, me contó los motivos que lo llevaron a convertirse en soldado e ilustró sus experiencias.

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Equis, 38 años

Crecí en la frontera en los años 80. Soy hijo de madre soltera, y tengo tres hermanas y un hermano. Vivimos muchas carencias. Andábamos descalzo y a veces sólo comíamos arroz y frijoles. Cuando tenía 13 años, unos primos punks de San Diego, California, me enseñaron música de The Clash, Masacre 68, Sex Pistols y The Exploited. Me gustó mucho ese ambiente y lo adopté. De punk me convertí en thrasher y me la pasaba patinando. Un día un amigo llegó sangrando a donde nos juntábamos. El barrio contrario lo había madreado. Nos subimos a un auto robado y fuimos a vengarlo. Disparamos a los cabrones pero nos detuvo la policía. Me acusaron de intento de homicidio, pero como era menor de edad sólo estuve detenido tres días después de pagar una fianza.

Después de thrasher me hice tagger y luego cholo, ese era el camino de la moda, ahora andaba pelón y vestía camisas y pantalones Ben Davis. Por andar tachando a otros barrios nos metíamos en broncas, hasta que a un amigo le dieron un escopetazo que le arrancó medio pulmón y a mí me dieron un balazo en la pierna. En ese entonces no sabía qué hacer con mi vida: ingería alcohol, marihuana y pastillas. Trabajé en una maquiladora haciendo palos de golf y como conserje en una farmacia, pero me despidieron por graffitear los baños. Una mañana un amigo y yo caminábamos por la calle tomando cerveza dentro de un galón de jugo cuando pasamos frente a unas instalaciones militares. “Voy a pedir informes a ver qué onda”, le dije a mi compa.

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Mi abuelo materno era de Sonora. Cruzó de ilegal a Estados Unidos en los años 50 y terminó peleando en la Guerra de Vietnam. Por mi parte, pertenecer al ejército para defender a mi país me valía madres, no era lo mío, pero como mi vida era una total basca quise probar con algo diferente. El militar que hacía guardia en la entrada me preguntó por qué quería darme de alta y le contesté, contradiciéndome, que para defender a mi país. Era a finales de los años 90, eran tiempos de paz, todavía no pasaba lo de las torres gemelas en Nueva York y en México no había iniciado la Guerra contra el narco ni mochaban cabezas. En ese tiempo el ejercito pagaba mal y se buscaba que las personas ingresaran a como diera lugar, hasta sin estudios.

***

Una de mis primeras participaciones bélicas fue en Ensenada, Baja California. Nos trasladábamos en un helicóptero Huey hacia el Valle de Ojos Negros. “Ya estamos en el punto, cuando vean el objetivo me avisan”, nos dijo el piloto que era de la Procuraduría General de la República (PGR). Nuestro objetivo era un punto donde las aeronaves descargaban marihuana, pero eso lo supe en el aire porque los mandos nunca te dicen a dónde vas ni a qué. Sólo dicen: “Tú, tú y tú, súbanse al helicóptero”.

En los eventos bélicos quería sentirme como en la Guerra de Vietnam. Por eso siempre traía mis audífonos y mi walkman con cassettes de The Doors, The Rolling Stone y música de los años 60. Esa tarde escuchaba a Jimi Hendrix. A lo lejos miré un avión estacionado en medio de la nada. “Mierda, ya llegamos, estoy en una situación real de guerra, ubícate”, me decía con la adrenalina al tope y con un chingo de frío porque llevábamos las puertas abiertas y la brisa de las nubes nos daba en plena cara, hasta el arma parecía de hielo.

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“¡Prepárense, carguen armas! ¿Listos a la derecha? ¿Listos a la izquierda?”, nos preguntó el teniente. Caímos a toda velocidad, parecía que nos estrellaríamos y de pronto tocamos tierra. Nos bajamos y establecimos un perímetro. El helicóptero se elevó de nuevo porque el teniente al mando miró desde el aire que los sujetos huían por un cerro y fue tras ellos.

Era casi una tonelada de marihuana en bloques de 50 kilos la que estaban subiendo al avión. Como todos habían huido, estábamos solos en medio del valle. El helicóptero regresó sin éxito porque no detuvieron a nadie. Subimos una parte del cargamento pero el peso excedía. Se acordó que los militares nos quedáramos resguardando el resto del cargamento y la avioneta. “Mañana regreso con otro piloto para que se lleve el avión y a ustedes”, explicó nuestro piloto.

Cuando cayó la noche quedamos en la total oscuridad. A lo lejos escuchamos pasos y ruidos. Decidimos patrullar. Nos acercamos a un área rocosa y nos dijo el teniente: “Ahí están, guarden silencio, agáchense y cuando estén listos, fuego”. Nos pusimos en posición, cargamos cartucho y apuntamos. No eran enemigos, era un caballo. Los narcos lo tenían escondido para cargar la marihuana. El caballo se nos escapó y yo sólo pensaba: “Si los tipos regresan por su aeronave y su droga nos van a matar a los cuatro”.

El teniente nos pidió montar vigilancia. Eran las 10 de la noche y a mí me tocó el turno de 12 a tres. Podía dormirme pero no lo hice, un soldado siempre debe estar alerta y adelantado al enemigo. Entonces, como temía por mi vida, empuñé mi arma y me quedé despierto toda la noche soportando el puto frío.

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Cuando amaneció, vimos que en la cima de un cerro se hallaban instaladas unas casas de campaña. Íbamos hacia ellas cuando escuchamos voces en una zona rocosa: “Ya se han de haber ido los soldados”, decían. El teniente nos hizo señas para ponernos en posición. Se me bajó la sangre a los pies y se me subió la adrenalina al 100. Pensaba: “Voy a matar a una persona, voy a matar. ¡A la chingada, voy a defender mi vida como sea, chingue su madre!”. Puse pausa al walkman con rolas de Vietnam y contamos hasta cinco. Las voces venían desde atrás de unas piedras, así que les llegamos de sorpresa: “¡Ejército mexicano, alto!”

Resultó que tampoco eran enemigos, sino una sección de compañeros que había salido de infantería en nuestro apoyo 12 horas antes. Habían caminado en la oscuridad descansando solamente por espacios de 10 minutos, subiendo y bajando montañas, atravesando ríos y matorrales. Nos dio gusto verlos. Todos subimos a las casas de campaña que habíamos mirado. Era un campamento que los narcos abandonaron. Nos comimos todo lo que habían dejado: sopas instantáneas, barras de pan y atún. Al terminar, el soldado de transmisiones estableció comunicación con el regimiento militar. El alto mando ordenó que pusiéramos a disposición la droga, pero de infantería porque el helicóptero fallaba. Agarre un bloque y con un cable que hallé tirado me hice una especie de mochila; ahí vamos toda la tropa cargando marihuana durante ocho horas, hacia las instalaciones militares, con los pies llenos de ampollas pero mirando los paisajes más hermosos de mi vida.

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***

Cuando inició la Guerra contra el narco hubo muchos cambios. Habíamos sido soldados de cuartel y labor social: pintábamos escuelas, plantábamos árboles, íbamos a ceremonias, instalábamos retenes; todo era tranquilo, el país no era un caos como ahora. Pero en el fondo uno quería guerra, pelear, usar sus armas, su adiestramiento, todo aquello para lo que nos dimos de alta en el ejército.

Un día llegamos a Zamora, en Michoacán, y vimos que comenzaron a explotar cuetes en el aire, advirtiendo de nuestra llegada. Unos halcones [espías] en moto comenzaron a ponernos cola durante varias calles hasta que los amenazamos con las armas para que se largaran. Sí se fueron, pero de repente, a las afueras de la ciudad sobre la carretera, se nos atravesó una camioneta llena de batos armados que se metieron a una brecha. Comenzamos a seguirlos a toda velocidad pero el polvo nos obstaculizaba la visibilidad del camino y como era de noche, apagamos la luces para tener un poco de ventaja aunque mirábamos menos. Bajamos la velocidad. Llevaba colocado un chaleco con doble placa y mi casco kevlar de fibra de carbono antibalas. En Michoacán había causado alto puro militar que venía de lugares sumamente bélicos, como Tamaulipas y Nuevo León, pero yo tenía muy poca experiencia en combate. Le apuntaba a la maleza, a los árboles y al aire. Nos detuvimos en un punto y un soldado que iba montado con una FN Minimi [ametralladora que dispara 800 balas por minuto] comenzó a rafaguear la oscuridad. Todos nos bajamos en chinga y comenzamos a disparar al polvo porque no se veía nada.

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Fue un desmadre de balas. Alguien gritó: “¡Alto al fuego, alto al fuego, prendan la luces!” Poco a poco el polvo se fue aplacando y pudimos ver que el soldado se había chingado a los ocho sicarios. La escena era impactante: estaban hechos pedazos, unos abrazando su arma, otros con granadas en la mano que nunca lanzaron. No supimos cómo el soldado miró entre tanto polvo, lo cierto es que nos salvó de morir. Uno de los sicarios agonizaba. El teniente le dijo a un compañero: “Está sufriendo, acaba con su miseria”. Y ¡Pum!, le disparó en la cabeza. Los muertos, como todos los sicarios de Michoacán, eran campesinos humildes en huaraches con los pies mugrosos, pero con pecheras y granadas en el cuerpo, jóvenes de entre 18 y 35 años.

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Un día buscábamos un laboratorio de metanfetamina en un bosque de Michoacán. Arribamos al laboratorio y nos dio un olor fétido, espantoso, como a cerdo. Apestaba pero no se veía algún animal muerto. Uno de los compañeros comenzó a mover con el pie un pedazo de tierra que se veía medio floja. “Aquí hay algo enterrado”, dijo. Siguió moviendo y salió una mano. “¡Ay, güey, hay un cabrón enterrado aquí!”, gritó. Comenzamos a quitar la tierra y resultó ser una fosa clandestina. Nueve cuerpos de mujeres y hombres enterrados. Esto pasa en México pasa como si nada. Con esa escena supe que el país se había ido a la mierda.

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Tamaulipas es el estado más estresante. En Tamaulipas saben que del narco solamente se sale en una tumba, por eso cuando ven al ejército se dejan ir con todo, son como suicidas, les vale madres su vida porque su vida es una mierda.

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En Tamaulipas me tocó acudir en apoyo de unos compañeros que estaban en un enfrentamiento. Uno de ellos cargaba un lanzagranadas en el hombro y le disparaba a un vehículo blindado. El bato que estaba encerrado en el auto era un cabrón que le decían Mataguachos o algo así. Había matado como a 30 militares y había descuartizado a varios civiles, era un terror. Sus escolta ya estaba muerta, pero él disparaba desde su vehículo y gritaba: “Me la pelan putos”. En ese tiempo había mucho odio y rencor contra los narcos de Tamaulipas porque los deteníamos y a los dos días salían libres. Tenían comprado y amenazado a los ministerios públicos.

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En Michoacán también me tocó asegurar a un chavo sicario. Resultó que tenía 15 años. Su historia era que le habían prestado un auto y lo había chocado porque andaba borracho. Las personas con las que se estrelló lo entregaron a la policía y ésta lo entregó al narco; ellos deciden si te meten a la cárcel o te llevan con ellos a trabajar. El chavo decía que en la sierra donde vivía solamente podía estudiar hasta la primaria; la secundaria le quedaba muy lejos y no había en qué trabajar. Su madre solamente tenía tres puercos, cultiva sus verduras y no tenía trabajo. Como él conocía las brechas en la sierra, los narcos lo secuestraron para que fuera puntero [guía que va al frente] y los ayudara a moverse.

El chavo estaba feliz, quería confesar que era culpable, que era narco; prefería estar en la cárcel. “Te secuestran, te dan de comer y a veces te pagan, pero como no hay dónde comprar ellos mismos nos venden refrescos, tacos, galletas, y ahí se nos va el dinero”, me platicaba el chavo. No sé si a él, como a otros que conocí en situaciones similares, los violaban o los golpeaban pero preferían estar en la cárcel. Me pongo en su lugar y los entiendo.

***

En el ejército, el 90 por ciento de los elementos de la tropa son campesinos, personas humildes y honorables. Pero por un mal elemento que viola o mata nos desprestigiamos todos. Me siento orgulloso de ser soldado, de portar el uniforme, de hacer cosas positivas por mi país. El ejército me enseñó a ser disciplinado, me educó y hasta me enseñó a usar los cubiertos para comer.

Siento injusto cuando alguien que ha recibido una educación burguesa pagada por sus papás, me dice, sin conocer lo que he vivido, que soy “un perro, un asesino o un represor”, siendo que he arriesgado mi vida por este país.

Mi sueño es llegar a ver un país unido y autosuficiente, con bonitas calles, con gente amable. Con empresarios que no son unos explotadores y que pagan bien para que los obreros tengan una buena calidad de vida. Vivo entre dos personalidades; una es la del militar leal que ayuda a las personas y la otra es la de un punk que apoya las causas que puede y que cree en la autogestión. Hace tiempo estaba concentrado en Querétaro. Una noche salí a tomarme unas cervezas a un bar y por suerte tocaba Solución Mortal, Cagada de perro, Acidez, Conflicto de libertad y Ámpula. Desde entonces cuando tengo tiempo organizo tocadas. Este 2019 me jubilaré con 20 años de servicio.