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otro fútbol

Ni Barça ni Madrid: una final desde la grada del Alavés

En la marea albiazul, un padre subió a su hija a hombros. Fue entonces cuando la niña miró a lo lejos y puso aquella cara. La cara de quien nunca ha visto nada igual.
Fotos Pablo Zulaica

La masa de aficionados del Deportivo Alavés avanzaba sólo a ráfagas por el puente peatonal que libraba la M-30, el primer anillo vial de Madrid. Poco acostumbrados a tales multitudes, la ansiedad se mezclaba con la antipatía de algunos hacia las fuerzas del orden en forma de silbidos contagiosos. Detrás de tres controles quedaba el estadio Vicente Calderón, a punto de ser demolido, pero elegido este año a modo de cierre para decantar la Copa del Rey de España. El Alavés se había colado en su primera final en 96 años de historia, para la que habían contendido 83 equipos de cuatro categorías nacionales. Y ahora, el gentío era tal que varios, muchos de ellos niños, lo pasaron mal. En la marea albiazul, un padre subió a su hija a hombros. La hija se aferró con pies y manos a aquella cabeza dentro de ese mar, el padre se dio la media vuelta y fue entonces cuando la niña vio hacia atrás, miró a lo lejos y puso aquella cara. La cara de quien nunca ha visto nada igual.

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La Copa, llamada el torneo del k.o. era especial por las sorpresas que solía deparar, pero con el reparto de los derechos televisivos y la guerra fría entre Real Madrid y Barcelona, cada vez es menos frecuente ver a equipos chicos en las últimas rondas. Desde 2011, además del Barcelona, presente en todas las finales menos una, y de su archirrival merengue, sólo llegaron hasta aquí Athletic, Atlético o Sevilla. Por eso el Alavés, recién ascendido a la Liga Santander, es un rara avis.

En números, el Barça ganaba ya por goleada: 695 millones frente a 50 en presupuesto anual; 98 frente a 1 en finales oficiales disputadas; 91 frente a 0 en títulos ganados; 149 a 40 en millones ingresados por derechos de televisión y 143.000 a 16.000 en abonados. Pero, de esos 16.000, más de 15.000 viajaron a Madrid, y junto a otros no socios pasaron de 20,000. Al ser campo neutral, la Federación había dado a cada club 19.301 entradas, y el estadio estaba dividido en dos mitades.

Ahí, y sólo ahí, comenzaba la igualdad. Y allí, y sólo allí, se deshacía: el Barcelona pelearía por alzar su único título de la temporada, algo que, de lograrse, para muchos tampoco salvaría el año tras perder la liga en el último partido y decepcionar en Champions League. Al Barcelona hoy se le exige desde todo el mundo: en la mitad barcelonista había catalanes, andaluces, canarios, mexicanos y hasta alguno de Vitoria con el corazón un poco dividido. En la mitad albiazul, en cambio, sería raro encontrar a alguien de fuera de la ciudad, si acaso de Álava, la provincia que los nombra. A las ciudades chicas la globalización llega más lenta, y esa era otra baza del Alavés: no sólo eran los aficionados, era un pedazo de Vitoria, más de un décimo de la ciudad, lo que avanzaba por Madrid.

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Para los vascos, libres de exigencias, la final era un verdadero premio. Con 56 puntos y novenos finalmente en liga, la permanencia en Primera la habían logrado siete jornadas antes. Hasta se dio el gusto de rebasar al Éibar, su vecino guipuzcoano, más modesto, que lleva tres años épicos. El Alavés venía de diez años fuera de la élite, entre ellos unas temporadas infames en manos de un millonario ucranio-estadounidense que se quedó solo enseguida. Tras casi desaparecer, fue adquirido por el empresario local Josean Querejeta, exjugador de basket, cuya gestión ha llevado al Baskonia, el equipo de la ciudad, a lograr ligas y copas y a la élite europea. En Madrid, los aficionados seguían recordando el 2-3 agónico que un par de años atrás, tras muchas jornadas al límite, libró al Alavés en Jaén de regresar a la 2a división B, un pozo sin escalera. Un equipo modesto encuentra su esencia en esta clase de agonía. Como si el Barça levantara puros 6-1 al PSG.

Pero había un precuela de final, de 2001. De cuando -se ve en las fotos- se jugaba con tallas XL. En su primera participación en una competición europea, un Alavés que iba de color vino para promocionar sus caldos regionales echó, entre otros, al Inter de Milán y al Kaiserslautern y se plantó en Dortmund, Alemania, frente al Liverpool de McAllister, Gerrard y Michael Owen. Y hubo tal borrachera de goles que aquello pasó a los anales de la UEFA. Los novatos, siempre por detrás, igualaron una y otra vez hasta que Jordi Cruyff puso el 4 a 4 in extremis. Y en el minuto 116, ya con dos hombres menos, una falta red rebotó en un defensa albiazul y se coló en la portería de Martín Herrera. Como había gol de oro, aquello murió con 5-4. En las gradas hubo 9,000 albiazules frente a 36.000 reds. Mila esker amets honengatik, decía una pancarta en el estadio ya vacío del Borussia. En vasco, "Muchas gracias por este sueño". La cruda fue propia de un adolescente. Aunque el vino parecía rosado. Ese año el Liverpool despegó y los suyos lo recuerdan bien: le decían el pink team.

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Ahora, en Madrid, eran 25.000. Unos 20.000 en las gradas y otros cuantos que vinieron a la fiesta.

Enfrente, Messi
La final comenzó imprecisa, con el Barcelona quizás tenso ante la idea de un verano tras el año en blanco. Dominaba, abrumaba, pero el Alavés, a veces con suerte y a veces con orden, iba entrando en su papel. La pizarra del argentino Pellegrino ordenó presionar la salida del balón culé, y en el 26', un robo albiazul acabó con Ibai Gómez entrando por la esquina izquierda del área y chutando al palo corto. Jesper Cillessen no blocó la pelota, que pegó en el palo y salió combada por detrás del portero, como bola de golf en un green inclinado y en dirección al otro palo. Dejó a medio estadio al borde del infarto y pasó dudando frente al palo largo camino de la línea de fondo. Deyverson alcanzó a chutar, pero sin ángulo.

Para muchos fue el punto de inflexión. Marcarle pronto al Barcelona no asegura nada, si acaso podría ser peor, pero el Alavés no sólo juega al 0-0 y a aprovechar su única ocasión: a veces, al revés lo hace mejor. Si se ve arriba, se cierra cual tortuga y hasta marca al contraataque. Sin ir más lejos, la primera de sus 14 victorias en su temporada de regreso la había logrado en el Camp Nou, y era el único equipo que había ganado allí este curso al Barcelona. Por eso la grada creía. Y porque la liga había empezado exactamente aquí, en el Calderón, empatando al Atlético de Madrid en el 94'.

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"Aquí, la política va en el fútbol, ¿verdad?", preguntaba en el lado culé Paolo, un mexicano que había volado con otros dos amigos desde Guadalajara con su bandera tricolor. Mientras sus Chivas se proclamaban campeonas, él quería ver otro fútbol, otros estadios, otra manera de llevarse entre aficiones, dijo. Entre vascos y catalanes no iba a ver disturbios, pero sí, en cambio, la ya tradicional pitada al himno nacional cuando se citan ante el rey dos hinchadas de la periferia del mapa. Ni que decir tiene que los peatones madrileños jaleaban a los albiazules para que el Barça se fuera de vacío. Pero Paolo y sus amigos también viajaban para ver jugar a Messi.

Pero sí, fue Messi quien marcó primero. Messi, haciendo de Messi, tiró una rosca desde el balcón del área a la base del palo izquierdo. Un solo toque, como el del último minuto en el Bernabéu un mes atrás, y el balón resbaló por el lateral interno de la red hasta quedarse quieto.

La grada albiazul intentó el deshielo al grito de Alavés, Alavés, como siempre, con la tilde muy marcada, mantra más elemental, el cántico más corto con vida propia del amplio repertorio del Glorioso. Y fue una especie de boca a boca en el momento exacto. A los tres minutos, solo tres, hubo una falta muy cerca del ángulo derecho del área del Barcelona. El guante derecho de Ibai Gómez, el especialista, estaba listo para patear por fuera, pero se lo cedió a Theo, que se lo puso como izquierdo y pateó hacia adentro.

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Se puede perder una final, pero más duro que eso debe de ser irse a casa sin gritar un gol, sin poder sacar todo lo que uno ha cargado hasta ese asiento. Se recuerdan las negociaciones con pareja, familia o amigos, el vuelo desde muy lejos, los favores para recoger los tíckets, malentendidos, atascos, y lo que supone lo inesperado: los especiales de la final en prensa, las ediciones conmemorativas de camisetas, bufandas, boinas y pins, el concurso local de escaparates, los autobuses, el catering masivo, el polvo mascado en el punto de reunión o el desabasto de cerveza. En fin: lo que cuesta mover a 25.000 personas, la mayor movilización puntual en la historia de una ciudad que tiene nueve siglos. Y entonces uno piensa, si es que piensa, que cómo no iba a estar ahí.

El misil curvo de Theo quitó las telarañas del palo largo y fue una defensa a medias frente a quienes quieran criticar a Cillessen: quizás mal colocado, desde ahí, pararla era imposible. Por mi parte, si alguna perdí más voz que en ese bendito instante, no recuerdo cuándo.

La igualdad duró diez minutos en el marcador, que no en las gradas. La mitad culé del campo estaba en mute y sólo cantaba de vez en cuando el himno. Pero el Alavés se había replegado, Messi puso el pase de la muerte a Neymar, que además de tirarse dos veces por cada falta recibida marcó el segundo gol, y enseguida Alcácer aprovechó otro pase de esos que sólo Messi ve y se la cruzó a Pacheco. 3-1. Cinco minutos de despiste dejaron un descanso a pie cambiado, con cierta sospecha de que, pese a todo, con la lógica suele pasar eso: que se cumple casi siempre. Sirvió, al menos, para descansar gargantas y para que las manos, medio hinchadas, recobraran su tono original.

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Pese al conjuro para la remontada, el la segunda parte sucedió poco. Pases magistrales de Messi, un gol bien invalidado a Deyverson -entonces llegó la noticia de que el 2-1 también debió haberse anulado-, una pierna suelta en un rechace que pudo suponer el 3-2 y un paradón de Pacheco, que, tan bueno que es, ya se había llevado tres goles. Con la euforia opacada, se vio otro contratiempo: Mendizorrotza, el estadio vitoriano, es una cajita de cerillas a la inglesa, un campo muy de la España lluviosa, con todas las gradas cubiertas y esquinas cerradas, al que sólo ganaría en sonoridad jugar en una catedral gótica. En el Calderón, el núcleo duro de la hinchada, los que pasan el año en pie en grada gol y para quienes sentarse es sacrilegio, apenas lograban propagar con mucho esfuerzo cánticos, y al estar el fondo dividido en tres bandejas, la mayoría de letras y melodías, si llegaban, llegaban desfasadas. Uno no sabía a qué renglón sumarse y se quedaba en medio. Abajo, nada cambió al entrar Camarasa y el paraguayo Óscar Romero. Marcos Llorente, el flamante timonel, mantuvo al equipo en la lucha, pero el Barcelona manejó el reloj. Neymar, a base de piscinazos innecesarios, Iniesta con su clase y Messi caminando, que no es igual que estarse quieto. Para entonces ya había corrido y marcado, y seguía repartiendo. En el cierre oficial del Calderón, Luis Enrique, que se declaró agotado unos meses atrás, se despedía con su título 9 de 13 disputados.

Lecturas
Dieciséis años atrás, en Vitoria, tras el 5-4 de Dortmund quedó la sensación de que un título nunca volvería a estar tan cerca. De que había sido un sueño. Este lunes, los vidrios con viñetas del equipo seguían intactos, como la ventana de un niño que no quiere que la Navidad se acabe y, tal vez, la de la niña que miraba lejos. Había amargura y llevará días pasarla, pero en los corrillos y los medios ganaba la sensación de que el club había salido reforzado. Que ahora es mucho más sólido y creíble que hace un año y que el objetivo a medio plazo, asentarse entre la élite, está un poco más cerca.

Como les pasa a 18 de cada 20 equipos en España, en verano se irá media plantilla. Parece que Llorente y Theo, las figuras, jugarán en el Real Madrid, y el míster Pellegrino anunció que no seguirá al frente. Pero esta costumbre ya llegó a Vitoria con el basket. Cada verano hay una fuga de jugadores al Real Madrid y Barcelona, si no a la liga griega o a la NBA. Nadie sabe qué pasa por la mente del presidente Querejeta, pero su estilo críptico e imprevisible para muchos sigue dando alegrías. Ahora busca un nuevo estadio, como el Atlético, y en vez de desmesura habla de inversión. Que rima con ilusión. Pero año a año se gana el beneficio de la duda y nadie rechista mucho. Y lo normal sería que, si viene otra final y es frente al Barcelona, Messi ya la vea por la tele.