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Malgasté mi juventud siendo un alcohólico

"La gente me veía como un desastre humano, siempre tirado por las calles con un coma etílico".

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Este artículo se publicó originalmente en VICE.

Por Jakob Engberg Petersen, según el relato de Lars Jellestad.

Jakob Engberg Petersen durante una borrachera a principios de los 2000. Fotos de Jakob tomadas por sus amigos.

He tenido borracheras que me han durado meses seguidos; metomaba entre 50 y 60 bebidas al día, casi no dormía y me metía cualquierdroga que se me pusiera enfrente. Me quedaba tumbado en la sala de mi apartamento de mierda en Nordvest, a las afueras de Copenhague, con el cuerpo atenazado porun sentimiento de vacío interior que no puedo explicar con palabras. Metemblaban las manos, el corazón me latía a mil por hora, abrumado por el miedo, yempezaba a sudar profusamente. Y Dios sabe la vergüenza que sentía de mí mismo.

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¿La solución? Sólo conocía una: seis cervezas Harboe Bear (7,7 por ciento) y una botellade vino malo.

Así solían ser mis lunes por la mañana cuando tenía unos 25años, una época en la que mi única meta en la vida era emborracharme hasta caermuerto. Nunca llegué a ese extremo, aunque no fue porque no lo intentara con todas mis fuerzas.

Me llamo Jakob Engberg Petersen y hoy miro atrás hacia unpasado de casi 20 años de alcoholismo tan intenso que hizo trizas mi juventud.

Empecemos por el principio, por la época en la que comencé aforjar mi trayectoria como joven alcohólico. La primera vez que di unos sorbosa una bebida alcohólica tendría unos 12 o 13 años, y enseguida supe que aquelloera para mí. El sabor estaba bien, pero la sensación que me provocaba eraincreíble. Mis amigos opinaban lo mismo. Por aquel entonces, nos pasábamos eltiempo fumando marihuana, patinando, haciendo graffiti y comiendo hongos… Nos metimosen todos los problemas en los que se puede meter una pandilla de mocosos de la periferia.

Viví sólo con mi padre desde los 9 a los 17 años. Nuestrarelación era más como la de dos amigos que la de un padre y un hijo, conlo que más que una figura paterna, él era "un parcero" que no solamente medejaba beber lo que quisiera y hacer lo que quisiera, sino que fue quien meintrodujo en el maravilloso mundo del cannabis. Cuando a los 15 años me inscribí en un programa de educación alternativa, el día de mi partida mipadre me preparó algo de comida para el viaje y de regalo sorpresa incluyó unoscuantos cogollos de marihuana.

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Pasaron dos años hasta que alguien me dijo por primera vezque tenía un problema con la bebida. Fue mi novia, y cuando me lo dijo yotendría unos 18 o 19 años. Me sugirió, con toda la delicadeza de la que fuecapaz, que debería buscar ayuda. Yo no consideraba que fuera necesario, pese aque a esas alturas ya me habían expulsado de varios institutos y habíaadquirido el hábito de desayunarme cuatro cervezas Tuborg Premium (5,8 por ciento). Viéndoloahora, me doy cuenta de que fue en esa época cuando inicié el descenso por unaespiral de autodestrucción. Uno a uno, todos mis amigos, ocupados con susestudios y sus becas, empezaron a desaparecer de mi vida, y yo me rodeé degente de mi calaña, personas que tampoco tenían ningún inconveniente con empinarse una botella de vodka barato el martes por la noche.

Fumaba hachís, solo o en compañía, y tampoco teníainconveniente en beber solo. Cuando lo cuento parece que fuera una decisión consciente, pero en realidad no podía evitarlo.

Jakob, a la izquierda, con unos amigos.

A los 17 años, me mudé a Copenhague para empezar de nuevo,aunque, por supuesto, ocurrió justamente lo contrario. Mi cadena de fracasosescolares me obligó a pedir más préstamos de estudios, cuyas cuantías megastaba íntegramente en las drogas y el alcohol que habían pasado a formarparte intrínseca de mi vida nocturna. Mi madre también me prestó dinero, y yo la engañaba diciéndole que estaba contribuyendo a algosensato. Ella sabía perfectamente lo que pasaba, pero se sentía culpable porhaber dejado que me fuera a vivir con mi padre y prestarme dinero era su formade redimirse.

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Mi padre está muerto, pero durante muchos años estuve muy enojado con él. Cuanto más maduraba, más consciente era de la mala influenciaque había sido mi padre en mi vida. Esos pensamientos autocompasivos te sumenen la tristeza y combinan a la perfección con la bebida.

Beber ha sido siempre la consecuencia directa de sentirmecomo una mierda. Cuando no lograba aliviar la pena con el alcohol, recurríaal hachís o a las drogas duras. La idea era anular el dolor y la vergüenza.

A los veintitantos años me tomaba unas 50 o 60cervezas al día, cantidad que reducía a más o menos la mitad entre semana paraser mínimamente operativo. A esas alturas había aceptado mi alcoholismo yestaba con un tratamiento de Antabus, lo cual provocó que aumentara el consumode hachís y pastillas para compensar. Lo cierto es que, si realmente quieres,puedes beber mientras tomas Antabus. Y yo quería. Sientes mucha presión en lacabeza, el corazón se te acelera, sientes náuseas, tienes dificultad pararespirar y te aparecen erupciones en la piel. Pero al final el alcohol someteal sistema nervioso hasta tal punto que incluso dejas de notar la reacciónalérgica.

Siempre pensaba que después de un par de meses detratamiento ya estaría preparado para volver a beber. Pero cada vez que dejabael tratamiento, la cosa empeoraba.

La parte más dura era admitir que no eracapaz de controlarlo. Tenía la falsa idea de que algún día sería capaz deregular la ingesta de alcohol, por la simple razón de que no tenía el valorsuficiente para afrontar la realidad: que bebía porque algo en mi interior noestaba bien. Si quieres dejarlo de una vez y para siempre, tienes que plantarcara a tu dolor. Esa es precisamente la batalla que muchos alcohólicosprefieren no librar, porque no disponen de las armas para enfrentarse a losdemonios que originan ese dolor.

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No era capaz de permanecer sobrio, pese a que estaba pagandocara mi adicción. Cuando estaba con mi segunda novia, combinaba el alcohol conlos antidepresivos, lo que me provocaba comportamientos autolesivos. Así, aveces me rompía botellas de vidrio en la cabeza delante de ella o me provocabamoretones en los ojos para que pareciera que alguien me había golpeado.Muchas otras veces, ella volvía a casa y me encontraba tirado en el suelo delsalón, sobre un charco de mi propio meado, mi vómito y de vodka.

Jakob en una situación clásica de cuando era alcohólico.

A los 25 años, decidí mandarlo todo a la mierda y empezar abeber de verdad. He estado a punto de morir dos veces en mi vida. La primerafue en un festival de techno: allí perdí el conocimiento y me desperté en unhospital. La segunda fue en el Culture Box, durante una sesión de Jeff Mills.Aquella noche sufrí una sobredosis de GHB y de una cantidad ingente de licor.Se me paró el corazón y alguien me reanimó en plena calle, bajo la lluvia yante la mirada de la gente que hacía cola para entrar en el local. Al díasiguiente desperté en el Hospital Universitario de Copenhague, con el cuerpolleno de electrodos.

Recuerdo haber visto una bolsa de plástico con mis pantalones, quepor lo visto mojé con mi orina mientras los paramédicos intentaban reanimarmeen la acera. Las graves advertencias del médico no me produjeron ningún efectoy esa misma noche volví a consumir de todo. Las noches que no salía las pasaba en casa, con las cortinas cerradas, bebiendo solo mientras se mellenaba la cara de lágrimas y mocos.

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A los 31 años me matriculé en una escuela de rotulación.Llevaba seis o siete años con tratamientos intermitentes de Antabus, perocuando la novia que tenía entonces me dejó, sufrí una nueva recaída que dio altraste con mis estudios, porque el síndrome de abstinencia era tan fuerte queme temblaba mucho el pulso y no podía hacer trabajos de precisión con elpincel. Estaba muy volcado en mi formación y quería acabarla, y poco a pocoempecé a recuperar la ilusión por seguir viviendo.

En lo más profundo de mifuero interno, sabía que tendría que cortar por lo sano el consumo de alcohol.Sufrí varias recaídas durante el primer año entre los periodos de tratamientocon Antabus y fumaba porros a diario, pero en agosto de 2013 acudí a variosgrupos de ayuda y dejé el alcohol, el hachís, los fármacos y las drogas duraspara siempre. Hoy la droga más fuerte que tomo es el café.

Jakob pintando una fachada a mano, algo que sería imposible si siguiese bebiendo.

Decir que fue un punto de inflexión sería quedarse corto. Lamayoría de la gente me veía como un desastre humano, siempre tirado por lascalles con un coma etílico. Ahora me siento respetado por esas personas que mehan visto estar en lo más bajo y volver a ponerme en pie. Obviamente, ya notengo relación con esas personas, pero desde entonces he hecho nuevos amigosque beben y se drogan con moderación. Sin embargo, ahora soy capaz de salir conellos y resistir la tentación. Y la verdad es que la paso igual de bien ysuelo ser el alma de la fiesta. Pero llegar a este punto me ha llevado tiempo.Tengo un amigo muy cercano que también ha logrado dejar la bebida y me haayudado muchísimo a volver a salir por la noche como la gente normal.

No extraño estar ebrio. Aunque suene cliché, ahora midroga es la vida y veo que cada día doy un paso más en mi progreso, tantoespiritual como físico y social. La mejor sensación que puedo experimentar adía de hoy es la de estar lúcido. No puedo prometer que no llegue un día,después de que haya traído al mundo un par de hijos y tenga una barba bientupida, en que decida fumarme un porro en la caseta de lasherramientas, pero casi sé con toda seguridad que no volveré a beber nunca más.

A pesar de todo, no me arrepiento de la juventud que hevivido. Obviamente, he echado a perder unos cuantos años, pero gracias a esohoy puedo ser la persona que soy.

***

Jakob Engberg Petersenacaba de abrir su negocio de rotulación, Copenhaguen Signs, a los 34 años.