FYI.

This story is over 5 years old.

Noticias

De indios y agricultores

Granjeros brasileños masacran tribus nativas para quedarse con sus tierras.

Rita, una indígena Piripkura, habla un portugués rudimentario y yo apenas entiendo su lengua nativa, el Tupi-kawahib, lo suficiente como para pronunciar bien su nombre. Sin embargo, a lo largo de nuestra primera hora juntos, logramos montar la historia de la masacre de su tribu. Comenzó una noche, hace 30 años, cuando un grupo de hombres con pistolas y bates de madera invadieron su poblado. Los asesinos, conocidos por el nombre de jagunços y contratados por granjeros ávidos por hacerse con sus tierras, cazaron a los desprevenidos miembros de la tribu de Rita y acabaron con ellos a tiros y golpes. Decapitaron a su padre y lo mismo hicieron con docenas de niños y adultos. A su tía, dormida en una hamaca, le dispararon a bocajarro, arrojando después su cuerpo, junto al de muchos otros, a una enorme pira. A Rita la violaron. Puede que se olvidaran de matarla. Recorriendo el poblado tras la masacre, Rita asumió que era la única superviviente de su tribu.

Rita me contó su historia sentados los dos cara a cara en una ruinosa choza de madera en los bosques amazónicos cercanos a la ciudad de Colniza, entre el Mato Grosso y el Amazonas. La región tiene fama de ser la más violenta del país; teniendo en cuenta la alta tasa de homicidios que hay en Brasil, este dato convierte la zona en lo peor de entre lo peor. Éstas son también las tierras donde su familia y amigos fueron asesinados. En Brasil, la prensa cubre rutinariamente o directamente ignora historias como las de Rita. Lo cierto es que genocidios similares se han venido llevando a cabo desde que la región se colonizara durante la dictadura militar de 1964. La causa de la violencia contra la población indígena de Brasil estriba casi siempre en los intereses de los madereros, agresivos hijos de puta sin corazón a quienes sólo importa responder a la siempre creciente demanda de madera en bruto. A los grupos pequeños y desplazados de supervivientes como Rita, incapaces de defenderse de los arbitrarios asaltos, se les abandona deambulando por la selva como si de fantasmas se tratase. Más de un año después del ataque, Rita fue hallada vagando sola por los bosques. Su descubrimiento fue el resultado de las persistentes expediciones de búsqueda organizadas por FUNAI, una agencia creada por el Gobierno para proteger a los indígenas. Sin opciones, Rita no tuvo más remedio que sumergirse abruptamente en la sociedad brasileña. Tuvo la peor recepción posible: en cada ciudad era víctima de la intolerancia y de abusos físicos y acabó esclavizada en una granja. Se encargaba de realizar labores domésticas, pero también la obligaron a prestar servicios sexuales. Tras huir, se casó con un indio de otra pequeña tribu, y hoy vive una tranquila existencia tribal en el interior de la jungla. Rita me contó todo esto del mismo dulce modo con que me contó muchas otras cosas en las conversaciones que he mantenido con ella desde entonces: tímida y reservada y con una educada, aunque desconfiada sonrisa. A finales de los 90, más de veinte años después del asesinato de los parientes de Rita, dos varones Piripkura, Tucan y Monde-I, surgieron de la jungla. Su aparición provocó un pequeño y breve alboroto entre los medios. Tucan necesitaba asistencia médica. La enfermera que le atendió me contó que “meaba Coca-Cola” y que le tuvieron que extirpar la vesícula biliar. Monde-I acabó impacientándose, o aburriéndose, o hartándose—les bautizaron como Rambo 2 y Rambo 3—, y se volvió a la espesura mientras Tucan seguía con su recuperación. Tres meses después, Tucan desapareció para reunirse con su compañero en los bosques. Rita, por tanto, no estaba sola, técnicamente no lo estaba; a día de hoy el número de Piripkuras asciende a un total de tres. La erradicación total o parcial de tribus indígenas es, sin lugar a dudas, la meta de ciertos granjeros. A la tribu de Rita la masacraron porque ocupaba tierras que reclamaban los madereros, y existen varias otras tribus que continúan sufriendo destinos parecidos por razones similares. A menos de 900 metros de la casa en la que me encontré con Rita vive una familia india Kanoe con la que pasé una tarde. Purá le enseñaba feliz a su sobrino Bakwa, de siete años de edad, a cazar con arco y flecha, mientras la madre, Tiramantu, en silencio me abrochaba una pulsera alrededor de la muñeca. Estas tres personas son los únicos Kanoe que quedan tras el asesinato en masa y sin mediar provocación de todos los demás. Comparten una extensión de terreno de 240 kilómetros cuadrados llamada Terra Indígena Omere con el clan de los Akuntsu, que consiste hoy en seis personas. Popak, uno de los cuatro hombres de la tribu, hablaba a gran velocidad cuando le conocí. Y puso mala cara cuando señalé una cicatriz en su espalda, explicándome que le pegaron un tiro durante el ataque a su tribu. Puede que a pesar de ser blanco no sea un asesino, pero sin duda soy un gilipollas. A veces se me olvida. El cineasta Vincent Carelli, que también es blanco y brasileño y no es un asesino, se pasó 20 años investigando y documentando la masacre de los indios Akuntsu, recogiendo pruebas de la participación de granjeros locales (incluyendo declaraciones inculpatorias de los trabajadores de la compañía maderera que cometieron los crímenes). La película resultante, Corumbiara, se presentó en São Paulo este pasado mes de marzo y se trata con toda probabilidad de la única cosa hermosa relacionada con esta historia. Porque, desde luego, nada ha cambiado. De hecho, las cosas están ahora incluso peor. Desde que terminara su película, Carelli ha sido testigo de la masacre de otro grupo, uno que vivía en una zona tan remota que nadie se había preocupado de darles nombre. Es un hecho aceptado que los primeros intentos de expulsar a la tribu se realizaron mediante cócteles de arsénico con azúcar. Cuando eso no funcionó, un grupo de jagunços se encargó del asunto. El único superviviente vive ahora a solas, sin que nadie le moleste, en un agujero en la jungla. “Nadie fue a la cárcel. Ni siquiera fueron acusados. Ni uno sólo de esos canallas”, me explicó Marcelo dos Santos, el hombre que entró en contacto con la tribu y organizó la búsqueda de los responsables de los asesinatos. Santos ha recibido numerosas amenazas y prefiere no identificar a las personas de las que sospecha como culpables. En las ciudades cercanas la gente no se muerde tanto la lengua: se cree firmemente que están involucradas influyentes figuras locales como Antenor Duarte, Antônio Vilela Junqueira, el ex senador Almir Lando y los terribles hermanos Dalafini. Todos los mencionados poseen granjas cerca de donde fue masacrada la tribu sin nombre, fíjate tú qué casualidad. En Colniza, la violenta ciudad al norte del Mato Grosso en la que me encontré con Rita, conocí a un maderero, Julio Pinto. Su padre, Renato, y 70 de sus asociados, pasaron algún tiempo en la cárcel bajo acusaciones en mayor o menor grado de asesinar u ordenar hacerlo a los indios Piripkura. Los amigos y familiares de Rita. Como era de esperar, Pinto y compañía eran de la opinión de que la tribu estaba ocupando sus tierras. Todos los sospechosos fueron en última instancia puestos en libertad, y Pinto, con total seriedad, me dijo: “Nunca he visto indios en la región”. Como si diera a entender que difícilmente puede alguien matar a una persona a la que nunca ha visto (una pista: pagando a otros para que lo hagan en su lugar). Uno de los socios de Pinto, Luiz Durski, también posee granjas cerca de las tierras Piripkura. Durante una entrevista que concertamos en São Paulo me aseguró que el caso contra Renato fue consecuencia de un arrebato de locura del fiscal federal, Mario Lucio Avelar, sin olvidarse además de decirme que, por supuesto, tampoco él había visto jamás a un indio por aquella zona. Categorizando estos crímenes de genocidio, juzgar y condenar a los responsables y dictar sentencia firme contra ellos son los principales obstáculos a los que se enfrentan las autoridades. Bueno, eso y también el miedo, los sobornos y el hecho, nada baladí, de que en realidad a nadie le importa una mierda. El sistema legal en el Amazonas es un lodazal controlado por capitostes locales con influencias en la esfera política. Es prácticamente imposible hacer cumplir leyes que, para empezar, a nadie le importa si se cumplen o no. Los culpables principales son madereros, mineros y granjeros, y muy poca gente fuera de ese círculo desea enfrentarse con las industrias más fructíferas de Brasil. Y menos en nombre de unos cuantos fantasmas que vagan por la jungla.