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Dejen de hablar de lo progresista que es Europa

La extrema derecha ataca de nuevo.

Estados Unidos no es lo mismo después de un verano de mochilazo por Europa. “Todo es mucho mejor ahí. El transporte público, el sistema de salud, paneles solares por todos lados y playas nudistas. Nada de puritanos. ¡Y nada de gordos!”

Europa nos dio la Helvética, la letra de la neutralidad corporativa y el compromiso socialdemócrata. En Europa, hay un clima templado en el que la democracia florece y las personas dementes se mantienen alejadas del poder. Como dijera un eminente francés: "nosotros inventamos la democracia, el existencialismo y las mamadas".

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Estados Unidos dio al mundo el derecho a la religión, Dios y las armas, y el evangelismo anticientífico. Es la tierra de Glenn Beck, parques temáticos creacionistas y galería de arte de Thomas Kinkade.

Así que es extraño ver cómo los ultranacionalistas se vuelven tan populares en lugares como Francia y Holanda, donde los niños seguro reciben clases de educación sexual prácticas.

Durante las recientes elecciones en Francia, Marine Le Pen del Frente Nacionalista casi supera a Sarkozy para la candidatura oficial de la derecha. Su partido goza de fuerte apoyo entre las clase trabajadora francesa. En Holanda, el Partido por la Libertad, un grupo fuertemente antimigrante, está ganando terreno. En Italia ha habido una serie de pogramos violentos contra los trabajadores migrantes. El mes pasado en Grecia, un partido explícitamente neonazi llamado Amanecer Dorado ganó 18 asientos en el parlamento. Y la sensual y divertida Budapest se convirtió oficialmente en "la capital europea del antisemitismo".

El auge de los grupos de extrema derecha en Europa tomó a muchos observadores por sorpresa. Pero las personas que realmente conocen el continente, saben lo profundo de sus raíces. Ni siquiera los estados escandinavos, con su supuesta tolerancia, son inmunes. Asesinos como Anders Breivik no salen de la nada.

Los tecnócratas liberales en Europa han pasado las últimas décadas tratando de convertir al continente en una utopía llamada Unión Europea. Pero, históricamente hablando, es un proyecto relativamente nuevo, y uno que parece estar saliendo mal.

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Desde los asesinatos masivos durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) hasta la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), las élites europeas han pasado los últimos tres siglos convirtiendo al continente en un matadero. Hitler y Mussolini no fueron aberraciones de la tranquilidad europea; fueron parte de un linaje continental de autoritarismo voraz que data desde el medievo.

Del otro lado del charco, los años de la posguerra para Estados Unidos fueron relativamente tranquilos. El país dio piso firme al progreso, el capitalismo y el liberalismo, después de aplastar a los pueblos del sur. Europa tuvo que esperar 80 años antes de que la extrema derecha sucumbiera. Y para ello tuvo que llegar la aniquilación de millones de seres humanos.

La aristocracia europea terminó detrás de los Estados Confederados de América. Algunos de los hombres más poderosos en Europa pasaron la década de 1860 luchando por Lincoln. Napoleón III se moría por intervenir en nombre de la Confederación. El primer ministro de Inglaterra, Lord Palmerston fue todavía más lejos y envió once mil tropas a Canadá. Y después de la Guerra Civil, el Papa Pío IX, el gran mago de los reaccionarios europeos, envió un retrato de su persona a Jefferson Davis mientras estaba encarcelado en Fort Monroe. Y eso es sólo el siglo XIX.

Hasta hace poco, muchos creían que después del siglo XIX, Europa estaba frente a frente contra Estados Unidos en una carrera hacia la modernidad. Claro, había algunos duques y barones con charreteras de oro, y las botas bañadas en materia gris de sus esclavos, pero todo eso era meramente ornamental. Además, todos esos tipos quedaron en el olvido después de la Primera Guerra Mundial, ¿cierto?

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En su libro, The Persistence of the Old Regime (La persistencia del viejo régimen), el historiador de Princeton, Arno Mayer, demuestra que el “viejo régimen” siguió aferrado al poder durante mucho más tiempo del que creíamos. Capitalismo, liberalismo, comunismo y socialismo: la aristocracia europea lo odiaba todo con tal fervor que Rush Limbaugh parecería Ira Glass. Y ellos lo controlaban todo, obligando a los futuros capitalistas a besar el anillo. “Harían falta dos Guerra Mundiales y el Holocausto, o la Guerra de los Treinta Años del siglo XX, para finalmente acabar o exorcizar al feudalismo y a la aristocracia de las sociedades política y civil en Europa”, escribe Mayer.

Antisemita, antisecular, misógino y militar hasta los huesos, el viejo régimen mantuvo a Europa atrapada en un retraso agrario: plebeyos y nobles. Incluso en Inglaterra, uno de los países menos retrógradas en ese momento, “unos cuatro mil individuos seguían controlando 50 por ciento de todas las propiedades privadas” en 1914.

Viviendo bajo la tiranía de los bancos, como vivimos nosotros, es difícil imaginar una época en la que el capitalismo era un arma modernizadora que aterraba a la clase gobernante en Europa.

A pesar de lo que te hayan dicho, no fueron los capitalistas quienes empezaron la Primera Guerra Mundial, sino el viejo régimen: “La Gran Guerra fue una expresión de la decadencia y la caída del viejo orden, el cual luchaba por prolongar su vida, más que un crecimiento explosivo del capitalismo industrial, decidido a imponerse”, apunta Mayer.

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El Archiduque Francisco Fernando, cuyo asesinato dio inicio a la Primera Guerra Mundial, fue como el Barry Goldwater de su tiempo: poderoso, malvado y estúpido, con un culto de seguidores listo para defenderlo. Era la “absoluta encarnación del unltraconservadurismo… un ferviente antidemócrata, anticapitalista, antiliberalista, antisocialista, antihúngaro, antieslavo, antisemita, y antimodernista”, dice el libro. Lo opuesto a Hugh Jackman en Kate & Leopold.

El viejo régimen impulsó el darwinismo social igual que la oligarquía del siglo XXI, promueve y subsidia el libertarismo y el libre mercado. El darwinismo social “era ciencia y fe en una época fuertemente dividida entre las dos”. Y al igual que nuestro libertarismo, “proporcionaba a la vez una lectura fuertemente conservadora y ligeramente progresista”.

Tipos como Hitler y Mussolini ni siquiera eran del viejo régimen, sino unos burgueses pretenciosos y patéticos que querían impresionar a un generación anterior de gobernantes. Aunque casi todos los que pelearon en las trincheras le dieron la espalda a la militarización, este par de pendejos creyó que la Gran Guerra del viejo régimen fue algo genial, y no podían esperar para jugar en otra.

El general Franco fue, en cierto modo, el último groupie del viejo régimen, el que mantuvo a su país en un estado atrasado por el mayor tiempo posible, mientras se quejaba de los masones, los judíos y los bolcheviques, hasta su muerte en 1975. Al día de hoy, en España te pueden encarcelar por quemar una imagen del monarca.

Y ahora, mientras vemos cómo el ultraconservadurismo invade Europa una vez más, recordamos lo frágil y efímero que puede ser un sistema de protección progresista y social.

Los políticos de centro en Europa siguen con su programa de autoridad, recortando gastos y trabajos para beneficio de los intereses corporativos. Después de enfocarse en hacer que la tierra sea lo más fértil posible para el capitalismo, terminaron por desenterrar a esos fantasmas reaccionarios que llevaban siglos rondando por el subsuelo europeo. El viejo régimen ha regresado; esta vez, maneja un Prius.

Connor Kilpatrick es el editor de Jacobin Magazine.