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A bordo del mongol rally: haz el cafre por una buena causa

Ganar a pulsos a moteros rusos y despertarte algo resacoso en el patio de un colegio rumano puede hacer el mundo mejor.

Este mundo está lleno de gente que pasa por la vida de puntillas, nosotros sabemos apreciar a las personas que hacen cosas increíbles para que sea un lugar mejor. Cada semana, AXE Peace te descubre a las personitas que dedican su tiempo a chaladuras y proyectos que hacen que valga la pena vivir,. Ellos nos permiten soñar con un planeta menos asqueroso.

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Eran las dos de la mañana en un tugurio de Osh, Kirguistán. Unos kirguis sin camiseta se rompían las cabezas con botellas de vodka al fondo de la discoteca. Raúl miró a Dani, su amigo genovés con el que llevaba cuatro semanas atravesando desiertos y países acabados en "án". Habían salido de Londres a mediados de julio en un Fiat Panda del 81 y todavía les quedaba recorrer miles de kilómetros por el suelo más salvaje del planeta.

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Estaban haciendo el Mongol Rally, una carrera benéfica que no consistía en ganar sino en llegar Unlaanbaatar y que además era cien por cien solidaria, pues no sólo habían tenido que recaudar un mínimo de 1.000 libras entre sus colegas y familiares para iniciar el viaje sino que cuando llegasen a la capital de Mongolia tendrían que dejar el coche en donación. No era una locura de viaje. Era para hacer del mundo un lugar mejor. Pero Raúl tenía un vuelo para volver a Londres al día siguiente. Por entonces, era freelance en un estudio de arquitectura y había agotado sus días de permiso rodando por la República Checa, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Turquía, Irán, Turkmenistán, Uzbekistán,Tajikistán y Kirguistán.

"Para mí era una responsabilidad dejar a Dani solo porque quedaban cuatro semanas más de viaje –recuerda Raúl–, pero si me quedaba tenía que dejar mi trabajo, perder el vuelo desde Osh, comprar otro vuelo desde Unlaanbaatar, otro desde Pekín, pagar el alquiler de Londres y conseguir otro trabajo". Era un dilema etílico y considerable. A decir verdad, se parecía bastante a cómo había comenzado todo cuatro meses antes.

En marzo de 2013, Dani se había presentado en Londres con la excusa de ver a Raúl y a una tía que había conocido en un viaje anterior. De pintas por Soreditch, le contó la verdad. "He venido para convencerte de que hagamos juntos el Mongol Rally", dijo levantando su cerveza casi acabada. Raúl sabía que no había mejor compañero de viaje que Dani, pero no terminaba de verlo claro. Tenía novia, estaba trabajando mucho y el rally era demasiado largo. Sin duda, no era el momento para hacerlo. Pero contagiado por la ligereza de la cerveza británica dijo: "No sé si podré acompañarte hasta el final, pero si has venido desde Génova a Londres para que hagamos este viaje, lo haremos". A los tres días Dani lo llamó desde Génova. Había pagado una pasta por los visados, había reparado un viejo Fiat Panda de menos de 1000 cc de cilindrada y le había puesto un nombre al equipo: Never Mind the Panda. Ya no había vuelta atrás.

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Arrancaron desde Londres el sábado 13 de julio con destino al Bodiam Castle, al sur de Londres, donde partiría al día siguiente el ferry que los cruzaría el Canal de la Mancha. En el castillo, esperaban el resto de convoys del rally: había coches como el suyo pero también motos, un school bus americano y un Opel Astra con una Harley incrustada en el morro. En el continente, pararon en Brujas a comerse unos mejillones con patatas y condujeron por carreteras alemanas hasta el primer fiestón de la ruta: Praga. "Hicimos una fiesta loquísima y terminamos a las 7 de la mañana con unos chinos con sacos de pelotas de golf y mucha droga –cuenta Raúl–. Allí empezó el viaje de verdad, por la mañana pusimos los Planetas y con una resaca infernal, condujimos 14 horas hasta llegar al lago Balaton, en Hungría".

El 18 de julio llegaron a Sibiu, Rumanía, donde unos chicos que habían hecho el Mongol Rally un par de años antes los invitaron a una fiesta. "Nos emborrachamos y acabamos durmiendo en un parque que luego resultó ser el patio de un colegio –recuerda Dani–. Nos levantamos con la resaca de nuestras vidas rodeados de niños alucinados". Después de unos cuantos días durmiendo sobre el suelo, Raúl decidió comprarse una tienda de campaña y un saco de dormir. "Había salido de casa como si fuese a darse un paseo por Hyde Park", se ríe Dani. "Es que en Rumanía los sacos estaban más baratos", replica Raúl.

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En Transilvania, ni rastro del conde Drácula. Condujeron por la carretera Transfagarasan hasta llegar a Bulgaria y de ahí cruzaron a Estambul y Capadoccia, donde montaron en globo. El 27 de julio llegaron a Teherán. Llevaban tres semanas durmiendo en descampados y comiendo bocadillos rancios. Pero Raúl tenía un amigo iraní que había sido su becario en el estudio. Medhi los invitó a su casa con unos noruegos y a unas australianas que los seguían en esa parte de la ruta. "Cuando llegamos a su casa descubrimos que era algo así como el príncipe de Bel Air de Teherán", se ríe Raúl. "Tenía una mansión impresionante y cuatro o cinco Jeffreys, que nos despertaban por las mañanas con pistachos, sandía y zumo de naranja", cuenta Dani. Por supuesto, montaron una fiesta.

Y aquí empezó el jaleo de las fronteras. Para entrar en Turkmenistán tuvieron que sobornar a una señora con tacones y un fajo de dólares en mano que parecía salida de una película de David Lynch. En la frontera del Palmir un tío recién levantado les selló el pasaporte en calzoncillos. Después de visitar Jiva, Bujara y Samarcanda, uno de los policías de la frontera de Tajkistan les cantó una canción de Adriano Celentano. Algo extraño. "Normalmente, tardábamos cuatro o cinco horas en cruzar con todos los papeles en regla –recuerda Dani–. Nadie hablaba ningún idioma, dibujábamos las cosas en la tierra para que nos entendieran".

Para entonces Rocinante –así habían bautizado al viejo Panda– se había roto once veces. Habían reparado dos veces la bomba de la gasolina, cambiado 7 ruedas, dos filtros del aire y le habían soldado una suspensión de un Lada en Rusia y unas pastillas de freno recortadas de un camión. Pero Rocinante se mantenía fiel a sus Quijotes. Ni siquiera en la Pamir Highway –antigua ruta de la Seda–, trepando por las faldas del Himalaya, con una ventanilla rota, la nieve dentro y toda la ropa que les quedaba puesta encima, aquel armatoste con orejas de panda los había dejado tirados. En el techo del coche llevaban una inscripción escrita: "Encontraremos la solución". "Y en esa incertidumbre radicaba la grandeza del rally. En menos de un par de horas, pensábamos que teníamos que volver a casa y de pronto un ruso cogía un cable usado y conseguía que el coche arrancase", cuenta Raúl.

¿Pero qué solución había a que Raúl volviese al día siguiente a Londres? Él todavía no lo sabía pero le quedaba cruzar la frontera de Kazajistán y en Rusia quedar campeón de un torneo de pulsos en un bar de moteros feos y tatuados. Aún tenían que atravesar Mongolia sin carreteras y metiéndose en los ríos a remolque de tractores, recorrer atados a otro coche 180 kms en los caminos polvorientos del desierto del Gobi y bajar por una colina hasta vislumbrar Unlaanbaatar. ¿Se iba a perder ese momento? ¿Era ésa la solución que tenía que encontrar? Raúl miró a Dani en aquel tugurio de Osh, Kirguistán. Los kirguis habían dejado las botellas en el suelo y bailaban desbocados. Pensó en su billete de avión, en Pekín, en el trabajo de Londres. Levantó la cerveza. "Hemos empezado esto juntos y vamos a acabarlo juntos", fue lo que dijo.

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