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Comida

La comida se convirtió en un temor constante de intoxicarme

Cualquier fruta medio blanda amenaza con mandarme al baño por horas seguidas.

Este artículo fue publicado originalmente en Tonic, nuestra plataforma especializada en temas de salud

Cuando tenía veintitantos años tuve un caso terrible de intoxicación por comida. Venía del trabajo una noche y pedí una ensalada de Wendy's para comer. En medio de lo que, de otra manera, habría sido una comida deliciosa, mordí un tomate cherry completamente podrido. Pasé los siguientes diez minutos escupiendo y lavando mi boca del jugo rancio, con el pensamiento de lo enferma que podría ponerme.

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El día siguiente fue una pesadilla. A las diez de la mañana ya estaba en posición fetal en el piso del baño del trabajo; lloraba y vomitaba sin parar. Eso siguió pasando hasta la mañana siguiente, cuando por fin pude comer unas galletas de soda sin enfermarme tremendamente. No recuerdo otra ocasión en la que haya estado tan enferma, y creo que mi cuerpo y mi cerebro decidieron marcar esa ocasión del mismo modo.

De ese episodio de intoxicación emergió una grave ansiedad de enfermarme después de comer. En mis esfuerzos por evitar eso, me volví en una paranoica con respecto a cada porción de comida que veía. Ahora examino las bayas una por una para asegurarme de que no estén golpeadas o muy suaves. Si lo están, las boto. Los bananos con manchas cafés en la cáscara se pudren en mi estante porque temo comerlos. Si algo me sabe raro en un nuevo ingrediente, asumo instantáneamente que algo en el plato se pudrió y que me enfermaré.

A veces incluso creo que me siento enferma al día siguiente. Hasta cuento las horas entre el momento que comí y cuando creo que ya estaré bien, porque sé que fueron 15 horas entre el tomate y mi enfermedad. Así que si paso las 15 horas, pienso que ya sobreviviré. Me rehuso a comer sobrados después de 48 horas. Me he vuelto tan obsesiva que incluso me ha costado trabajos. Con uno, llamaba a decir que estaba enferma con tanta frecuencia —porque pensaba estar intoxicada— que mis empleadores decidieron que yo sufría de una condición y me despidieron.

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No me había dado cuenta de que era un problema. Simplemente pensaba que me estaba cuidando, intentando mantenerme saludable. Mi esposo fue el primero en ayudarme a darme cuenta de que podría tener un problema. Nos hicimos más cercanos cuando empezamos a vivir juntos, y en sus constantes esfuerzos por apoyarme, señaló un par de cosas: boto mucha comida. Creo estar enferma después de cada plato. Controlo irracionalmente cuándo se pueden comer (o no) los sobrados.

Antes de esto, nunca lo pensé mucho. Asumí que era un comportamiento normal; del tipo del papá que es paranoico con la comida. Nunca fue raro escuchar, "¡Guarda eso o le van a salir bacterias!", después de que la comida estuviese en la mesa por solo una hora.

"Hay una correlación clara de diagnósticos incrementados de ansiedad, TOC, y desórdenes alimenticios en niños si alguno de los padres muestra síntomas", dice Edie Stark, un psicoterapeuta radicado en Nueva York que se especializa en el tratamiento de desordenes alimenticios. "El entorno en el que nos criamos definitivamente tiene un efecto en cómo nos desarrollamos".

Esto no quiere decir que mi papá sea la causa de mis problemas; incluso si tuve algo de eso en mi infancia. Las cosas no es escalaron de nivel sino hasta que me mudé sola. Luego explotó mi fobia con el tomate cherry podrido.

Hace seis meses empecé a asistir a terapia por mis problemas con la comida, y ya tengo un diagnóstico oficial: ansiedad por control y TOC fronterizo específico a calidad de comida. Ahora trabajo para saber cómo lidiar con esto. Desde entonces he aprendido que las tendencias TOC pueden ser heredadas genéticamente lo cual, según mi terapeuta, es mi caso, junto con un par de malas experiencias que interactuaron con mi ansiedad frente al control con la comida. Estamos trabajando para mantener mi cerebro en un nivel racional en vez de asumir que todo está podrido y que mi vida será una constante ida al baño.

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De alguna manera, eso significa consumir la comida que considero sospechosa de una manera diferente, como usar las moras que estén blandas en un smoothie en vez de tirarlas. También significa ir ampliando mis límites de hasta cuándo puedo comer sobrados; he pasado de dos días a cinco días, máximo. Y si me siento enferma después de comer, tengo que sentarme y pensar en la verdadera razón por la que puedo estar sintiéndome así, en vez de culpar de una vez a la intoxicación. Tal vez comí demasiado. Tal vez la combinación de alimentos no fue la mejor. Tal vez no comí suficiente. Es un trabajo de introspección y de salir de mi zona de confort, y hasta ahora parece haber servido. También es una pesadilla para mi ansiedad; tengo que forzarme a pensar y hacer estas cosas que mi cuerpo evita a toda costa. Pero la semana pasada comí algo que tenía un color sospechosamente naranja, y estuve perfecta. Antes, nunca me habría atrevido a comerlo.

"El tratamiento es de exposición y prevención", dice Kathleen Fitzpatrick, una profesora de asistencia clínica enfocada en desórdenes alimenticios, en el departamento de psiquiatría y ciencias de comportamiento de la escuela de medicina de la universidad de Stanford. Y ella está de acuerdo con el procedimiento de mi terapeuta. Ella enseña métodos de relajación y enfrentamiento y luego crea "una jerarquía de las situaciones temidas" para detener comportamientos compulsivos y reducir los miedos.

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"Entonces, si tienes que lavarte las manos y los cubiertos antes de comer, y además tienes que comer en un plato específico, y solo comida de McDonalds, empezaríamos por detenerte de lavarte las manos antes de comer", dice ella. "Tal vez empezaríamos con que te lavaras las manos tres minutos antes. O cinco. O diez. Cuando hayas superado ese miedo, nos movemos a otro peldaño de la jerarquía". Ella añade que, aunque suene aterrador, y que provoque ansiedad, es un proceso controlado para prevenir que la ansiedad se salga de control. "Nosotros nunca te haríamos daño… y deberías temerle a quienes están dispuestos a hacerte daño. El objetivo es relegar esos miedos a proporciones normales".

Pero aunque ya tengo claro mi diagnóstico, y estoy en tratamiento, siento una culpa inconmensurable con este problema. Hay miles de personas en el mundo muriendo de hambre, y yo estoy aquí tirando fresas a la caneca porque siento que me miraron mal. Es la definición de privilegio. Paso más tiempo del que debería haciendo mercado porque para mí está bien descartar algo simplemente por algún pequeño golpe que tiene. Cada célula de mí grita: "CÓMELO Y YA. Hay gente en la ruina, con hambre. Tú no. ¿Cuál es tu problema?". Pero mi cerebro me dice que me deshaga de todo. Me da rabia conmigo misma.

Fitzpatrick señala que aunque sienta esta culpa, es importante recordarme a mí misma que hay una enfermedad mental causando mi sufrimiento; no soy yo siendo consentida o malcriada. "Esto no es simplemente como, 'Oh, este champiñón se ve mal, lo dejaré de lado'", dice ella, "o tiraré la leche porque huele un poco raro' sino que es más como cinco alarmas de bomberos sonando en situaciones necesarias y cotidianas".

Y sí intento mitigar la culpa y el autodesprecio de alguna forma. Empieza todo en casa; si sé que mi esposo o alguien en mi familia se comerá algo que yo no estoy dispuesta comer, se los paso a ellos. Con mis hermanos y esposo es lo más fácil. Solo les digo que no voy a comer eso y si lo quieren pueden cogerlo. Con mis padres es un poco más complicado. No he logrado descubrir por qué es más difícil compartir con ellos mi diagnóstico o mi estrés. Pero pareciera que nuestras casas fueran fábricas de cocas Tupperware. Llevo comida y la dejo en la nevera sin que nadie se dé cuenta, con la esperanza de que alguien se la coma. Si es así, recibo la coca lavada la próxima vez que voy a visitarlos. Nadie dice nada cuando voy, y no se pregunta nada cuando recibo nuevamente la coca.

Por fuera de mi familia, intento compensar mis problemas con trabajos de caridad con enfoques en la comida. Si estoy en una tienda y me piden que done para niños hambrientos (o incluso mascotas), siempre digo que sí. Siento que es lo menos que puedo hacer, ya que en mi cabeza yo soy parte del problema.

Pero inevitablemente siempre quedo con el mismo conflicto interno. Estoy ayudando a estos proyectos de caridad por autodesprecio y para intentar ser una mejor persona. ¿Sigue siendo un acto altruista si lo hago por mí? Y vuelve todo el ciclo de culpa.