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Cultură

Mi malviaje con hongos sicodélicos en la sierra oaxaqueña

Un supuesto descendiente de María Sabina me vendió hongos y me dejó viajando en una cabaña con pósters de morras en medio de Huatla, en la sierra de Oaxaca.

La vista desde el lindero del Cerro de la Adoración.

Mi cerebro se convertía en un caleidoscopio mientras me encontraba sentada en el rincón de una cabaña hecha de lámina, cartones viejos y tapizada con recortes de mujeres sensuales. Entre el frío intenso y el viaje que me provocaron los hongos —que me hacían sentir las cobijas y la piel derretiéndose—, se me olvidaba lo que hacía ahí. Unas horas antes había comido hongos con un supuesto chamán mazateco, pero justo cuando comenzaban a hacer efecto y mis pupilas se hacían cada vez más grandes, el guía dio por terminada la ceremonia y se fue.

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Viajé a Huautla de Jiménez, municipio ubicado en la sierra mazateca de Oaxaca, para comer hongos. Este lugar fue uno de los principales centros de la cultura siconauta a nivel mundial y hoy en día es un Pueblo Mágico, precisamente por el atractivo que representa la tradición chamánica mazateca, en la que se encuentran bien mezcladas la religión católica y la fe en que los hongos —o niños santos, como también son conocidos— son una oportunidad para hablar con Dios.

La legendaria María Sabina atrajo hasta Huautla personalidades como The Beatles, el doctor Gordon Wasson y Albert Hoffman. Décadas más tarde, me encontraba recorriendo el mismo camino que varios de mis ídolos para llegar hasta la que fuera casa de la sacerdotisa de los hongos, dentro de un terrenito a los pies del Cerro de la Adoración, parte importante de la historia de Doña Sabina, pues el personaje conocido como Chicón Tokoxcho —quien se supone habita en el cerro— se comunicaba directamente con ella para aconsejar a sus pacientes sobre sus vidas. Unas horas después de llegar a Huautla, subí el cerrito y dejé mi respectiva veladora como ofrenda para este personaje.

La cima del Cerro de la Adoración.

Originalmente quería llegar a Huautla para visitar a la Abuela Julieta, quien es la actual curandera mazateca más popular en el mundo, pues forma parte del Consejo de las Trece Abuelas, algo así como un club selecto de chamanas intercontinentales que unen sus poderes para salvar a la Madre Tierra, rezando y repartiendo sus medicinas. En fin, hablé con una de las hijas de Doña Julieta quien me pidió que llevar conmigo un grupo para hacer una ceremonia grande. Como no pude juntar a un grupo lo suficientemente grande, no se pudo llevar a cabo, pero ya estaba ahí, así que aproveché la oportunidad para irme hasta la casa de María Sabina, conocer a sus nietos y hacer el viajecito místico mágico de su mano.

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Había varias cabañas en el terreno de María Sabina, cada una habitada por algún miembro de la familia y sus hijos; nosotros nos quedamos en una que tienen para las visitas, que es una habitación hecha de lámina y decorada con pósters de mujeres de buen ver medio encueradas y unos dibujos. En otra de estas cabañas María vivió los últimos cinco años de su vida, y hoy es un museo que armó Berna, uno de sus descendientes. Berna asegura ser el elegido para continuar con la tradición, pues según él, hace tiempo el espíritu de los hongos le reveló en sueños un lugar donde podía encontrar familias enteras de niños santos. Sin embargo, no quiere tomar el estandarte oficial hasta cumplir con su objetivo de rescatar la casa original de su bisabuela —donde se llevaron a cabo las famosas ceremonias santeras de Sabina— que está en el mismo terreno y que actualmente pertenece a un empresario que la mantiene cerrada y a la venta.


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Estuve platicando un rato con Berna, principalmente sobre su proyecto con el museo y la estafa que, según él, hace el resto de la gente en el pueblo al ofrecer curaciones. Huautla es un lugar cuya actividad principal es el turismo espiritual, así que hay mucha competencia en ese sector. Desde que llegas hay gente ofreciéndote champis, estancia y curaciones, y casi todos juran ser parientes de María Sabina, mostrándote fotos de antaño donde salen abrazándola. Berna dice que son puras mentiras y que la única familia viva de la curandera es la suya, los que viven actualmente en su terreno y son dueños de sus fotos y sus huipiles. Al terminar la charla, me di cuenta que incluso dentro de la propia familia había competencia por vender honguitos y ceremonias.

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A la mañana siguiente le dimos dinero a Ancelmo, otro de los bisnietos de Sabina y hermano de Berna, para comprar lo necesario para la ceremonia. Después me enteré que Berna no sabía nada de eso, y más tarde también se acercó su mamá para ofrecernos hongos ella misma. Ancelmo regresó con los hongos cuando oscurecía; estaba ebrio y nos regañó por haberle dicho a sus familiares que tendríamos la ceremonia con él, dándonos un discurso que no entendí por completo debido a lo arrastrado de sus palabras.

Desilusionada por la manera en que se manejan los honguitos oaxaqueños y porque mi guía espiritual estaba borracho, me metí al cuarto de ceremonias con mi compañero. Se trataba de una de las cabañas más pequeñas con un altar con figuras e imágenes de la Virgen de Guadalupe, María Sabina y Jesucristo en sus versiones de adulto y niño. Ancelmo nos dejó escoger los hongos que nos íbamos a comer —que en este caso eran derrumbes— y luego los santificó con copal y rezos en mazateco. Nuestro guía —todavía ebrio— se sentó con nosotros y nos estuvo contando anécdotas de su vida, de su bisabuela y de su propio trabajo como sanador; se tiene la creencia que además de ser oráculos espirituales, los hongos pueden curar enfermedades físicas graves, como el cáncer. Habían pasado unos 40 minutos después de comer los dichosos niños santos y yo no sentía nada, a excepción de un frío extremo que se me metía por las venas. Ancelmo se dio cuenta y nos ofreció dos derrumbitos más a cada quien.

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Ancelmo, nuestro guía espiritual, bendiciendo los hongos.

Ancelmo se volvió a sentar y su guía espiritual se limitaba a decirnos que pidiéramos perdón por nuestros pecados y que tuviéramos objetivos claros para que Dios y la Virgen nos pudieran ayudar. Yo me estaba malviajando con que los hongos no me hicieran nada, porque este chavo no dejaba de hablar y porque tenía la luz prendida. Pero de repente se dejó venir: empecé a ver surcos que se desplazaban por todo el suelo como si fueran ríos miniatura que me salían de los pies, y fue justo en ese momento que Ancelmo dio por cerrada la ceremonia, prendiendo una veladora en el altar con nuestros nombres para luego embarrarnos una yerba pastosa en los brazos y soplarnos humo de copal con aliento a alcohol.

Apenas regresamos a nuestro cuarto, la oscuridad me explotó en telarañas brillantes y fogonazos de colores. La ropa y las cobijas que traía encima tenían densidades que no entendía, se me resbalaban igual que la piel y eso me desesperaba. Mis ideas colapsaron en carcajadas, fantasmas y animales fosforescentes de dos dimensiones. Pasaba de sentir que podía arreglar el mundo a no querer hacer nada con mi vida. Me estaba viajando y mi guía ya se había ido a dormir. Mi lugar sagrado finalmente fue una cama dura sobre la que el cerebro del universo se adueñó de todo mi cuerpo; me sentía como una muñeca de gelatina.

La autora en su lugar sagrado.

Los hongos se burlaron de mí por creer que hay personas santas. El chamanismo también es una industria, una que tiene como mercado una necesidad espiritual que muchos tenemos, y que el resultado final de la experiencia con los hongos —así como con otros enteógenos— no depende de la persona que haga de curandero ni de sus tradiciones, sino de quien dispone su cuerpo y en un microsegundo, al encontrarse de frente con la sustancia en su sistema, elige entre aventarse un viaje reflexivo a su interior o simplemente ponerse una loquera.

A cada rato olvidaba lo que estaba haciendo ahí y pensaba constantemente que me la habría pasado mejor aventándome un trip en mi casa, pero luego recordaba que había ido en busca de los chamanes, queriendo rescatar de algún modo su tradición y el derecho que hay de conectar el espíritu con algo superior. Entonces me entraba de nuevo la carcajada al ver lo absurdo de la historia, la manera en que no pude hablar con la Abuela Julieta, la manera en que Ancelmo se adelantó a su familia para vendernos los hongos él mismo, y cómo nos dejó solos y alborotados en una pequeña cabaña con fotos de morras en medio de la sierra oaxaqueña.