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Aquí, a la vuelta

Reclusorio Oriente: aquí se puede ver el cielo pero no volar

Era la primera vez que pisaba una cárcel, al igual que muchas personas, mujeres, sobre todo, que son la mayoría de los visitantes: madres, esposas, hermanas, novias, amigas.

—No puedo acompañarte mañana. No conseguí permiso en mi trabajo. Pero puedes entrar solo ¿cómo ves?, ¿te avientas? No es tan difícil. Es en la sala uno —me dice por teléfono la mamá de Óscar, un muchacho gay preso en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente de la Ciudad de México, acusado de haber matado a su pareja sentimental, un delito que no cometió—.

—Me aviento, pues qué —le respondo a la señora con toda seguridad, aunque en el fondo siento incertidumbre. Es la primera vez que voy a entrar a una cárcel.

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La señora Lupita me da varias indicaciones. Debo ir vestido con una playera tipo Polo color rojo o naranja y pantalón de mezclilla; si llevo playera de color blanco, azul, negro, beige o uso pantalón deportivo no me dejarán pasar. No debo llevar cinturón porque, según las personas que hicieron el reglamento de reclusorios, en una de esas se lo doy al interno para que se suicide; tampoco botas o zapatos de plataforma ni algún aparato electrónico como celular o cámara. Me recomienda también llevar dinero para pagar el derecho de uso de una mesa y cargar monedas de a peso, de a dos, de a cinco para dar "propinas", la cuales, según me dice, no deben rebasar los cuatro pesos para cada persona.

Una de las aceras de la calle Reforma, en San Lorenzo Tezonco, parece un tianguis. Hay puestos ambulantes, tubulares, con techos de lona color azul, amarillo y rojo, donde se venden pantalones, playeras, camisas, suéteres, chamarras, todo en tono beige o caqui, el color con el que visten los reclusos. Lo único que hay en otros tonos son los calzones bóxer, las trusas, los calcetines, las tangas con o sin encaje para los internos transexuales. También abundan los puestos de comida: carnitas, barbacoa, pancita, guisados varios como mole con pollo, bistec en salsa de chile guajillo, gorditas, quesadillas, tortas, tacos de suadero; y los que venden bolsas de polipropileno blanco tejidas en forma de cubo, con cierre en la boca, donde entra todo lo que se le pueda dejar al interno: comida preparada, ropa, agua, refresco, libros y más. Del otro lado la calle está libre. Una malla ciclónica rodea una superficie que rebasa los 150 mil metros cuadrados, mayor al área que conforma el Estadio Azteca. Es zona federal, son los dominios del Reclusorio Oriente, en Iztapalapa, al oriente de la Ciudad de México.

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En cuanto llego al número 100 de Reforma, la entrada del reclusorio, una mujer me aborda.

—¿Vas a querer lugar para hacer el trámite de tus papeles, manito? Te paso hasta adelante.

—¿Qué, no hay una fila para entrar?

—Sí, pero es allá —la mujer señala a un pequeño grupo de personas formadas a unos 30 metros de la entrada. Viste unas lycras con estampado de leopardo, una sudadera morada y el cabello teñido de rubio que hace ver su rostro aún más moreno—. Nosotras tenemos ya apartados estos lugares para que pases más rápido. Acá te toca de las primeras fichas.

Es jueves, no es un día con tantas visitas como el fin de semana. De cualquier modo ya hay por lo menos unas 100 personas esperando que el reloj marque las 10 de la mañana para ingresar al penal y visitar a sus internos o entregar papeles para tramitar el pase de acceso. Un grupo compuesto por unas seis señoras, cuyos maridos, hermanos o hijos forman parte de la población recluida, son las que venden los primeros lugares. No es necesario que lleguen a las seis de la mañana a apartarlos, como aseguran; es una práctica habitual y ya nadie les cuestiona, en primera porque se ve que son "de armas, tomar", es decir, si uno se les pone al brinco, les discute y pretende no pagar, aunque haya sido el primer ser humano en llegar a la puerta del reclusorio, lo más probable es que entre todas echen montón y quiten al sujeto a empujones y manotazos. Aunque uno no lo quiera, ahí hay que alinearse porque, además, parte del ingreso va para los custodios de la puerta.

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—¿Y cómo está el asunto? —pregunto a la señora al percatarme que varias personas llevan un folder beige con sus papeles, igual que yo. No quiero tardar mucho en formarme para hacer trámites, así que me dispongo a pagar para ser de los primeros en pasar.

—A 10 pesos, manito —los sábados y domingos el lugar cuesta 30. Es la ley de la oferta y la demanda—. Te vas a ahorrar mucho tiempo.

Luego de pagar me coloca detrás de unas diez personas, mujeres todas, que están formadas a un lado de la puerta de malla.

—¿Me das permiso? —dice la vendedora a una muchacha primeriza que no sabe del pago de lugares.

—Yo estoy formada aquí.

—¿Quién te puso acá?

—Nadie. Yo sola.

—Entonces vas en la otra hilera. Aquí, estos lugares son de nosotras. Si te quieres quedar son 10 pesos.

La muchacha, molesta, se quita y se va hacia la fila que debería ser la oficial.

—Acá ponte, manito, no te vayas a mover —y yo obedezco. A la tierra que fueres haz lo que vieres, decía mi abuelita.

A las 9:30 salen un par de custodios vestidos de negro. Uno de ellos trae en las manos fichas de cartón azul numeradas con plumón negro y envueltas en cinta adhesiva transparente. Saludan a las vendedoras de lugares, bromean con ellas y luego a cada persona le piden la credencial de elector, que en ese lugar es la única que se acepta como identificación oficial. Eso sí, no debe tener más de tres años de expedición. A cambio del documento entregan la ficha.

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En cuanto me dan el cartón me dirijo a uno de los puestos ambulantes que hay frente a la entrada, en la acera de enfrente. Venden bolsas de polipropileno y algo de ropa, pero han diversificado el negocio: también es una especie de paquetería. Uno puede dejar encargadas ahí las pertenencias que no pueden ingresar al penal, por sólo cinco pesos. Me dan una bolsa de plástico transparente en la que deposito el celular, mi cinturón, la tarjeta prepagada para entrar al metro, una chamarra azul y mi morral con una libreta. Sólo me quedo con un libro, una pluma y un papel marcado con el número cinco que identifica mi paquete.

A las 10 de la mañana por fin nos dejan entrar. Ahora uno entrega las fichas a los custodios y ellos la credencial de elector. Las personas que van a realizar visita pasan directo a los torniquetes de cuerpo completo, el primer filtro para ingresar al reclusorio. Los demás vamos al exterior de unas oficinas ubicadas en la explanada del penal para realizar el trámite de ingreso.

—Credencial de elector y en la mano, por favor, su CURP también ténganla lista —dice una señora de unos 60 años que se pasea en la fila. No es empleada del lugar, su hijo está dentro pagando una condena de 50 años por violación y secuestro. Ella es su única familia. Nadie más visita a aquel sujeto. Para mantenerlo y mantenerse vende micas donde se guarda la credencial de elector y la CURP —la Clave Única de Registro de Población, algo así como el ID—. Ambos documentos forman el pase acceso al reclusorio.

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Una chica no mayor de 30 años, flaquita, de cabello largo, recorre la fila y recoge la credencial de elector de cada persona. Si alguien no la trae es retirado de la línea. Parece que un requisito para ocupar su puesto es ser mal encarada, pues en ningún momento sonríe o hace alguna mueca que muestre amabilidad. Es una lástima, si sonriera por lo menos un poco consideraría invitarla a salir porque no es fea. Para ella y sus demás compañeras, los familiares y amigos del preso son tan culpables como él y no merecen una sola muestra de simpatía.

Cuando llego a la ventanilla la chica me pregunta el nombre del interno que voy a ver y el dormitorio en el que está recluido. Verifica si estoy en el kardex y me pide un comprobante de domicilio —con antigüedad no mayor a dos meses—, mi acta de nacimiento y la CURP casi recién impresa. De ahí paso a otra ventanilla, a un lado. Cuando creo que nadie puede tener el rostro más malhumorado, una mujer de unos 40 años, de facciones duras, con voz de mando me pide de nuevo mis papeles. Solicita que se los dé en orden: credencial para votar, CURP, acta de nacimiento y comprobante de domicilio. Una señora antes que yo no entregó así su documentación: se llevo la regañada de su vida. Después de firmar una libreta donde se indica el área en la que está interno Óscar, me mandan a otra oficina, al otro lado de la explanada, para que me tomen una foto y capturen mis huellas dactilares. Entrego de nueva cuenta la credencial de elector y la CURP. Luego de dar mi número telefónico me regresan mis credenciales. Ya está autorizado mi pase de acceso al reclusorio.

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En cuanto presento el código de barras de la CURP en el lector electrónico de los torniquetes y coloco mis pulgares para que identifiquen mis huellas, aparece mi foto y se libera el seguro para que gire el aparato de metal y yo pueda pasar al segundo filtro: una estancia con paredes color amarillo muy pálido y puertas de metal grises, que me recordaron a las de los baños públicos. Aunque hay muchas lámparas en el techo, el sitio provoca desolación, como si le faltara luminosidad. Una de ellas se abre y un custodio me ordena: "pase". Ingresó a un pequeño cuarto con el suficiente espacio para que sólo dos personas puedan moverse con facilidad. Veo una puerta de salida en el otro extremo. Desde este momento, en cada filtro tengo que decir el nombre del interno que visito y el dormitorio donde se encuentra.

—Los brazos extendidos y separa las piernas —me dice el sujeto y registra mi cuerpo por encima de la ropa. Se percata que no traigo cinturón, que en mis bolsillos no hay más que dinero, que en mis brazos, piernas, espalda, pecho y los costados no guardo algún objeto no autorizado. Abre la puerta de salida. Una mujer detrás de un escritorio me espera. Revisa la pluma que traigo y mi libro, lo hojea y encuentra el acta de nacimiento y el comprobante de domicilio.

—¿Por qué traes esto? —me dice con un tono fuerte, golpeado. Parece una reproche.

—Acabo de hacer el trámite para visita.

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—No puedes ingresar con esto —no, no es un reproche; ella me está regañando.

—¿Y entonces qué hago? —pregunto de la forma más ingenua que puedo. Me siento intimidado. Aquí no es posible enfrentar a una persona así de arrogante, o por lo menos no la primera vez y menos cuando uno conoce poco o nada el reglamento. Es su territorio. Si lo hago no me dejarán pasar, me sacarán y no volveré a ingresar hasta el próximo día de visita, si es que no me topo con la misma persona.

—Mira, ve al final del pasillo. Grita para que salga alguien. Ahí lo encargas.

Así lo hice. Una custodia vestida de negro salió.

—¿Le puedo encargar esto? No sabía que no podía ingresar estos papeles.

—¿Me vas a dejara para el chesco?

La mujer me recorre con la vista de arriba a abajo con una mueca de burla. Mira mi ropa para saber cuánto le puedo dar. Saco cuatro pesos, tal como me lo recomendó Lupita.

—¡Uy! qué pasó, amigo. Así no —la mujer ríe, sabe que soy nuevo en esto.

—Es que adentro también tengo que dar.

—Pues sí, pero para que te guarde esos papeles mínimo son 10 pesos.

Le di el dinero, se llevó los documento y me dijo que en cuanto saliera me los entregaría. En seguida pasé a una especie de aduana, como las que están en los aeropuertos, con los grandes escáneres de rayos X donde revisan que las bolsas no traigan objetos y alimentos prohibidos, como congelados, carne cruda, polvos, hierbas de olor o fruta que fermente, como uva o piña, así como que los cigarros vengan en bolsa transparente. De cualquier forma, si al custodio en turno se le antoja que ese día no ingresa la naranja, por ejemplo, hay que soltarle cinco pesos para poder pasar.

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Fue curioso ver que en una de las paredes colgaba una gran manta con una manzana a la que alguien le comió un pedazo, que decía "di no a la mordida", término que se utiliza en México para referirse al dinero que solicita un funcionario o empleado para acelerar un trámite o pasar por alto alguna falta.

Desde el principio me sentía un poco nervioso. Era la primera vez que pisaba una cárcel, al igual que muchas personas, mujeres, sobre todo, que son la mayoría de los visitantes: madres, esposas, hermanas, novias, amigas. Sus rostros reflejaban incertidumbre, no sabían que hacer, cómo actuar, qué decir. Los custodios, acostumbrados a tratar con delincuentes, hablaban fuerte, casi sin expresión. Aunque no lo hacían así con las que llevan ya varios años viendo a sus internos. Ellas ya saben cómo tratarlos, hasta se hablan con familiaridad aunque no con camaradería, saben a quién hay que darle mordida, qué ofrecerle al custodio para que les permita pasar un teléfono celular, unos tacones para la chica transexual, cigarros de más, exceso de alimentos para que el preso tenga mercancía que vender entre la población de reclusos.

Cómo yo sólo llevaba un libro no fue necesaria la máquina de rayos X y pasé directo a un mostrador donde me dieron un papel, una contraseña, parecido a un talón porque tiene una linea punteada para que pueda ser cortado. Enseguida me colocaron tres sellos con tinta invisible, de esa que sólo se ve con luz negra, en el antebrazo derecho. En otro mostrador, donde tienen varios muebles parecidos a los tarjeteros donde algunos empleados dejan la cédula después de checar entrada en sus trabajos, un custodio me recogió la credencial de elector y la CURP, me tomó otra foto y a cambio de me dio una ficha de acrílico grueso, verde, con un cordón rosa en un extremo y el número 698 escrito a mano con tinta blanca indeleble por las dos caras. Me la colgué al cuello como si fuera un gafete.

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Camino por un pasillo, más bien un túnel, y encuentro un retén con un par de custodios y me piden meter el brazo en una caja negra para checar los sellos y el orden, pues éste cada día cambia como medida de seguridad para que no se escape algún interno que logre, por alguna razón, conseguir la tinta invisible y el utensilio de caucho para plasmar las insignias. Al final hay una puerta. La abre otro sujeto y por primera vez en el trayecto hay un poco de luz natural que lástima a los ojos acostumbrados ya a la iluminación artificial.

Salgo entonces a un patio tan grande que ahí se podría jugar futbol rápido, aunque más bien parece tendedero de azotea pues lo cubre casi por completo una jaula de malla ciclónica, que tiene en el interior otras paredes de alambre de acero colocadas a manera de zig-zag para que la gente la recorra en fila y pasen en orden al siguiente reten. Pero no es un campo de juego ni el lugar donde los tinacos dominan la vista; es un fuerte recordatorio de que uno está en la cárcel. Miro hacia el cielo y lo veo limpio, no hay ni una nube y desde cierta altura podría ver las montañas que rodean al Distrito Federal o a las aves que se han adaptado tanto como nosotros a la vida en la urbe. Dice la medicina tradicional china que la tristeza está unida al intestino grueso, el miedo al riñón y vejiga y la reflexión al estómago, el bazo y el páncreas, y tal vez sea cierto porque llegó de pronto un cosquilleo a la altura del abdomen al percibir lo qué tal vez siente cada sujeto que entra a ese lugar de reclusión para no salir por mucho, mucho tiempo. Óscar lleva cinco años dentro y es inocente; yo voy de visita, en unas horas saldré y tengo una sensación de abandono. No puedo imaginar siquiera lo que pasó por su mente, la sensación de sus vísceras el día que piso aquel sitio por primera vez y escuchó a su espalda el cerrojo de metal. Llegó el nudo a la garganta porque uno comprende que el castigo no es sólo para el delincuente sino para la familia. La reja pega, es un duro golpe que recuerda al visitante que en ese sitio se pude ver el cielo, pero no volar. No más.

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A media jaula veo que por ahí sólo pasan las señoras cargando las grandes bolsas hechas con retazos de costal donde llevan comida, agua, ropa, jabón, champú, todo lo que necesitan sus internos. Los hombres pasamos por un pequeño pasillo a un lado de la jaula no sin antes meter el brazo a otra caja negra. Llego entonces a otro mostrador bajo techo. Una custodia me pide la contraseña, la corta, ella se queda con una parte y me da la otra. Me pregunta el nombre de mi interno y el número de dormitorio. Los anota, me mira con una sonrisa, como de burla, me dice que puedo pasar y me solicita "lo que guste cooperar para el chesco". Le dejo cinco pesos. Para ella fueron suficientes.

Al final de esa estancia otro custodio espera detrás de una caja negra más. Luego de checar mi brazo abre un puerta que da a otro patio de menor extensión, tal vez la mitad del anterior, pero sin jaula. Tiene pintado un círculo rojo en medio con dos flechas encontradas, de esos que indican que es el área de seguridad si ocurre un sismo. En cuanto salgo escucho gritos y silbidos, como en mercado. No se entiende nada. Provienen del otro lado del patio. Una pared beige se agita: son los internos que visten igual: pantalón y camisa caqui. Hay algunas manchas en verde fosforescente. Les llaman estafetas a estos sujetos que portan la casaca colorida y están autorizados a guiar a los visitantes por el comedor hasta donde se encuentra el interno, aunque otros también hacen la función. Lo importante para ellos es conseguir unos pesos de propina. Ninguno puede cruzar la entrada de esa construcción. Si ponen un pie en el patio son sancionados.

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Mientras más me acerco al edificio alcanzo a entender algunas palabras que gritan: "yo, yo", "hey, hey, aquí", "¿a dónde vas?", "¿a quién buscas?", "yo te llevo". La recomendación de la señora Lupita fue no hacerle caso a nadie e ir directo al comedor, que esta subiendo las escaleras a un par de metros de la entrada. Así lo hago.

—¡Hey, Memo!, ¿eres tú, Memo? —una voz sobresale del ruido. Volteo un tanto confundido. No conozco a nadie ahí, o por lo menos no me he enterado que algún conocido haya caído en cana. Un sujeto flaco se me acerca.

—¿Tú eres Memo, verdad? Óscar me mando a buscarte. Vamos para arriba, él está allá. Te estábamos esperando.

Enseguida otro interno se nos paga. Yo voy entre los dos presos y recuerdo otra vez las palabra de Lupita: "No dejes que se te acerquen mucho, te pueden sacar el dinero". Así que meto las manos a las bolsas del pantalón y camino con ellos a su misma velocidad.

El comedor es un salón grande, como de fiestas, también con paredes de color caqui, en el que caben unas 120 mesas de plástico cubiertas con mantel de linóleo, de las cuadradas a las que se les puede quitar las patas. Están colocadas en filas de 11. En ellas están sentados algunos internos con sus esposas o madres donde comen el bistec en chile pasilla y arroz que compraron a las afueras del reclusorio o que ellas mismas cocinaron; o los tacos de carnitas de cerdo fritas, o el consomé de borrego con barbacoa, o el pastel para el que cumple años. Otros sólo platican, no consumen nada, aunque sus compañeros presos llegan a ofrecer galletas empaquetadas, frituras y demás golosinas.

Uno de los costados del comedor tiene unas ventanas por las que no entra la luz. Las obstruyen mantas de plástico de colores azul y rojo, la mayoría. Después sabría que son alcobas improvisadas donde se hace la visita conyugal.

En una de las mesas alcanzo a distinguir a la mujer que me vendió el lugar para entrar más rápido a dejar mis papeles. Ya no usa las mayas de leopardo, ahora viste de mezclilla. Está con un hombre de unos 45 años, de rostro moreno, recio, de esos que se ve que se la pasan bajo el sol.

Entonces llego con Óscar, lo abrazo, le doy las gracias por recibirme.

—Ahí lo que gustes cooperar, carnal, ya sabes —me dice el flaco que me interceptó. Le doy cuatro pesos. El otro sujeto quiere también propina. No le doy nada, no tengo ninguna deuda con él, le digo que para la otra.

Mientras platico con Óscar veo a un transexual que se acerca a las mesas a vender pulseras que él mismo elabora. No compro nada. Apenas se retira y llega el mariachi del reclusorio, un conjunto musical un tanto sui géneris porque incorporan bongoes a su instrumentación. No pedimos canción, con las que le interpreta a otros es suficiente, como en Garibaldi, que uno puede gorrear la música de la pareja de al lado.

Después de dos horas de plática me retiro. Le dejo 20 pesos a Óscar. Dentro de la cárcel esta cantidad le ayudará a que le pasen lista un par de veces y así no tenga que abandonar su clase de teatro en el auditorio del reclusorio. En cuanto me paro el interno encargado de las mesas se me acerca. Le pago 60 pesos por el uso una. El flaco me ve cuando bajo las escaleras para irme.

—¿Ya estuvo, mi carnal? Chingón. Ya sabes para la otra. Aquí voy estar para ayudarte. Yo no me voy.