Limusinas y mota sin cocos: Fui a un tour cannábico a conocer el futuro de la marihuana
Fotos por @fixzion.

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Drogas

Limusinas y mota sin cocos: Fui a un tour cannábico a conocer el futuro de la marihuana

La marihuana legal y sus beneficios están a solo unos metros de nuestra frontera.

Tengo un par de gramos de Blue Dream, un chocolate infusionado, un porro prerrolado de la marca de Tommy Chong, una pluma vaporizadora con un gramo de concentrado de cannabis y me tengo que terminar todo antes de llegar al aeropuerto. Estoy en la parte trasera de una limusina en San Diego, en EU, y si no me apuro, tendré que botar estos preciados y costosos manjares cannábicos —porque cruzar la frontera mexicana con productos que contienen THC es un delito—. Pero aquí en California, la ley me permite pachequear sobre un coche en movimiento, siempre y cuando el conductor esté separado de mí por un cristal, de ahí que esté en una limusina, en la última actividad planeada para concluir con mi primer tour cannábico.

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El uso de cannabis es legal en California desde 2016. La ley permite que los adultos mayores de 21 años posean, consuman en privado y puedan regalar hasta una onza de cannabis, así como cultivar hasta seis plantas para uso personal en sus domicilios. Y a partir de este año, también se permite la venta comercial, distribución y producción de cannabis en lugares que tengan una licencia emitida por el estado. Desde entonces, los tours cannábicos han surgido en la región con diferentes actividades y niveles de complejidad.

El mío comenzó en el Aeropuerto de la Ciudad de México, de donde volamos a Tijuana para cruzar a San Diego. Tía María es una empresa mexicana que busca incursionarse en el negocio de los tours cannábicos, y me invitaron a una de sus pruebas piloto. Su objetivo, me cuentan sus fundadores, es que aquellas personas que estén interesadas en el negocio de la marihuana puedan conocer cómo funciona en un lugar en donde ya es legal, en este caso San Diego.

Al salir del CBX, el cruce expreso que atraviesa la frontera, nos esperaba una suburban negra lista para llevarnos a la primera parada del recorrido, el taller de un maestro bonguero que nos mostraría en vivo cómo convertía un pedazo de cristal en una retorcida pipa de agua. En la camioneta sonaba reggae y en los asientos esperaban productos de CBD que nunca había visto en mi vida: agua infusionada con CBD, shampoo, crema, chocolate, gomitas, jabón, e incluso un frasco con flores de marihuana sin THC.

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Tras varios minutos en el coche —y con la fascinación por los productos de CBD más disuelta—, llegamos a una gran bodega. Adentro nos esperaba John Whelan, un artesano que se dedica a hacer bongs desde los años ochenta y que en 1991 fundó SourGlass, una compañía de vidriería diseñada para el consumo de marihuana. Después de mostrarnos algunas de sus creaciones, John nos invitó a sentarnos en una banca frente a la máquina sopladora de vidrio. Nos dio un porro de Gorilla Glue #4 y empezó el espectáculo. La máquina hacía girar un pedazo de vidrio mientras John soplaba por una manguera para inflarlo y modificar su estructura. Con calor derretía el vidrio hasta que este perdía su forma y caía formando las ondulaciones que caracterizan sus creaciones. Para la mitad del proceso de creación del bong yo ya no podía poner atención. La GG#4 era una nueva cepa para mí y ahora sentía su efecto en todo su esplendor. Su sabor era intenso y fresco, y cada bocanada recubría mi boca con una capa del suave humo de la marihuana legal. Por un momento se me olvidó que John estaba fabricando un bong con el fin exclusivo de mi entretenimiento. Le tomé una foto mientras hacía una de las ondulaciones y di lo mejor de mí para seguir concentrado hasta el final.

John nos dio unas estampas y nos despidió mientras me subía a la camioneta. La siguiente parada era un dispensario de marihuana, la estrella del show. Aunque es interesante ver cómo se fabrican bongs, mi interés real en este tour cannábico era, obviamente, la mota. El camino me pareció más largo que el vuelo, ansioso en cada esquina por llegar a una tienda en donde pudiera comparar marihuanas sin mirar sobre mi hombro. Finalmente llegamos al dispensario.

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La entrada estaba vigilada por un guardia, y en una sala de espera debías registrarte antes de acceder al área de productos. Una vez adentro, las personas se dividían en dos filas, la línea recreacional y la línea medicinal. Me formé en la recreacional. Mientras esperaba mi turno para ser atendido recorrí con mis ojos el lugar para ver qué clase de productos tenían. Había marihuana por doquier: colgada en pequeñas bolsitas en las paredes y a granel, ordenada en botecitos etiquetados con el nombre de la cepa bajo los vidrios del mostrador. Había flores, hachís y extractos obtenidos a través de diferentes técnicas. Había productos terapéuticos, ungüentos y comida infusionada con marihuana, plumas vaporizadoras y una sección especializada en productos de CBD. Además contaban con todos los accesorios necesarios para consumir marihuana: pipas, charolas, sábanas, bongs y vaporizadores.

Al llegar mi turno, ya sabía más o menos que pedir. Primero, un octavo de onza de flores de Blue Dream, una cepa que por azares del destino probé cuando era más joven y con la que desde entonces quería reencontrarme. También compré un par de gramos de Grizzly, una índica con efectos corporales, recomendada por la persona que me atendió en el dispensario; una pluma vaporizadora con un extracto combinado de índica y sativa, y unas sábanas para envolver mis regalos.

Así concluyó el día. Cargado de marihuana legal, fui llevado al lugar donde dormiría por los siguientes noches, un airbnb weed friendly en donde forjé unos porros con mis anfitriones mientras nos preparábamos para el segundo día del tour: un día en la Copa Cannábica de California del Sur.

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Inesperadamente, el gobierno de California negó de último minuto el permiso de vender marihuana a la Copa Cannábica. Aunque se permitía exhibirla y los asistentes podían fumar de manera libre, muchos de los stands se encontraban vacíos debido a que no se podía comercializar marihuana. En general los puestos anunciaban diferentes marcas productos así como cepas y casas de cultivo que buscaban posicionarse en esta naciente industria. Había una zona de comida y un escenario principal. Lo primero que hice fue recorrer la zona de marihuana, para ver cómo funcionaba una Copa Cannábica en donde no se vendía cannabis.

Sin embargo, al poco tiempo de recorrer el lugar pude notar que la prohibición de vender marihuana era ignorada por muchos de los exponentes a través de diversos trucos. En un puesto dedicado a extractos para vaporizadores, los cartuchos eran gratis en la compra de una playera. En otro, comprabas una membresía que te hacía acreedor a ciertos gramos de marihuana, dependiendo de la membresía que adquirieras. En uno más, en donde yo compré, los vendedores simplemente pesaron el producto y me lo dieron de la manera más rápida y discreta posible, sin ninguna promoción para disfrazar la venta de flores. Al final, los pachecos encontraron la manera de hacer circular la marihuana en la copa cannábica con más renombre a nivel mundial.

El evento terminó con una presentación de Rick Ross y Nas. Antes de que tocara el rapero chido de Nueva York, una mujer se desmayó frente a mí. No olía a alcohol ni parecía borracha. Mi conclusión es que, probablemente, como estabamos en una copa cannábica, se palideó. Al tocar Nas, un porro gigante inflable brincó sobre la audiencia, quien lo pasaba de mano en mano mientras el humo de cientos de porros reales creaban una neblina de yerba para celebrar el día adoptado por la cultura estadounidense como el de los pachecos.

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Fumigado, regresé a mi cama para desmayarme y descansar unas horas antes del último día del recorrido.

Al mediodía, una limusina nos recogió para las últimas actividades: visitar uno de los dispensarios más grandes de San Diego para abastecernos con un último festín que nos daríamos recorriendo las calles de la ciudad como millonarios. Nunca me había subido a una limusina, pero todo era como en las películas: un chofer vestido elegantemente que se apresuró a abrirme la puerta, sillones de tela roja e interiores de madera con terminaciones metálicas, y un gran asiento lateral para ver por la ventana —como los que tienen los nuevos vagones del metro de la CDMX—. Además había unas cuantas copas que nadie usó porque nuestra champaña ese día era la marihuana.

Llegamos al dispensario y nos registramos. Al entrar, más que en un dispensario me sentí en la clase de algún centro especializado en marihuana, como el Papalote Museo del Niño para pachecos. Además de todos los productos cannábicos que había en el primer dispensario que visité, había una mesa de aprendizaje con figuras de la estructura molecular de algunos de los cannabinoides más comunes en la marihuana, acompañados de una tabla explicativa de sus propiedades. También había una sección para las cepas de la semana, en donde se exhibían tres clases diferentes de marihuana, escogida por el personal de la tienda, que se podían analizar con una lupa y un microscopio. Detrás de esta sección se encontraba la zona de autocultivo, donde un encargado me explicó los tipos de planta que vendían para que cualquiera pudiera llevarlas a casa y hacerlas florecer. También contaba con un espacio para música en vivo y un pequeño cine para tirarse a ver algo. Aunque no se puede fumar ahí dentro, uno de los empleados me dijo que podía salir a “hacer mis negocios” y volver a cotorrear. Nada más porque nunca había estado en un lugar así —porque ya tenía suficiente marihuana como para fumar hasta mi regreso al aeropuerto en una hora—, compré un chocolate infusionado y el porro prerrollado de Tommy Chong.

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Ahora, de vuelta a la limusina con todas las sobras de lo que encontré en este pequeño recorrido cannábico, lo único que queda por hacer es armar, prender y compartir lo que queda con mis anfitriones y nuestro guía, un joven de 24 años que vino a la ciudad para trabajar en el negocio de la marihuana, y que me asegura que le encanta fumar.

Después de hacer nuestro mejor esfuerzo, cuando llegamos al aeropuerto solo queda un poco de mota suelta y uno que otro porro a medio fumar. En un viaje de tres días, no se puede hacer mucho más que comprar todo tipo de marihuana para probar los productos más modernos de una industria que tiene todavía mucho que explorar. Pero, para para las personas que viven aquí, la marihuana es una opción real de tratamiento, la relación con la planta se da de una manera abierta e informada, con cientos de opciones para elegir de acuerdo a necesidades específicas; e incluso con la posibilidad del autocultivo para las personas a quienes no les interese comprar marihuana cuando la necesiten. Pero mientras avanza la regulación en México, este es el final para mí. Estoy en las nubes cuando me pega el chocolate cósmico infusionado, los últimos rastros de mi visita a una tierra donde la marihuana ya genera miles de dólares de impuestos, y ahora también turismo.

@fixzion