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Salud

Pasé un día abrazando árboles para ver si se me iba el estrés

Hice una curación de bosque.
Yo abrazando árboles. Foto por el autor

Desde que comencé a experimentar los efectos del alcohol me ha encandilado el término siempre certero de abrazafarolas, aunque jamás imaginé que, tras una jornada intensa de naturaleza, me iba a convertir en un abrazaárboles.

Tiene una explicación. Hace unos días recibí una invitación por email del Instituto DKV de la Vida Saludable para experimentar una técnica pionera en Europa denominada Shirin-yoku o curación de bosque, que ayuda a mejorar mi salud física y mental sumergiéndome en los adentros de la naturaleza con técnicas sensoriales. Habría pasado olímpicamente si no fuera porque llevo unos días con una presión terrible sobre mi zona occipital a causa del maldito estrés. Ya sabes a lo que me refiero.

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Como me prometían una experiencia más allá de la típica chapa promocionera, me animé a pasar un día entre helechos septentrionales y periodistas de Saber vivir con el objetivo de salir de la redacción y estirar las piernas.

Bien, el día llegó y, después de una media hora en bus que nos acercó hasta el parque natural de Collserola —el pulmón verde que oxigena Barcelona—, nos recibieron en un club de tenis bastante pijáis de Sant Cugat del Vallès. Subimos al comedor y me hinqué DOS bocadillos de jamón y un zumo détox de piña, agua de coco, limón y chía con el ansia de un buen español ante un bufé libre. El viaje ya había valido la pena.

Uno de tantos círculos. Foto vía DKV

Me explicaron los beneficios de la salud que conlleva tener contacto regular con la naturaleza y que la peña de pueblo y zonas rurales vive bastante más. Es cierto. Mi tía abuela Fermina alcanzó la friolera cifra de los 96 años en su casita del pueblo pelando tomates tan grandes como melones de agua y partiendo pescuezos de gallinas en su corral con una actitud jacarandosa hasta su muerte repentina.

Comenzó la curación. Un guía bastante simpático nos adentró en el bosque y formamos un círculo de periodistas y bloggers desaliñados. El tipo cogió una rama del suelo y nos invitó a conectar los sentidos con distintos ejercicios: "Cerrad los ojos, abrid las palmas de las manos orientadas hacia el frente y sentid la energía que la naturaleza os quiere transmitir".

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Está pirado y esto parece una secta que en cualquier momento presenciará un suicidio colectivo a lo Jonestown, pensé. Acto seguido nos propuso respirar lentamente y sacar la lengua para probar el aire del bosque y, aunque seguramente se podría considerar uno de los actos más ridículos de mis últimos años, sentí una revelación. Saboreé el petricor, los cantares de las currucas salvajes se manifestaron y despejé la mente. Por un instante olvidé los emails y las obligaciones y me mimeticé en la naturaleza. Era Jordi, el hombre-liquen.

Con esta transformación, encaré la actividad de otra forma. El siguiente paso fue caminar muy lento por una senda hasta las verdes profundidades a ritmo de caracol. Me costaba mucho seguir el tan sosegado paso cargado con el frenesí urbano, pero volví a respirar hondo mientras tocaba con mis dedos el rocío del musgo y esnifaba el olor que emanaba un buen puñado de tierra húmeda. Un copioso sustento de elementos foráneos a la ciudad me hizo revivir los inocentes tiempos en los que iba a por castañas con el cole con mi tupper de carne empanada en la mochila.

Uno de los muchos terraplenes para conectar con la naturaleza. Foto por el autor

Sentarnos en un rinconcito del bosque fue la penúltima actividad. Consistía, simplemente, en contemplar. Al parecer hay peña que es tan adicta a la ciudad que vuelve entre lágrimas tras fijarse, por primera vez en su etapa adulta, cómo es una maldita abeja. Sí señor. Llorar por insectos sería otro gran objetivo conseguido para un hombre-liquen.

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Busqué un rinconcito sobre una preciosa riera seca llena de hojas y contemplé el poder de la naturaleza con la erosión del agua sobre la montaña. Los rayos de sol se inmiscuían entre las copas de los árboles sacudidos por un cálido hálito de viento montañés y a mi alrededor volaba un moscardón curioso que ponía a prueba mi lagrimal. Me vibró el móvil. Toda la regresión y la paz se fueron al garete para recordarme que a la tarde tenía más responsabilidades que atender.

El té que cerraba la "conexión". Foto por el autor

Para acabar, brindamos con un té de hojas que el timotel fue recogiendo por el camino para despedir la actividad. No sé si fue esa extraña mezcla de hierbas o el impetuoso impulso del hombre-liquen que por un instante fui, pero de camino al club de tenis sentí la llamada de una encina centenaria que me embaucó con sus armas seductoras. Sí, abracé un árbol. Lo abracé vivamente mientas experimentaba una satisfactoria conexión que me evadió de mi triste y solitaria existencia.

Al cabo de un buen rato, una vez en la ciudad, volví a mi casa y quise ver cómo estaban las dos o tres plantas que sobreviven en mi balcón. Una hiedra sueca o planta del dinero agonizante y un clavel que no florece desde 2012. Ese era todo el contacto con la naturaleza que tenía a diario. Digo era porque hoy me he despertado a las 6 de la mañana y he sentido otra vez la llamada.

Tras ponerme algo decente, me he dirigido al parque más cercano para dar otra muestra de amor, esta vez, a un platanero algo raquítico. Una parte de mí se ha trastocado y va a seguir abrazando árboles para sentir la naturaleza en mis carnes. Por favor, si me veis por la calle sucumbiendo a los encantos de una encina o acariciando el césped de un pipican, no me fotografiéis ni me lo tengáis en cuenta. Tenéis ante vosotros un vivaracho hombre-liquen.