Así fue como trafiqué heroína de Mexicali a Nueva York
Ilustración por Pablo Castañeda.

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narcotráfico

Así fue como trafiqué heroína de Mexicali a Nueva York

Éste es un testimonio de un hombre que trabajó para un cártel de drogas colombiano.

Dormía cuando sonó el teléfono insistentemente. Contesté con voz cavernosa, típica de un sábado de desvelo. Del otro lado del auricular una robótica voz me preguntó en inglés si aceptaba una llamada de una prisión estatal de California. Contesté que sí. Dos segundos después Efe exclamó: "¡Qué pedo, cabrón!, ¿cómo te va?"

Los que nacimos en la frontera de Baja California, a mediados de los años 70 y la década de los 80 fuimos los primeros en acostumbrarnos a escuchar y protagonizar, de distintas maneras, interminables historias en donde el narcotráfico siempre era el telón de fondo. Recuerdo un semestre de la preparatoria en que tres compañeros del salón fueron detenidos, en distintos casos, al intentar cruzar la frontera con varios kilos de mariguana en un auto. Ninguno tenía necesidad económica. La sentencia para los traficantes novatos fue la misma, entre ocho y nueve meses en una prisión gringa.

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En la frontera uno se acostumbra a situaciones como éstas, como se acostumbra a que el vecino con el que jugabas futbol sea acribillado a balazos afuera de una taquería o a que la fiesta de la noche corra por cuenta de un amigo que logró traficar cinco kilos de cocaína hasta EU. Por supuesto, Efe, no quedó excluido de este fenómeno que se filtra en la esfera más íntima de la vida diaria de cada ciudadano.

Efe y yo nos conocimos en la etapa universitaria. Doce años después, luego de haber cruzado una y otra vez distintos tipos de estupefacientes a Estados Unidos, fue detenido y encarcelado tres años y medio en la Prisión Estatal de Ironwood, ubicada en el desierto de Mojave, en el sur del estado de California ―a tres horas de las Vegas, Nevada y a dos de Phoenix, Arizona―. Este centro de detención forma parte de las 33 prisiones con que cuenta la entidad californiana, una de las cuales ―la de Corcoran― mantiene en reclusión de por vida al tenebroso y legendario asesino Charles Manson.

Hoy, Efe, está libre. Este es su testimonio como mensajero de un cártel de drogas colombiano. Dos años después de esa llamada tripartita, mientras Efe enciende la radio del auto, conversamos frente a una playa de Tijuana, Baja California, donde actualmente reside.

MENSAJERO DE DROGAS

Desde niño me gustó la música norteña, en especial la de Chalino Sánchez, canciones de amor y desamor, pero también me gustaban los narcocorridos. En mi adolescencia, por casualidad, fui amigo de hijos de narcotraficantes de la ciudad y de otros que se creían narcos porque era lo que empezaba a estar de moda. Pienso que de alguna manera uno siempre atrae lo que desea. Un día uno de estos amigos que andaba en la malandrinada (actividades del narcotráfico) me invitó a una entrevista de trabajo. Se trataba de una oportunidad para colaborar con un grupo del narcotráfico que transportaba cocaína y heroína desde Cali, Colombia, hasta New York. Era una ruta que hacía escala en la Ciudad de México, Mexicali y San Diego.

La reunión fue en una nevería en una colonia tradicional de clase alta de la ciudad de Mexicali. Ahí conocí a Orlando (no es su nombre real), quien coordinaba la operación del resguardo y trasiego de la mercancía.

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Nuestra conversación estuvo relacionada con mi edad, mis actividades comunes durante el día, mi grado de estudios y los idiomas que dominaba. No me pareció distinta a las entrevistas que alguna vez había tenido para un empleo común y corriente, la diferencia es que en este trabajo transportaría cuatro kilos de heroína pura escondida dentro de una maleta que venían coronando (pasando la frontera) desde Colombia. Como me defendía bien con el inglés y tenía mi visa norteamericana en regla, la opción de trabajo para mí consistió en llevar heroína a la ciudad de New York. La maleta que yo transportaba, otras personas la trasladaban de Colombia a Mexicali, ese también pudo ser mi trabajo, pero que dominara el inglés me llevó a New York.

Una vez en posesión de la maleta, viajaba en Greyhound —línea de autobuses interestatales― a San Diego. En esa ciudad me hospedaba en un hotel cercano al aeropuerto y luego tomaba un avión a Phoenix, Arizona, y volaba a Newark, Nueva Jersey, o Manhattan en Nueva York. Esto sucedió en el auge del narcotráfico en la península de Baja California, tiempo en que era bien visto ser narco o al menos tener dinero sin importar mucho cómo lo obtenías. Mi personaje era el de un estudiante con recursos económicos que viajaba por placer a visitar amigos en New York. El clavo (escondite) en la maleta era imperceptible porque acomodaba mi ropa y mis artículos personales sin ningún tipo de problema. El clavo estaba en la estructura, entre las costuras de la maleta, pasaba por los rayos X del aeropuerto y el escáner no lo detectaba. Era el clavo perfecto, solamente debía controlar muy bien los nervios y el estrés y pasaba la seguridad como si todo estuviera en orden.

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INICIA EL VUELO

El día de la entrevista conseguí el trabajo y me dieron mil dólares para ir a comprar ropa adecuada para el viaje. "Cómprate una buena chamarra porque está haciendo un chingo de frío", me dijo Orlando. Mi viaje se programó para dos días después, un 4 de diciembre. Esa fue la primera vez que transporté droga. La misión era viajar de costa oeste a costa este del país más vigilado del mundo con cuatro kilos de heroína. Esa primera vez cruce la frontera acompañado de Raúl (nombre ficticio), quien conducía una camioneta Cherokee del año. Al mismo tiempo la maleta cruzaba la frontera en otro auto conducido por un amigo que trabajaba específicamente realizando esa labor para el grupo. Cuando cruzamos a Caléxico y los tres nos vimos en el estacionamiento de un supermercado muy concurrido y ahí dentro del auto cambié mi ropa de una maleta a otra. Como faltaba una hora para que mi autobús Greyhound saliera hacia San Diego, entré a un Jack In The Box y comí una Bacon Ultimate Chesseburguer.

Cuando me instalé en la habitación del hotel en San Diego me sentí a salvo. Intenté dormir para tener energía durante el viaje, pero los nervios por el temor a ser detenido al día siguiente en el aeropuerto no me dejaron dormir más de un par de horas. Muy temprano me bañé y arreglé las pocas cosas que había sacado de la maleta, hice check out y pedí a la recepción un transporte al aeropuerto que estaba casi al cruzar la autopista. Como en aquellos años consumía mucha cocaína, mi ansiedad en esa soledad era mayor. En el aeropuerto cruce sin problemas la revisión de rutina y tomé mi vuelo a Phoenix, Arizona, donde hice una escala de dos horas. Luego tomé mi siguiente vuelo hacía Newark, New Jersey, donde verdaderamente hacía frío. Me hospedé en otro hotel de cinco estrellas y envié un mensaje por beeper para avisar a Orlando que había llegado a salvo, junto con un número que correspondía al número de mi habitación a donde me podía marcar. Para todos los mensajes de ese tipo se usaban claves numéricas que me enseñaron a utilizar para no obviar nuestra comunicación. Cinco minutos después de haber enviado el mensaje sonó el teléfono, era Orlando. Confirmé mi llegada, "estoy coronando", respondí. Sin embargo, el trabajo no concluía aún.

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Una hora después de haberme instalado en el cuarto de hotel llamó por teléfono un tipo llamado Fabián. Era el encargado de recoger la maleta. Le indique donde y en qué cuarto me encontraba. Teníamos entendido que nuestra charla telefónica debía ser familiar, como si nos conociéramos de mucho tiempo.

Fabián llegó al hotel, subió a la habitación, tocó y abrí la puerta. Estaba acompañado de una morena muy guapa. Él tenía los ojos hinchados y morados, como si le hubieran dado una golpiza, no podía dejar de mirarlo. Con acento caribeño me dijo: "No crea que me pasó algo malo o que me golpearon, lo que pasa es que recientemente me hice una cirugía plástica y por eso me veo así, no se asuste". La morena sonrió al ver mi expresión y yo me disculpé por incomodarlo. Le entregué la maleta y él desembolsó 40 mil dólares en efectivo, sobre la cama, que traía en una mochila. La mayoría eran billetes de 20 dólares, se veía un cerro de dinero, como si fuera el Monte Everest. Hasta ahí llegaba mi trato con Fabián.

Pero el trabajo no terminaba ahí. Ahora tenía que transportar el dinero de regreso a Mexicali. Lo que me habían pagado era sólo por la mensajería y de eso dependía el pago de todos los involucrados en la operación, desde Colombia hasta New York. Mi pago eran cinco mil dólares. Para transportar el dinero me explicaron que debía elaborar cuatro o cinco fajos y pegármelos al cuerpo con cinta adhesiva. Así lo hice. Lo bueno es que como hacía mucho frío y llevaba mucha ropa, no era muy notorio. Los de seguridad del aeropuerto me pedían que abriera mi chamarra y me pasaban el aparato de escáner, pero nunca pasó nada.

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Cuando volvía a Mexicali después de estar en New York, era una fiesta interminable. Un deschongue, como le decimos a enfiestarnos con alcohol y cocaína hasta el día siguiente. Mis amigos siempre me esperaban con mucho gusto para festejar y yo casi no podía dormir por la adrenalina y el perico (cocaína). En el mundo algunas personas son adictas a la adrenalina y se avientan al vacío en un paracaídas, otros corren su auto a toda velocidad o surfean la ola más alta, pero también hay quienes preferimos burlarnos de la ley. En Mexicali este último ha sido un deporte extremo muy remunerado si logras coronarte como mensajero de las drogas.

Los cinco mil dólares que me pagaban por cada viaje me lo gastaba en ropa, comida y bebida, pero la mayoría de mis gastos se iba en cocaína y prostitutas. A mis amigos me gustaba invitarlos de antro y me gastaba hasta 1,500 dólares en una noche de whisky y cocaína. El dinero fácil se gasta todavía más fácil. Disfrutaba el placer de traer dinero y gastarlo sin consideraciones, ya fuera con los amigos, mujeres o mi familia. Fueron varias las ocasiones en las que fui "para arriba", como llamábamos los miembros del grupo al traslado de mercancía a Nueva York. Gracias a esos viajes pude conocer la isla de Manhattan, la Quinta Avenida, Times Square y Central Park.

Todas mis idas "para arriba" iban de maravilla hasta que en el último viaje todo se salió de control. El traslado y mi llegada fueron como de costumbre: me instalé en la habitación, envié un mensaje al beeper y me regresaron la llamada a los cinco minutos. Esta vez me explicaron que me contactaría un tipo llamado Carlos. Después de una hora y media, el mentado Carlos llamó para decir que iba en camino, sólo que lo tendría que esperar hasta el anochecer porque él se encontraba en Miami, Florida, y apenas tomaría un avión a nuestro encuentro.

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Desde ese momento supe que las cosas serían distintas: el tono de su voz y la manera de expresarse me advirtieron que trataría con alguien agresivo. Le respondí que lo esperaría. Tan pronto colgué volví a enviar otro mensaje al beeper. Pasaron cinco minutos y sonó el teléfono. Le expliqué a la persona de Mexicali lo sucedido y me respondieron que esperara a que Carlos se comunicara de nuevo. A las nueve de la noche el teléfono timbró, era él, desde el estacionamiento del hotel y quería que bajara con la maleta. Contesté que no podía hacer eso, que mis instrucciones eran que el intercambio se hiciera en la habitación del hotel. Me respondió con una negativa inapelable, si no bajaba no había trato. Le pedí que esperara diez minutos, colgué y por tercera vez envíe otro mensaje al beeper, respondieron de inmediato. Sabían que había problemas, expliqué lo sucedido y me pidieron que bajara y tuviera mucho cuidado. Al bajar me esperaba Carlos acompañado de dos sujetos más.

Entré a su auto y sentí miedo. Nos dirigimos hacia el barrio del Bronx, una zona de las más peligrosas y con más alto índice de homicidios en New York. Creo que notaron mi nerviosismo porque me pasearon por el Yankee Stadium para que lo conociera y me tranquilizara, pero yo sólo pensaba en terminar con el trato y regresar a Mexicali lo más rápido posible. Subimos a un departamento en el quinto piso de un edificio que tenía un elevador mal oliente. En cuanto entramos comenzaron a destruir la maleta para sacar la heroína. En ese punto ya estaba muy preocupado por lo que estaba sucediendo.

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Le dije a Carlos que tenía que darme el dinero para que yo pudiera regresar al hotel. Respondió que debía esperar a que comprobaran que la mercancía tenía la calidad esperada. Sacaron las bolsas de heroína que estaban cubiertas con papel carbón para evadir los rayos X. Abrieron uno de los paquetes y con una habilidad sorprendente pusieron tres dosis en bolsitas Ziploc. Uno de los tres tipos se apresuró a salir del departamento. La mercancía era un polvo fino con tono blanco rosado. Carlos abrió el refrigerador y saco tres cervezas, destapó una, la colocó frente a mí y me dijo con acento colombiano y unos ojos de sapo que no dejaban de mirarme: "No se asuste, mexicano". Tomé un trago de cerveza y me explicó que quería revisar que todo estuviera bien con la mercancía.

Después de media hora regresó el tipo que había salido con las dosis y dijo: "Ocho punto cinco". Carlos se enfureció y empezó a maldecir a todo el mundo. Me miró y dijo: "¿Ya ves? Te lo dije, ¡esa mercancía debe marcar de nueve punto cinco a diez de calidad!" Yo no sabía que responder, pero de alguna manera le dije que mi trabajo sólo era transportar la mercancía, que yo no tenía nada que ver con la calidad. Sentí que una de mis piernas comenzaba a temblar. Se levantó de su silla y continuó vociferando, pero poco a poco fue calmando su instinto asesino.

Carlos tomó un celular, marcó un número y dijo: "Comuníquenme con doña Elvira". Ella era la señora que dirigía toda la operación desde Colombia y de la cual sólo había escuchado hablar como cuando se habla de un mito. Cuando Carlos habló con ella se quejó de la calidad y de que era menor cantidad de lo pactado. Ella pidió hablar conmigo. Agarré el teléfono y ella me explicó: "Escúcheme muy bien, trate de salir vivo de ahí, la mercancía y el dinero no importan en este momento, luego le cobraré a ese hijo de puta", dijo mientras yo solamente asentía, casi no pronunciaba palabra. Al final de la llamada dije: "Entendido, muchas gracias, doña Elvira" y colgué. Carlos me arrebató el teléfono y molesto me preguntó: "¿Qué le dijo la señora? ¿Por qué colgó?" Un poco más confiado le respondí: "La señora me dijo que le dejara la maleta y que les pidiera que me llevaran a mi hotel, luego ella se comunicará con usted". Carlos, exclamó: "¡Puta madre, ustedes se creen intocables porque los respalda el cártel!"

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Ángel, un dominicano que era el dueño del departamento y quien condujo el carro desde el hotel, habló: "Yo ahorita lo llevo, mexicano", dijo mientras le miraba los ojos de sapo a Carlos. Guardaron los paquetes y cerraron la maleta. Carlos y su acompañante salieron del departamento y nosotros detrás. Al bajar ellos subieron a otro carro y se perdieron entre las calles. Ángel y yo partimos hacía mi hotel. Antes de bajar del carro me pidió un favor: "Tome este número de teléfono y cuando este con la señora déselo de mi parte. Deseo trabajar con ella directamente y dejar de hacerlo a través de Carlos". Le prometí que lo haría, pero mentía, pues nunca había visto a doña Elvira, ni la vería jamás, pero comprendí que me salvó que ellos pensaron que tenía un contacto muy cercano con ella gracias a esa llamada telefónica.

Todo salió perfecto. Por ese trabajito me pagaron dos mil dólares. Al regresar a Mexicali sentí qué había nacido de nuevo. Pensé que ésa sería la última vez que trabajaría para el grupo. Y sí lo dejé de hacer un par de años en los cuales tuve trabajos legales. Desafortunadamente me comenzó a ir mal económicamente y volví a tener contacto con Orlando. Esta vez no iría a New York, sino que debía llevar un auto de Caléxico, California, a Phoenix, Arizona, con varios kilos de cocaína escondida.

FINAL DEL VUELO

Nuevamente tuve un trabajo lícito por un par de meses hasta que de nuevo salió una chamba que parecía la más sencilla de todas. Consistía en mover un auto estacionado afuera de una tienda de autoservicio de una gasolinera 7-Eleven, en El Centro, California, hasta una casa en la ciudad de Indio, a una hora de distancia en línea recta hacia el norte.

Llegué al 7-Eleven. Un cholo, pelón y tatuado, me entregó unas llaves y me dijo cuál era el auto que debía manejar. Iba caminando hacia el auto cuando de pronto vi que se abrió la puerta de una camioneta que se estacionó a la vuelta de la tienda y se bajaron varios cabrones vestidos tipo SWAT. Lo primero que pensé fue que asaltarían la tienda, porque no sabía en ese momento que eran policías. Me apresuré a caminar hacia el auto, estaba metiendo la llave en la cerradura cuando escuché que me gritó un policía que venía corriendo hacia mí apuntándome con una metralleta: "¡Levanta las manos y tírate al piso!" Fue tal mi confusión y el desmadre que, según yo, un helicóptero nos sobrevolaba.

No tardé en entender que fui detenido en una conspiración de drogas, el cholo era un policía encubierto. Como en las películas me esposaron y me leyeron la enmienda Miranda: "Tienes derecho a guardar silencio, todo lo que digas puede ser usado en tu contra". Después me trasladaron en una patrulla del Custom Service a una comisaría. Me interrogaron en un juego del policía bueno y el policía malo. El malo grita, da manotazos a la mesa y constantemente te dice que ya te cargó la chingada. El bueno, al contrario, te defiende, te da consejos y te dice que es mejor cooperar por las buenas que por las malas. Me continuaron interrogando y sobre la mesa pusieron varias fotografías de personas que según ellos yo debía conocer. Si los conocía o no, nunca lo dije. Entonces me pidieron que dijera una serie de cosas con la promesa de que me darían un trato especial, pero, ¿qué tal si todo era un engaño y salía peor? Mejor me quedé callado.

Me sentenciaron a siete años de prisión, aunque en realidad pasé tres años y medio ahí porque ciertos delitos con cierta cooperación de parte del inculpado tienen el beneficio de que los días de condena se cuentan como de 12 horas.

Salí de prisión un miércoles a las seis de la mañana, pero desde las dos ya no podía dormir por la ansiedad de volver a mi casa. Las puertas de la celda se abrieron durante 15 segundos. Salí y me subieron a un panel junto con tres presos más que eran unos mexicanos que habían sido detenidos cruzando la frontera de manera ilegal. En el camino hacia la frontera, el chofer gringo nos puso unos narcocorridos para que entráramos en ambiente y nos aclimatáramos. "¡Órale, para que se emocionen!", nos dijo.

Se acabaron los lujos y el despilfarro. Afortunadamente he tenido la oportunidad de tomar otros caminos menos peligrosos y dentro del orden de la ley. Con el paso del tiempo pienso que no volvería a realizar una tontería como las de aquellos años en que arriesgaba todo por unos dólares. Eso que hacía era una locura y una estupidez.

Hace un mes recibí una carta de un compañero colombiano con el que compartí celda. Me escribió para saludarme. Él se dedicaba al tráfico de joyas. Iba volando de Brasil a Japón, pero el vuelo hizo escala en Los Ángeles. Las autoridades estadounidenses al revisar a la tripulación se dieron cuenta de que tenía una orden de arresto girada años atrás. Lo bajaron del avión y lo encerraron. La carta termina diciendo: "La libertad es lo más preciado que tenemos los que andamos en la torcida".