Dormía cuando sonó el teléfono insistentemente. Contesté con voz cavernosa, típica de un sábado de desvelo. Del otro lado del auricular una robótica voz me preguntó en inglés si aceptaba una llamada de una prisión estatal de California. Contesté que sí. Dos segundos después Efe exclamó: "¡Qué pedo, cabrón!, ¿cómo te va?"Los que nacimos en la frontera de Baja California, a mediados de los años 70 y la década de los 80 fuimos los primeros en acostumbrarnos a escuchar y protagonizar, de distintas maneras, interminables historias en donde el narcotráfico siempre era el telón de fondo. Recuerdo un semestre de la preparatoria en que tres compañeros del salón fueron detenidos, en distintos casos, al intentar cruzar la frontera con varios kilos de mariguana en un auto. Ninguno tenía necesidad económica. La sentencia para los traficantes novatos fue la misma, entre ocho y nueve meses en una prisión gringa.
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En la frontera uno se acostumbra a situaciones como éstas, como se acostumbra a que el vecino con el que jugabas futbol sea acribillado a balazos afuera de una taquería o a que la fiesta de la noche corra por cuenta de un amigo que logró traficar cinco kilos de cocaína hasta EU. Por supuesto, Efe, no quedó excluido de este fenómeno que se filtra en la esfera más íntima de la vida diaria de cada ciudadano.Efe y yo nos conocimos en la etapa universitaria. Doce años después, luego de haber cruzado una y otra vez distintos tipos de estupefacientes a Estados Unidos, fue detenido y encarcelado tres años y medio en la Prisión Estatal de Ironwood, ubicada en el desierto de Mojave, en el sur del estado de California ―a tres horas de las Vegas, Nevada y a dos de Phoenix, Arizona―. Este centro de detención forma parte de las 33 prisiones con que cuenta la entidad californiana, una de las cuales ―la de Corcoran― mantiene en reclusión de por vida al tenebroso y legendario asesino Charles Manson.Hoy, Efe, está libre. Este es su testimonio como mensajero de un cártel de drogas colombiano. Dos años después de esa llamada tripartita, mientras Efe enciende la radio del auto, conversamos frente a una playa de Tijuana, Baja California, donde actualmente reside.Desde niño me gustó la música norteña, en especial la de Chalino Sánchez, canciones de amor y desamor, pero también me gustaban los narcocorridos. En mi adolescencia, por casualidad, fui amigo de hijos de narcotraficantes de la ciudad y de otros que se creían narcos porque era lo que empezaba a estar de moda. Pienso que de alguna manera uno siempre atrae lo que desea. Un día uno de estos amigos que andaba en la malandrinada (actividades del narcotráfico) me invitó a una entrevista de trabajo. Se trataba de una oportunidad para colaborar con un grupo del narcotráfico que transportaba cocaína y heroína desde Cali, Colombia, hasta New York. Era una ruta que hacía escala en la Ciudad de México, Mexicali y San Diego.La reunión fue en una nevería en una colonia tradicional de clase alta de la ciudad de Mexicali. Ahí conocí a Orlando (no es su nombre real), quien coordinaba la operación del resguardo y trasiego de la mercancía.
MENSAJERO DE DROGAS
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Nuestra conversación estuvo relacionada con mi edad, mis actividades comunes durante el día, mi grado de estudios y los idiomas que dominaba. No me pareció distinta a las entrevistas que alguna vez había tenido para un empleo común y corriente, la diferencia es que en este trabajo transportaría cuatro kilos de heroína pura escondida dentro de una maleta que venían coronando (pasando la frontera) desde Colombia. Como me defendía bien con el inglés y tenía mi visa norteamericana en regla, la opción de trabajo para mí consistió en llevar heroína a la ciudad de New York. La maleta que yo transportaba, otras personas la trasladaban de Colombia a Mexicali, ese también pudo ser mi trabajo, pero que dominara el inglés me llevó a New York.Una vez en posesión de la maleta, viajaba en Greyhound —línea de autobuses interestatales― a San Diego. En esa ciudad me hospedaba en un hotel cercano al aeropuerto y luego tomaba un avión a Phoenix, Arizona, y volaba a Newark, Nueva Jersey, o Manhattan en Nueva York. Esto sucedió en el auge del narcotráfico en la península de Baja California, tiempo en que era bien visto ser narco o al menos tener dinero sin importar mucho cómo lo obtenías. Mi personaje era el de un estudiante con recursos económicos que viajaba por placer a visitar amigos en New York. El clavo (escondite) en la maleta era imperceptible porque acomodaba mi ropa y mis artículos personales sin ningún tipo de problema. El clavo estaba en la estructura, entre las costuras de la maleta, pasaba por los rayos X del aeropuerto y el escáner no lo detectaba. Era el clavo perfecto, solamente debía controlar muy bien los nervios y el estrés y pasaba la seguridad como si todo estuviera en orden.
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INICIA EL VUELO
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Una hora después de haberme instalado en el cuarto de hotel llamó por teléfono un tipo llamado Fabián. Era el encargado de recoger la maleta. Le indique donde y en qué cuarto me encontraba. Teníamos entendido que nuestra charla telefónica debía ser familiar, como si nos conociéramos de mucho tiempo.Fabián llegó al hotel, subió a la habitación, tocó y abrí la puerta. Estaba acompañado de una morena muy guapa. Él tenía los ojos hinchados y morados, como si le hubieran dado una golpiza, no podía dejar de mirarlo. Con acento caribeño me dijo: "No crea que me pasó algo malo o que me golpearon, lo que pasa es que recientemente me hice una cirugía plástica y por eso me veo así, no se asuste". La morena sonrió al ver mi expresión y yo me disculpé por incomodarlo. Le entregué la maleta y él desembolsó 40 mil dólares en efectivo, sobre la cama, que traía en una mochila. La mayoría eran billetes de 20 dólares, se veía un cerro de dinero, como si fuera el Monte Everest. Hasta ahí llegaba mi trato con Fabián.Pero el trabajo no terminaba ahí. Ahora tenía que transportar el dinero de regreso a Mexicali. Lo que me habían pagado era sólo por la mensajería y de eso dependía el pago de todos los involucrados en la operación, desde Colombia hasta New York. Mi pago eran cinco mil dólares. Para transportar el dinero me explicaron que debía elaborar cuatro o cinco fajos y pegármelos al cuerpo con cinta adhesiva. Así lo hice. Lo bueno es que como hacía mucho frío y llevaba mucha ropa, no era muy notorio. Los de seguridad del aeropuerto me pedían que abriera mi chamarra y me pasaban el aparato de escáner, pero nunca pasó nada.
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Cuando volvía a Mexicali después de estar en New York, era una fiesta interminable. Un deschongue, como le decimos a enfiestarnos con alcohol y cocaína hasta el día siguiente. Mis amigos siempre me esperaban con mucho gusto para festejar y yo casi no podía dormir por la adrenalina y el perico (cocaína). En el mundo algunas personas son adictas a la adrenalina y se avientan al vacío en un paracaídas, otros corren su auto a toda velocidad o surfean la ola más alta, pero también hay quienes preferimos burlarnos de la ley. En Mexicali este último ha sido un deporte extremo muy remunerado si logras coronarte como mensajero de las drogas.Los cinco mil dólares que me pagaban por cada viaje me lo gastaba en ropa, comida y bebida, pero la mayoría de mis gastos se iba en cocaína y prostitutas. A mis amigos me gustaba invitarlos de antro y me gastaba hasta 1,500 dólares en una noche de whisky y cocaína. El dinero fácil se gasta todavía más fácil. Disfrutaba el placer de traer dinero y gastarlo sin consideraciones, ya fuera con los amigos, mujeres o mi familia. Fueron varias las ocasiones en las que fui "para arriba", como llamábamos los miembros del grupo al traslado de mercancía a Nueva York. Gracias a esos viajes pude conocer la isla de Manhattan, la Quinta Avenida, Times Square y Central Park.Todas mis idas "para arriba" iban de maravilla hasta que en el último viaje todo se salió de control. El traslado y mi llegada fueron como de costumbre: me instalé en la habitación, envié un mensaje al beeper y me regresaron la llamada a los cinco minutos. Esta vez me explicaron que me contactaría un tipo llamado Carlos. Después de una hora y media, el mentado Carlos llamó para decir que iba en camino, sólo que lo tendría que esperar hasta el anochecer porque él se encontraba en Miami, Florida, y apenas tomaría un avión a nuestro encuentro.
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Desde ese momento supe que las cosas serían distintas: el tono de su voz y la manera de expresarse me advirtieron que trataría con alguien agresivo. Le respondí que lo esperaría. Tan pronto colgué volví a enviar otro mensaje al beeper. Pasaron cinco minutos y sonó el teléfono. Le expliqué a la persona de Mexicali lo sucedido y me respondieron que esperara a que Carlos se comunicara de nuevo. A las nueve de la noche el teléfono timbró, era él, desde el estacionamiento del hotel y quería que bajara con la maleta. Contesté que no podía hacer eso, que mis instrucciones eran que el intercambio se hiciera en la habitación del hotel. Me respondió con una negativa inapelable, si no bajaba no había trato. Le pedí que esperara diez minutos, colgué y por tercera vez envíe otro mensaje al beeper, respondieron de inmediato. Sabían que había problemas, expliqué lo sucedido y me pidieron que bajara y tuviera mucho cuidado. Al bajar me esperaba Carlos acompañado de dos sujetos más.Entré a su auto y sentí miedo. Nos dirigimos hacia el barrio del Bronx, una zona de las más peligrosas y con más alto índice de homicidios en New York. Creo que notaron mi nerviosismo porque me pasearon por el Yankee Stadium para que lo conociera y me tranquilizara, pero yo sólo pensaba en terminar con el trato y regresar a Mexicali lo más rápido posible. Subimos a un departamento en el quinto piso de un edificio que tenía un elevador mal oliente. En cuanto entramos comenzaron a destruir la maleta para sacar la heroína. En ese punto ya estaba muy preocupado por lo que estaba sucediendo.
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Le dije a Carlos que tenía que darme el dinero para que yo pudiera regresar al hotel. Respondió que debía esperar a que comprobaran que la mercancía tenía la calidad esperada. Sacaron las bolsas de heroína que estaban cubiertas con papel carbón para evadir los rayos X. Abrieron uno de los paquetes y con una habilidad sorprendente pusieron tres dosis en bolsitas Ziploc. Uno de los tres tipos se apresuró a salir del departamento. La mercancía era un polvo fino con tono blanco rosado. Carlos abrió el refrigerador y saco tres cervezas, destapó una, la colocó frente a mí y me dijo con acento colombiano y unos ojos de sapo que no dejaban de mirarme: "No se asuste, mexicano". Tomé un trago de cerveza y me explicó que quería revisar que todo estuviera bien con la mercancía.Después de media hora regresó el tipo que había salido con las dosis y dijo: "Ocho punto cinco". Carlos se enfureció y empezó a maldecir a todo el mundo. Me miró y dijo: "¿Ya ves? Te lo dije, ¡esa mercancía debe marcar de nueve punto cinco a diez de calidad!" Yo no sabía que responder, pero de alguna manera le dije que mi trabajo sólo era transportar la mercancía, que yo no tenía nada que ver con la calidad. Sentí que una de mis piernas comenzaba a temblar. Se levantó de su silla y continuó vociferando, pero poco a poco fue calmando su instinto asesino.Carlos tomó un celular, marcó un número y dijo: "Comuníquenme con doña Elvira". Ella era la señora que dirigía toda la operación desde Colombia y de la cual sólo había escuchado hablar como cuando se habla de un mito. Cuando Carlos habló con ella se quejó de la calidad y de que era menor cantidad de lo pactado. Ella pidió hablar conmigo. Agarré el teléfono y ella me explicó: "Escúcheme muy bien, trate de salir vivo de ahí, la mercancía y el dinero no importan en este momento, luego le cobraré a ese hijo de puta", dijo mientras yo solamente asentía, casi no pronunciaba palabra. Al final de la llamada dije: "Entendido, muchas gracias, doña Elvira" y colgué. Carlos me arrebató el teléfono y molesto me preguntó: "¿Qué le dijo la señora? ¿Por qué colgó?" Un poco más confiado le respondí: "La señora me dijo que le dejara la maleta y que les pidiera que me llevaran a mi hotel, luego ella se comunicará con usted". Carlos, exclamó: "¡Puta madre, ustedes se creen intocables porque los respalda el cártel!"
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Ángel, un dominicano que era el dueño del departamento y quien condujo el carro desde el hotel, habló: "Yo ahorita lo llevo, mexicano", dijo mientras le miraba los ojos de sapo a Carlos. Guardaron los paquetes y cerraron la maleta. Carlos y su acompañante salieron del departamento y nosotros detrás. Al bajar ellos subieron a otro carro y se perdieron entre las calles. Ángel y yo partimos hacía mi hotel. Antes de bajar del carro me pidió un favor: "Tome este número de teléfono y cuando este con la señora déselo de mi parte. Deseo trabajar con ella directamente y dejar de hacerlo a través de Carlos". Le prometí que lo haría, pero mentía, pues nunca había visto a doña Elvira, ni la vería jamás, pero comprendí que me salvó que ellos pensaron que tenía un contacto muy cercano con ella gracias a esa llamada telefónica.Todo salió perfecto. Por ese trabajito me pagaron dos mil dólares. Al regresar a Mexicali sentí qué había nacido de nuevo. Pensé que ésa sería la última vez que trabajaría para el grupo. Y sí lo dejé de hacer un par de años en los cuales tuve trabajos legales. Desafortunadamente me comenzó a ir mal económicamente y volví a tener contacto con Orlando. Esta vez no iría a New York, sino que debía llevar un auto de Caléxico, California, a Phoenix, Arizona, con varios kilos de cocaína escondida.