#YoTambién: Acosarlos con nuestras historias de acoso

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Feminisme

#YoTambién: Acosarlos con nuestras historias de acoso

La mayoría de los hombres se ha acostumbrado a acosar. El albañil chifla y grita, el señor empresario con su discurso elegante.

Desde los 12 años tengo el cuerpo de mujer. Lloré cuando mi mamá me obligó a usar brasiere, porque con el corpiño se transparentaban los pezones y el elástico no era suficiente soporte para el peso de mis pechos. Sufrí bullying por parte de los niños. Si antes eran los compas con los que jugaba policías y ladrones, ahora se me quedaban viendo las bubis y hacían comentarios; también sobre mis nalgas, porque con las caderas más anchas, me resaltaban. Al principio me daba pena cargar con ese cuerpo, odiaba ir a los entrenamientos de natación, no sabía qué ponerme ni quería toparme a nadie en la calle.

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A los 14 años, en la fiesta de mi mejor amiga, me sacó a bailar un vato tres años mayor que yo. Mientras bailábamos quebradita, bajó la mano hasta ponerla sobre mis nalgas. Tragué saliva, pero no hice nada. Se terminó la canción y riéndose caminó hacia donde estaba su amigo. Se siguieron burlando, porque resulta que habían hecho una apuesta (después me dijo el amigo). Uno retó al otro a que bajara la mano y me tocara. No hice nada, solo lo odié. Más adelante me encontré en otras reuniones y volví a sentir vergüenza y odio, sobre todo porque no lo enfrenté.

En la universidad, un tipo de Chihuahua se ofreció a llevarme a mi depa porque había perdido a mis amigas en el antro. Insistió en pasar a su departamento por unas cosas. En el trayecto me sentí tensa. Cuando llegamos, me dijo que me bajara. No quise, me insistió. Me bajé, le dije que lo esperaba afuera, y otra vez me lo pidió y pasé a su depa. En el comedor, intentó besarme. Le saqué la vuelta, me alejé, y comenzó a perseguirme. Bajé los escalones en chinga, salí de su casa, me quité los zapatos, y descalza, corrí hasta que vi que ya no me seguía. Me perdí entre las calles de una colonia desconocida. Comenzó a llover y todo estaba a oscuras. Un carro me echó las luces y me acorraló. Corrí y terminé tocando en la casa de una familia, donde me pidieron un taxi.

Por este tiempo también me pasó que a las diez de la mañana de un sábado, mientras corría por el parque, se me pegó un hombre por atrás. Llevaba el pito fuera de los pants. Hice un sprint hasta que me encontré con una señora.

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Tres veces he visto a hombres que se están masturbando en la vía pública. Uno fue en Guadalajara, dentro de lo que parecía la camioneta de trabajo, orillado en la banqueta de una calle desierta. Reaccioné y me acerqué al hombre. No sabía qué iba a hacer pero no me dio tiempo porque arrancó rápidamente. Me encontré a otro escondido detrás un árbol, mientras era la única clienta de un café cercano a las ruinas de Palenque. Me levanté de la mesa pero me vio y salió corriendo. La tercera fue en la playa de Ensenada: estaba sola frente al mar, leyendo, y detrás de un cerro de arena vi a un hombre moviendo la mano rápidamente. Me levanté y comencé a acercarme; salió corriendo.

Pero fue hace un año y medio cuando a las tres de la mañana me lancé al Sanatorio Durango, en la Ciudad de México. Llevaba dos días con insomnio, y como un mes durmiendo un día sí y otro no. Estando como estaba, mareada, hipersensible y nerviosa, me recibió el doctor. Rápido le dije que tenía insomnio, que era el segundo día, que mi cabeza no paraba, y que pensaba en el suicidio. Soy observadora pero en este caso no le puse atención a nada. No vi el gesto del doctor, no me di cuenta si me había escuchado, y solo pensaba en la receta con el calmante o tafil. Cada minuto lo sentía como una hora, me estaba hundiendo, y el alrededor se volvía pesado y de agua.

Cuando entré al consultorio, el doctor me pasó al cuartito de revisión. Me checó las pupilas, la presión, me hizo más preguntas. Le dije que lo que quería era una pastilla o una receta para comprarlas. Me dijo que después me la daría, pero que en ese momento necesitaba una inyección. "¿Inyectarme?" Según él era lo mejor por el estado en el que estaba. Me quedé acostada viendo hacia la luz blanca. El doctor se fue hacia el cuarto contiguo, dejó la puerta abierta y habló para pedir la inyección. Me imaginé una de esas inyecciones grandes para caballos. Pensé que solo con una de esas iba a lograr dormirme. Comencé a escuchar un sonido, como la frotación de algo; era lo único que se oía. Me levanté y me acerqué rápido al escritorio donde estaba el doctor. Lo caché acomodándose algo entre las piernas. Se tardó en subir las manos, buscó el mouse con la mano derecha y dio varios clics. Se había sacado el pito, podía jurarlo, y se estaba comenzando a tocar.

Le dije que no quería la inyección. Pero no pude enfrentarlo. Mi mente insistía que no podía comprobar lo que había visto. La enfermera entró al cuarto, el doctor canceló la inyección y ella salió de nuevo. Le pedí la receta y aguanté vara sin decir nada. Salí y fui hacia la caja. En ese momento me cayó el veinte de lo que había pasado. En una lista que tuve que firmar, al costado del nombre del doctor, escribí "es un enfermo". Salí casi corriendo y cuando vi la receta me di cuenta que me había prescrito valeriana; la valeriana no es controlada. Primero el doctor había querido inyectarme y después terminé con valeriana. La compré, me la tomé pero esa noche tampoco dormí. Guardé la receta porque venía el nombre del doctor, hasta su celular me había anotado. Días después del incidente le dije a un amigo que me ayudara. Quería citar al doctor para grabarlo y lograr que le quitaran la cédula, pero yo andaba tan mal que no pude hacerlo. A las semanas dejé la Ciudad de México, tiré la receta y me olvidé de lo que había pasado. Tenía 32 años, pero desde los treinta me había sentido con la seguridad y la fuerza, física y emocional, para zafarme de este tipo circunstancias. Mentira, me daba cuenta,que es bien fácil caer en cualquier momento o edad.

He reaccionado de todas las formas frente al acoso. De niña fui frágil; me sentí víctima derrotada y me callé. Más grande le grité a los hombres cuando me dijeron algo de mi "panocha", mis tetas o mis nalgas. También los he ignorado, caminando como flecha, sintiendo que a mi paso caen sus palabras como cacas de paloma, y las voy esquivando, aunque algunas me salpican. Y luego también hice la típica de aventarle el beso de vuelta, o decirle "ándale cabrón, ven y cógeme, a ver si puedes". No tengo idea si alguna de éstas ha servido para hacerles ver que me lastiman, que me emputan, que los odio.

El tema del acoso se puso de moda en redes sociales, y en otros medios, hay quienes ya no quieren hablar de esto, mujeres y hombres, pero entonces, ¿cómo se va a dar el cambio? Porque nos sigue pasando con los amigos, los compañeros y los jefes: todos los días lo seguimos viviendo. Lo que pasa en las redes sociales todavía está muy alejado de las calles. Trabajo en un asociación contra la violencia familiar, y acuden muchas mujeres que son empleadas de la maquila, que limpian casas y negocios. En su realidad los hombres que están acosando son el papá, los hermanos, los tíos, o eran los novios de sus mamás. Ahora están nerviosas porque salen a trabajar y dejan a sus hijas en la realidad que ellas vivieron, pero están atentas porque no quieren que les suceda lo mismo. Sin embargo, para cuando se dan cuenta, ya les pasó algo. La mayoría de los hombres se ha acostumbrado a acosar. El albañil chifla y grita, el señor empresario con su discurso elegante. La mayoría de las mujeres nos hemos acostumbrado a ser acosadas; es lo normal. Por eso la reacción de una tiene que mover hasta que todas hablemos; que continúen las protestas en las redes sociales hasta que lleguen a las calles. ¿Cómo deshacernos de una costumbre? Por qué no usar nuestras protestas como fuerza para empujar hacia el otro lado, acosar a los hombres con nuestras historias de acoso, hasta que caigan en cuenta y se resbalen con su propia caca de pájaro.

@luciayciula