Especial de narrativa: Elán y lo que sigue

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Especial de narrativa 2015

Especial de narrativa: Elán y lo que sigue

Un cuento sobre drogas y extraterrestres en un mundo apocalíptico.

Vi que una sombra se movía al otro lado de la cortina, así que timbré de nuevo.

—¡Jesús! ¡Chuqui! Abre, soy yo —grité, aunque no había necesidad Podía escuchar el timbre desde donde estaba. Seguro que él también lo oía.

Llevaba media hora sentado afuera, esperando que Jesús abriera. Estaba empezando a cansarme. Me habría ido, pero sabía que algo grave le pasaba. No se trataba de que no quisiera verme. Su hermano me había dado una idea vaga del problema, con algo de reticencia: él era el único que lo había visto durante los últimos días. Lo visitaba, dejaba en su cocina algo de comida y agua, hablaba con él o intentaba hacerlo y se iba poco después. Llevaba cerca de un mes sin salir de su casa. Me decía que estaba deprimido, tal vez lo creía, pero yo tenía razones para creer que era algo más.

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Después de varios intentos, supe que la paciencia no iba a servirme de nada. Podría haberme quedado varios días así hasta que llegara su hermano y abriera la puerta. Y eso decidí hacer. Esperé unos minutos a que oscureciera por completo (pasaba un poco de las siete) y le pegué con un hombro a la chapa, varias veces, hasta que cedió. Conocía ese departamento lo suficiente, era una chapa vieja. No creo que los vecinos me hayan visto.

Como lo había imaginado, no se sorprendió de que alguien hubiera entrado a su casa por la fuerza. Estaba de pie, inclinado sobre el escritorio, con la vista fija en la computadora, pero la mente en otro sitio. Era la única fuente de luz en todo el lugar.

—¿Qué hay, Chuqui? —le pregunté, en el tono más neutral posible.

—Nada. Estoy bajando una película.

No había volteado a verme. Tal vez ni sabía quién era. En la pantalla sólo estaba la imagen de fondo, no había un solo programa activo. Estuve a punto de comentarlo, pero supe a tiempo que no tenía sentido, sólo se habría puesto nervioso. Sobre todo, no me debía explicaciones.

—¿Cómo estás?

Sí, le hice la pregunta más desechable que puede hacerse en una conversación, sobre todo entre dos personas que no se han visto en un buen rato pero, ¿qué más iba a decirle?

—Bien.

También, claro, ¿qué me iba a responder?

Intenté hablar de cualquier cosa, pero me di cuenta rápidamente de que "cualquier cosa" podía resultar un tema sensible. Le pregunté si no había salido últimamente, con el fin de que me diera un pretexto para soltar una queja, con toda condescendencia, sobre lo razonable que era quedarse en casa, después de los dos meses continuos de alerta atmosférica que llevábamos por entonces y la nueva ley que obligaba a comprar algo cuando se saliera del domicilio sin fines laborales. Pero ni siquiera respondió. Tampoco parecía molesto por mi presencia, si es que seguía notándola. Me puse a curiosear un poco. Encontré una cerveza en su refrigerador, la destapé con un cuchillo cebollero. Me senté a beber a su espalda, en el sillón de la sala.

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Un minuto después comencé a escuchar su monólogo. No era el tipo de parlamento distraído de quien acostumbra hablar solo, parecía estarle hablando a alguien. El volumen era muy bajo, pero alcanzaba a comprender algunas palabras sueltas: "Ésa no era la misma canción, vas a ver ", "…era porque habías estado todo el día descalza…", "…si quieres, puedo esperarte, no tengo nada que hacer…" En medio de las frases, dijo dos veces "Joni", con jota, el apodo cursilísimo con que se llamaban su ex novia y él. Como honey castellanizado. Era la única pieza que me faltaba.

—Te metiste elán, ¿verdad? Con Karla.

Fue la primera vez que dio una respuesta física ante algo que dije, desde que había llegado. Crispó las manos y contrajo el cuerpo, como si le hubieran apuntado con un arma. Gruñó algo y pude ver su cara a un cuarto de perfil. Después fue relajándose de nuevo, con lentitud, y siguió buscando algo inexistente en el fondo de pantalla de su computadora.

Durante las últimas semanas que estuvo con ella, nos había dicho a varios, como por accidente, que pensaba comprar elán. Por supuesto, me desgasté buscando los mejores argumentos para quitarle la idea, supongo que los otros también. Ahora me había quedado claro que nada lo habría podido disuadir, estaba desesperado.

Se recomendaba tomar elán en parejas, siempre. De otra manera, no funcionaba o provocaba una experiencia intolerable, llena de delirios paranoicos. Despertaba una urgencia erótica, junto con sensaciones de afinidad hacia la persona que se tenía enfrente, con independencia casi absoluta de quien se tratara. Cuando esto sucedía con alguien que no era la pareja, fija o de ocasión (o alguien con quien, al menos, se había planteado la posibilidad de que lo fuera), se saltaban varios pasos en el reconocimiento mutuo. La atracción, que era casi inmediata, llegaba a volverse incomprensible y angustiosa. En cierto momento, se presentaban los síntomas que se describen en las reacciones adversas de cualquier medicamento de farmacia: jaqueca, vértigo, náusea, vómito… Tal vez eran una reacción defensiva ante la confusión.

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Aun en parejas, lo más frecuente era que, al desaparecer el efecto, se esfumaban también las razones que uno de los dos tenía para haber estado con el otro. En el resto de los casos, tomaba unos cuantos días. La versión callejera aseguraba que sólo cuando había un vínculo profundo, éste se afianzaba y se volvía permanente. Circulaban historias de parejas que se habían vuelto inseparables después de elán, pero nadie las conocía directamente. Era una estupidez, claro. Si hubiera tendido más a creer en las conspiraciones, habría asegurado que su fin era más bien separar a la gente. Lo más probable era que esas historias no fueran más que una táctica de venta creada por un cártel (¿o el único?; nunca lo supe) que distribuía elán. Un cártel que, eso sí, tenía entre sus filas a miembros lo bastante astutos como para difundirlas. Jesús debe haberlas comprado cuando las cosas con Karla se estaban descomponiendo. En esa situación uno es capaz de tomar en serio cualquier alternativa, como vender las córneas para comprar un viaje doble a la playa.

No todo era sordidez, por supuesto. Había un buen motivo para que se hubiera vuelto la droga más popular para tomar entre dos, y era que no había otra que borrara los límites mutuos como ella. Mientras duraba, cada uno se sentía implicado en el otro hasta el punto de perder cualquier reserva. Bien llevada, la experiencia estaba despojada de ansiedad. De acuerdo con los que la habían probado, se sentía un placer que, al evocarlo, casi resultaba ridículo.

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Los problemas empezaban durante el bajón. El síndrome de abstinencia de elán era inseparable del síndrome de abstinencia de la persona con quien se había tomado. Mejor dicho, de lo que se sentía hacia ella. Esa resaca era difícil de sobrellevar. Además del malestar físico, estaba el problema de que, aunque se tuviera al otro ahí, desaparecía el efecto que su cercanía provocaba. El otro se volvía, al mismo tiempo, una droga inservible y la fuente del malestar de la abstinencia. Durante los días siguientes, el malestar se aliviaba, como pasa con todas las drogas, y se hacía a la otra persona a un lado, con tranquilidad. En el caso ideal, esto le sucedía a los dos. Para ellos, no había mayor problema. La otra posibilidad, que uno de los dos se quedara "enganchado", por decirlo así, era mórbida. Se aliviaba la necesidad de elán, pero no de la persona. A veces esa necesidad derivaba en cuadro degenerativo. Y así llegamos a Jesús.

Tal vez debí haberme ido en cuanto terminé esa cerveza. Pero la opresión que había sentido al entrar ahí, por la oscuridad, el silencio y el desastre que era él, me había engañado. Después de unos minutos empecé a sentirme como en mi casa. Mucho mejor, de hecho, porque en ese tiempo yo vivía en un departamento compartido entre cuatro y ahora que estaba ahí, con Jesús, era como estar solo y sin nada que hacer. Él deambulaba, entraba a la cocina, se comía un plato de papas fritas y regresaba a la computadora. Cada cosa le tomaba el triple de tiempo. En algún punto chocó con mi rodilla, dijo un "perdón" tan tenue que creí imaginarlo y regresó a la computadora. El resto del tiempo desaparecía de cuerpo presente. Llegué a olvidarme de él por momentos. Cuando sentí que empezaba a quedarme dormido, como a las dos de la mañana, salí sin despedirme.

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Pasé unas semanas prometiéndome que al día siguiente, sin falta, volvería a visitarlo, pero el trabajo me lo impidió. Llegaba a quedarme hasta doce horas esos días, lo que para alguien con una inclinación natural hacia la inactividad como la mía era un maratón. Al salir de la oficina no tenía ganas de otra cosa más que de esconderme bajo las cobijas y ver un capítulo de Plastic revolution! en mi tableta.

Pero para mis amigos, yo era un huevón. Casi toda la gente que conocía hacía turnos de 15 horas como mínimo. Se quedaban a dormir en la oficina o tomaban lucidam o las dos cosas. Luego presumían su registro laboral durante las dos horas que se tomaban libres a la semana, de malas, porque la ley aún los obligaba a descansar. Había un sistema general de deuda, al que todos ingresábamos a partir de los 16 años, en el que estaban dadas de alta la mayoría de las empresas. Al menos, las mayores y que eran casi inescapables. Hasta se había creado una secretaría de la deuda, en donde se administraban todas las cuentas, individuales o compartidas. El problema era la facilidad con que se podía alimentar esa cuenta en números rojos al comprar cualquier cosa (nunca había sido tan fácil comprar, decía el slogan). Pero también con las multas que habían surgido por todas partes o al no cumplir con la cuota de desempeño en el trabajo. Y nos habríamos podido quedar así, escarbando la brecha, tomando lo que se pudiera, total, que la deuda creciera, como lo hacían antes. Pero ya no era tan sencillo. A alguien se le había ocurrido un mecanismo: si la deuda está registrada y administrada por una sola estructura, también se pueden homologar las sanciones por dejarla crecer. Y así, cada incremento de la deuda daba de alta varios ajustes: menos pago por hora en el trabajo, aumento porcentual de las multas, errores más frecuentes en la conectividad, auditorías sorpresa de Hacienda. Para completar el cuadro, otro alguien había deducido que, si las personas se mueren y el sistema financiero es inmortal, sería un contrasentido que esa deuda desapareciera con las personas. Se revivió entonces la norma de heredar la deuda al pariente más cercano o, en caso de no haber alguno, a la última persona con la que hubiera estado en contacto la persona sin fines de atención médica o religiosa. Cuando pensaba en Jesús, me era inevitable hacer cálculos del tamaño de su deuda. Pensaba, también, en que lo más probable era que se la heredara a su hermano.

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Casi todos creían que era imposible vivir fuera de ese sistema. Pero desde hacía unos meses estaba dispuesto a probarlo todo para escaparme. Apenas gastaba, más que en agua o la comida de paquete más barata. A veces comía lo que descartaban los supermercados. Nada de suplementos ni fármacos, como los cavernícolas. No tenía calculado accidentarme o contraer enfermedades graves, para que me salieran las cuentas. No salía de casa más que a trabajar para evadir las multas (era una regla que nadie tuviera un historial limpio de multas). Sobre todo, no tomaba de internet más que lo que me subsidiaba el trabajo, para comunicarme con los jefes y actualizar mis perfiles obligatorios. De ahí en fuera, la red no existía en mi vida. Según mis cálculos, estaba a dos años y medio de quedar en ceros, a ese ritmo.

La siguiente vez que llegué a su puerta no tuve que esperar. Su hermano estaba ahí, me abrió con un gesto cansado, aunque amable, y me invitó a pasar. Me ofreció una cerveza y traté de aceptarla sin dejar que se notara demasiado mi entusiasmo. No entiendo cómo le hacía para tener siempre cervezas en ese refrigerador. Debía de dormir una hora diaria, tener un turno de trabajo infinito y una concentración de acero para mantener su antojo y ser capaz de visitar a Jesús tan seguido. Eso me hizo notar que ese Jesús en cuestión no se veía por ahí. Tendría que haber estado en su cuarto. En medio del primer silencio, su hermano me preguntó si quería saludarlo.

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Lo primero que pensé fue en responderle que no hacía falta. Que así estaba bien y, además, no se podía hablar con él, de cualquier forma. Pero me di cuenta de que no tenía qué hacer ahí, tomando su cerveza, si no era por Jesús

—Sí,claro ¿Cómo sigue…?—empecé a preguntar, pero por suerte, no contestó.

Desapareció detrás de la puerta de su cuarto durante un rato tan largo que no podía significar nada bueno. Le di sorbos pequeños a la cerveza para acortar el tiempo.

Cuando salió, lo llevaba tomado de los hombros hacia la sala.

—¿Qué hay, Chuqui?

El saludo iba dirigido más bien a su hermano, como si con él hubiera querido persuadirlo de que no pasaba nada grave. Jesús estaba pálido, con las manos contraídas como tenazas de langosta y gordo, gordo, gordo. Murmuraba y gesticulaba a una velocidad impresionante, y era como si esa rapidez la restara a su desplazamiento, porque tardó lo que sentí como horas en llegar al sillón y sentarse. Derramó su espalda sobre los descansabrazos y no volvió a levantarse ni a alzar la voz.

No tenía mucho de que hablar con su hermano. Creo que era la segunda o tercera vez que lo veía Antes de eso, cuando Jesús estaba bien (o "bien"), apenas lo había saludado. Pero esa vez sentí que no hacía falta buscar pretextos para conversar. De pronto, hasta habría parecido que Jesús era la presencia incidental y que los amigos éramos nosotros.

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Tal vez era que había pasado mucho tiempo sin hablar con alguien fuera de mi trabajo o mi casa, pero también podía ser que él era eso que la gente llama una buena compañía.

Platicamos de todo. Intenté decirle, con cautela, que Jesús había tomado elán, pero lo había descubierto antes que yo. Le agradecí que se tomara tanto tiempo para estar con él, algo que en ese momento no me sonó imbécil (era su hermano, no mío) y para recibirme, aunque debía tener tanto trabajo.

—Está bien —me dijo —Creo que entiende más de lo que parece y puede que le ayude. Ya ves lo que dicen que pasa con los comatosos.

Las cervezas me hicieron inventar, cuando estaba por irme, que había escuchado de algo, un fármaco, que le podía servir. Le prometí que buscaría toda la información que pudiera sobre eso. Se notaba que no me creía, pero me lo agradeció con una sonrisa sincera.

Iba un poco mareado. Quiero echarle a eso la culpa de que me detuvieran cuando estaba a unas cuadras de mi casa. En cuanto sentí la presencia del policía, tuve el reflejo de tantearme los bolsillos para buscar un recibo de compra que hubiera justificado mi salida. Pero claro, no tenía ninguno de menos de una semana de antigüedad.

—Buenas noches, joven ¿De dónde viene?

Tomé la tarjeta de registro de mi oficina y me puse a hacer cálculos para justificar que me había perdido al salir y estaba tratando de regresar, o cualquier otro pretexto. Al entregarla, vi que habían pasado cinco horas desde mi salida.

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—Diecinueve y cincuenta horas, su registro de salida ¿Compró algo?

Volví a guardarme la tarjeta con un gruñido. Al llegar a la casa, estaba tan oscuro que estuve a punto de dejarme caer sobre una chica que se estaba quedando con nosotros en la alfombra de la entrada. No sabía cómo se llamaba. Me disculpé y pude hacer un último esfuerzo para encontrar mi cama. Esa multa retrasaba varios meses mi plan de quedar en ceros. Me puse de mal humor, no pude dormir más que por cabeceadas. A las tres se me fue por completo el sueño. Mi vecino de cama estaba roncando y yo no hacía otra cosa más que ver una mancha en el techo que en la oscuridad me recordaba a un gato siamés que tuve cuando vivía con mis padres. Era un gato muy cariñoso, no recuerdo haberlo escuchado gruñir una sola vez. Un día salió y no volvimos a verlo.

Fui al baño. Era fines de mayo y el piso estaba tibio. Mientras orinaba, tuve la sensación de que no le había mentido del todo al hermano de Jesús. Cuando me despedí de él no lo supe, pero había escuchado algo que, al menos, dejaba una puerta abierta.

Los primeros indicios venían de notas en revistas semi-amarillistas. Desde hacía unas semanas se había acumulado, en ciudades de varios países, una serie de sucesos ("extraños" era el único calificativo que les aplicaban) sin aparente conexión. Había testigos que afirmaban haber presenciado hechos que podían haber aparecido hace casi un siglo en La dimensión desconocida, pero no quedaba rastro de lo que contaban.

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Apenas dos días antes, en el camino de regreso a mi casa con un compañero de la oficina que vivía cerca, me enteré de algo más, que hasta entonces no había relacionado con esas noticias absurdas. Había una droga nueva que apenas empezaba a distribuirse. Provocaba un estado de balance preciso, las emociones disminuían en intensidad, todo resultaba aceptable. Más que aceptable, agradecible. Como si todo lo que uno deseara estuviera materializándose al instante, sin importar que antes pareciera anodino, molesto o hasta doloroso. Como si uno se sintiera feliz. Un efecto secundario (favorable o no, era difícil saberlo), era que empezaban a pasar cosas "extrañas". Así lo dijo, sin más especificación, por más que intenté hacer que definiera esa extrañeza. Todo lo que me podía decir con precisión era que, después de varios días de tomarla, y después de varios eventos anómalos, la gente desaparecía.

—¿Cómo que desaparece? ¿Qué chingados es eso? No me jodas.

—Pues así, de pronto no están. No sé si alguien lo haya visto cuando pasa, pero no se sabe más de ellos. No ha pasado muchas veces, creo, porque es una droga nueva, pero…

La nueva leyenda era que esa droga inducía que el consumidor, después de desarrollar un hábito, fuera abducido. Y así era como se le conocía, la "droga para inducir abducciones". Era un denominador tan atractivo que su nombre, más bien estúpido, se olvidaba con frecuencia: Alfaxom Alfa, porque era el primer fármaco que tenía ese efecto y xom, porque no habían podido inventar otro sufijo para designar el efecto de la desaparición. Él sabía todo esto porque tenía un contacto que podía conseguirla, si quería. Resultaba que la descendencia de jipis, new agers y el resto de devotos de los alucinógenos había desarrollado la creencia, a través de varias generaciones, de que había vida extraterrestre con una inteligencia superior. Y más que eso, que había vida extraterrestre con una inteligencia superior que era amigable y sentía un afecto irracional por nosotros, que estaba dispuesta, hasta necesitada, de manifestárnoslo en cuanto estuviéramos "listos" para recibirlo.

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No tenía tiempo ni ganas de destinar parte de mi deuda a drogas, así que ese día le dije que mejor me contara cualquier otro chisme que llegara a él sobre Alfaxom y más tarde, tal vez cuando fuera un anciano, la probaría. Pero esa madrugada, justo antes de orinar las últimas gotas, tuve una epifanía y me decidí a aumentarle unos dígitos a mis números rojos. Total, Jesús no tenía mucha opción.

Antes de ir a su casa, tenía que conseguir varias dosis. Una cantidad suficiente para lograr que su hermano no la despreciara, por el esfuerzo que me hubiera costado reunirla, y convencerlo de que lo intentáramos.

Me tomó un mes decidirme, pero al final estuve listo. Cuando su hermano volvió a abrirme la puerta, no pasó ni media cerveza antes de que se diera cuenta de lo que le proponía y me sirviera un vaso de agua en el que vaciamos la primera dosis para Jesús. Hizo que la bebiera. Contuvimos la respiración mientras desaparecía el último trago y nos sentamos a esperar, sin poder hablar con la despreocupación de la vez anterior. Media hora después, los tics de Jesús, que se habían acumulado hasta la parálisis, empezaron a remitir. Dejó su balbuceo y en su lugar quedó un murmullo suave, como un gemido de los que suelta la gente que usa audífonos cuando se abandona a la música. Lo más importante fue su mirada, que pasó de la angustia casi paroxística, a una serenidad que, cuando pasó la sorpresa, casi nos daba envidia.

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Su hermano intentó hablarle por su nombre. Supuse que era un exceso de optimismo, pero a la tercera vez volvió la cara y elevó la barbilla de una forma que inequívocamente significaba una respuesta. Nos reímos por la sorpresa. Él se puso de pie y abrazó a Jesús por los hombros. Empezó a sollozar y supe que era tiempo de salir al balcón, o a ese espacio que llamaban así pero no era más que una ventana junto al lavadero. Me tomé un rato para hacer cuentas de lo que acababa de gastar en la droga.

Le dejé a su hermano el resto de las dosis que, me habían asegurado, bastaba para desarrollar los efectos hasta el final. De nuevo, pasé algunas semanas sin poder hacer algo más que sentarme ante mi escritorio y fingirme útil, pero cada tanto llamaba a su hermano para saber en qué iban las cosas. Una noche, cubierto por mis cobijas, me dijo que Jesús estaba listo para hablar.

—¿Quieres verlo o sólo te lo pongo en el altavoz?

—No, no, pon la cámara.

No era sólo que se hubiera recuperado, o más bien no era precisamente eso. Hablaba con normalidad, pero se veía mejor de lo que lo había visto nunca: más articulado, menos irascible, con una ecuanimidad que parecía blindada. Era él, sin duda, pero a la vez una versión de sí mismo que sólo existía como ideal.

—¿Y cómo te sientes?

—Pues, ¿cómo me ves? —rió, con las palmas vueltas hacia arriba— Ya sé, me falta bajar unos kilos todavía, pero en unos días más estarás viendo al Jesús en versión condensada.

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—¿No estás saliendo, Chuqui… verdad? —le pregunté con preocupación.

—No, claro. Con esta fiesta del Alfaxom pasan cosas que es mejor dejar entre paredes. La gente se pondría rara y le daría por buscar polis o curas, ¿no? Debes saberlo, quiero creer que hiciste la tarea antes de conseguirla.

Me sonrió y asentí. Antes de despedirse, dijo:

—Oye, muchas gracias, amigo. La armaste —hizo la seña de enviarme un abrazo— Te paso a mi hermano.

Me forcé a seguir el hilo de su relato, que empezaba a escapárseme por la persistencia de la impresión que me había dejado Jesús. Durante el tiempo que llevaba tomando Alfaxom todo se había vuelto incomprensible hasta el punto en que empezaba a considerar la posibilidad de que estuviera sicótico. De que estuviera sicótico él, no Jesús, porque la lucidez de Jesús no se prestaba a dudas. Pero lo que había visto… Necesitaba hablar y le dije que no se preocupara por el tiempo, que el saldo de mi deuda no estaba tan mal (peor de lo que habría querido, en todo caso, pero todavía en un nivel que consideraba remediable).

El primer efecto colateral, o secundario (si es que en el ámbito del Alfaxom podían determinarse esas diferencias), se manifestaba, por absurdo que sonara, en la pantalla de la computadora o la tele. Había investigado un poco y todos los casos de los que se había enterado empezaban así. Tal vez hubiera sido necesario conocer a un consumidor que no tuviera tele ni compu. Total, Jesús había cumplido el inicio típico: de pronto se formaba un marco dentro del marco, en la pantalla, como si la misma imagen se replicara de una manera reducida y un poco más lejana dentro de ella. Una tarde, Jesús estaba viendo una película y la tele ganó en profundidad, hasta que en ella aparecía otra vez la sala, Jesús incluido, y en el fondo, estaba la transmisión auténtica. Durante los siguientes días se podía ver a Jesús merodeando dentro de las pantallas de su computadora y de la tele, en las que al fondo se reproducía un recuadro donde aparecía el contenido "real" de su computadora, o la transmisión "real" de la tele.

El día anterior, su hermano estaba por llegar al departamento, cargando las bolsas de la compra. Antes de subir al piso donde vivía Jesús, un presentimiento le hizo mirar las ventanas. Había dos de ellas que daban hacia la calle donde estaba la fachada. En medio de ésas, había otra, más pequeña, que había sido tapiada antes de que llegaran a vivir ahí. Tuvo que bajar la vista y volver a verla para estar seguro: Jesús le saludaba desde esa ventana inexistente. Al entrar, no le comentó nada, dejó las cosas sobre la mesa y corrió a revisar el muro. La ventana seguía tapiada, por supuesto.

Lo último que había pasado ese día era la multiplicación de los objetos. Cuando su hermano estaba por tomar una cuchara, estiraba la mano y no podía tocarla. Luego había dos de ellas y cuando por fin la tenía, sólida, entre sus dedos, sus manos se multiplicaban y no atinaba con cuál de ellas podía llevarse la comida a la boca. También pasaba con los espacios de la casa. Al abrir la puerta del baño, topaba con una pared. Cuando intentaba entrar al cuarto, se encontraba de vuelta donde estaba antes de dar un paso, como si fuera un espejo. Jesús, al parecer, estaba fascinado. El problema era que, con todos los efectos de lo que hacía y el tiempo que necesitaba para vigilarlo, la deuda de los dos se multiplicaba. No había podido cubrir sus turnos, su cuenta estaba hecha una mierda.

Con todo, valía la pena.

Mientras me esforzaba por quedarme dormido tuve la certeza de que ésa había sido la última vez que vería a Jesús. Era una idea ambivalente y pude quedarme con la parte favorable antes de que fuera demasiado tarde para dormir unas horas.

No pasó nada que me resulte particularmente placentero recordar a partir de eso. Amplié mi turno a trece horas y, como ya no me preocupaba Jesús, no me hacía falta exponerme a multas por paseos superfluos. Sólo salía a la oficina. La chica y su amiga que rentaba con nosotros se salieron. Poco después se fue otro de los inquilinos, un técnico electricista que era el que nos arreglaba todo en la casa. Durante el tiempo que sólo fuimos dos rentistas y se descompusieron la mitad de los aparatos y la instalación eléctrica, mi deuda tuvo que aumentar un poco. Pero logramos aguantar y redistribuimos el espacio para aumentar el número de residentes a seis. En unas semanas logré regresar al nivel que tenía antes de comprar el Alfaxom de Jesús.

Eran las cinco de la mañana cuando me habló su hermano. No me importó que me hubiera despertado, me dio gusto escucharlo: Jesús había desaparecido, al fin. O lo habían abducido, lo que fuera. Él estaba en la sala, a punto de quedarse dormido. Jesús acababa de entrar a su cuarto, después de cenar. Recordó que al día siguiente necesitaba despertarlo más temprano que de costumbre porque debía estar en una junta a primera hora. Tocó a su habitación, pero nadie respondió. Cuando abrió la puerta, no estaba. No había ningún sitio o resquicio por el que pudiera haber escapado. Sólo no estaba, era todo. Me agradeció y yo le agradecí de vuelta, era nuestra forma de aliviarnos.

Al día siguiente no fui a trabajar. Me quedé en mi cama, leí un poco y vi trozos aislados de series a las que no pude dedicar más que un borde de mi concentración. Sobre todo, estuve pensando.

Tres días más tarde, tenía las dosis necesarias de Alfaxom. Las guardé, como garantía, en un lugar seguro. Sólo las usaría en caso de que nunca me acercara al nivel cero de deuda y entonces, cuando no hubiera remedio, me las arreglaría para desaparecer justo antes de encontrarme con alguien que intercambiara unas palabras conmigo, las suficientes para ser el heredero de mi cuenta. Tocaría a la puerta de un director de banco o un funcionario de la secretaría de deuda, al que habría investigado previamente. Preguntaría por él, con su nombre y señas, daría unas cuantas claves para que quedara claro que tenía información que podría interesarle. La empleada o empleado lo llamaría, él acudiría envuelto en su bata, la esposa lo vería desde el umbral del vestíbulo y él la despediría con un ademán, porque mi apariencia no es de las que inspiran peligro. Conversaría unos minutos con él y antes de que se diera cuenta me evaporaría ante su mirada.

Sólo faltaba dejar listo un detalle: comprar entera la deuda del hermano de Jesús. Que un día revisara su cuenta y estuviera en ceros. Era lo menos que merecía.

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