Artículo publicado por VICE México.El hedor es nauseabundo a cien metros. Algunos cadáveres aún conservan pedazos de pellejo ennegrecidos. El zumbido de los insectos se confunde con el roce de las hojas sacudidas por la brisa: el único atisbo de vida en ‘La Peste’, como se conoce este vértice del Cementerio General del Sur. El abrasante sol caribeño acelera la descomposición de los cuerpos. Puede haber cien, doscientos… incontables. Algunos en bolsas de basura negras, otros descubiertos. Se amontonan en unos huecos de concreto destapados que alguna vez pretendieron ser tumbas, pero terminaron siendo la mayor fosa común de Caracas.
Una lánguida silueta arrastra sus pies por la pendiente. Johan sube algunas mañanas para custodiar la cima. Adelgazó 20 kilos en los últimos años, ya no recuerda si por la droga o por el hambre. Se tapa nariz y boca con su camiseta antes de hablar:“Estos son los que zumban (arrojan). Traen 30 o 40 muertos en una furgoneta por la noche. Luego pasan seis o siete meses y traen otros. Así los van subiendo”.
Johan.
La pobreza y violencia saturan las morgues
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Johan señala en el suelo algunos casquillos de una nueve milímetros y cartuchos de escopeta. Algunas pandillas ejecutan a sus víctimas en lo alto de ‘La Peste’.“Ahora ya uno se piensa dos veces para matar a alguien, porque las balas también se han puesto caras, ya no se encuentran”.Otro centinela de la loma se ha unido a la conversación, pero prefiere ocultar su identidad. A Johan eso no le importa:“Aquí mando yo. Ya me puedes llamar: Johan, el malandro”.Arquea sus brazos e inclina la cabeza al presentarse. Entre la gorra del equipo de béisbol New York Yankees y su nariz ganchuda, sobresale una mirada en blanco. Unos ojos hundidos, impasibles ante la muerte. Tantos muertos.El hombre camina funámbulo sobre los tabiques que separan los orificios. Si se cayese, nadie lo echaría en falta. Hace tiempo que abandonó su hogar abocado al vicio y al crimen. Tampoco se distinguiría entre los occisos más recientes. Dice tener unos cuarenta y tantos años. Perdió la cuenta. Por su semblante ajado, parece que roza los sesenta.
Un cementerio nido de la delincuencia
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A Johan se le desencaja ligeramente la mandíbula y deja entrever los pocos dientes que sobrevivieron a la calle. Se le pone la misma expresión cuando al regresar nos topamos con un todoterreno de la Guardia atravesado en el pedregoso camino. Dos agentes veinteañeros empuñan sus armas nerviosos.“Vea, te dije que era mejor no traer el fierro (pistola)”.Ambos malandros, también inquietos, se enzarzan en una discusión hasta que finalmente advierten:“Salid con las manos en alto”.“¡Estamos acompañando a un periodista!”El joven conductor susurra para justifica su grito delatador:“Tengo dos hijos, chamo”.Los imberbes agentes tampoco quieren complicarse el día y, tras un breve registro y un par de preguntas, se marchan. Para llegar a ‘La Peste’ hay que cruzar todo el Cementerio del Sur y un trecho de montaña. Johan saluda a algunos campesinos que revolean su machete entre el zarzal, donde instalaron sus chabolas. Por la trocha de bajada se amontonan entre los arbustos numerosos ataúdes destrozados.“Estas son las cajas que sacamos para vender los hoyos a otra familia”.La reventa de sepulturas es uno de los muchos negocios en este camposanto, gobernado desde hace un lustro por la delincuencia. Arrasado cual horizonte bélico. En ruinas. Resulta incluso difícil caminar entre la maleza, los pedruscos de lápidas rotas y los vidrios de los féretros abiertos por donde asoman algunos cráneos. Los saqueadores han profanado la mayoría de las tumbas en busca de joyas y prendas de los difuntos. De un diente de oro. Un trozo de mármol, o hasta huesos.
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“Esta es mi calle”.Johan se detiene en uno de los pasillos, donde vende y se mete sus dosis de creepy —marihuana con químicos—, cocaína base o crack mezclado con tiza y cemento blanco. Lo que haya. Se queja de que antes se vendía mejor el perico (cocaína), pero a la gente ya no le alcanza para eso y se va por lo barato. Debido al galopante empobrecimiento, cada vez se consumen estupefacientes más tóxicos y a edades más tempranas. Johan no pregunta la edad a sus clientes. El narcomenudeo es habitual a plena luz del día en este lugar sagrado.
El temor de velar a sus difuntos
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La única opción para evitar el saqueo: la extorsión que les aplican los ladrones ahora dueños del lugar. Los escasos manojos secos se confunden con los matorrales que engullen las losas.El desolador paisaje diurno abre paso en la noche a los coches con música a todo volumen, rodeados de grupos bailando, y a la prostitución de mujeres —algunas menores de edad—. A esas horas de la madrugada llega al recinto Marcelo junto a otros jóvenes de su barrio. Se pasean un rato palanca y linterna en mano hasta que encuentran una de las pocas lápidas enteras.“Esta se ve nuevita”.Entre tres apartan la piedra con esfuerzo, resquebrajan el ataúd y rompen el cristal de una patada. Nada de joyería. En este cementerio ya se han robado todo el oro, a veces incluso extraído por los propios familiares del difunto —como en este caso—, antes de que lo hiciesen los saqueadores. A Marcelo no le preocupa. Le interesan los huesos que venderá a quienes practican el palo mayombe —o palería—, una especie de santería proveniente de los esclavos africanos en Cuba y adoptada en Venezuela en sincretismo con símbolos católicos. Parte de las profanaciones tienen como fin obtener osamenta que se utiliza como ofrenda en los rituales de esa magia negra. Algunos celebran ese rito oscurantista en el mismo camposanto, imbuidos por decenas de velas y humo.Marcelo niega ser un ratero. En el cerro donde vive los muchachos de 19 años como él —o menores— sacan dinero del secuestro y el atraco violento. A su manera, no hace daño a nadie:
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“El muerto, muerto está, y yo necesito comer. Por esta bolsa (de huesos) me dan 50 mil bolos (bolívares)”.En ese momento, el equivalente a la mitad de un sueldo mínimo: unos seis dólares, que alcanzaban para comprar un kilo de carne. Marcelo entra y sale del recinto como en su casa. Los agentes apalancados en la verja ni se inmutan. El par de patrullas de la Guardia bolivariana y Policía local tan sólo rondan por la zona de la entrada.“Los tombos (policías) sólo están por las dos o tres primeras calles. De ahí en adelante, que los proteja Dios”.
Sin respeto a lo sagrado
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“Aquí estoy más seguro que en mi barrio. Hay que sobrevivir, hermano”.Joaquín Crespo ordenó construir su propio mausoleo en ese cementerio inaugurado en 1876 por su antecesor, amigo y entonces presidente, Antonio Guzmán Blanco. El autócrata y uno de los mandatarios más destacados de la historia venezolana da nombre a la avenida que circunda el camposanto, más conocida ahora como Cota 905.Muchos de los asesinados en ese sector y en el resto de la capital llegan al Cementerio del Sur los martes y miércoles. Son los días más movidos, cuando la morgue entrega a los fallecidos por hechos violentos especialmente durante el fin de semana. En la entrada se reúnen los familiares mezclados entre los ‘buitres de las tumbas’ que revolotean a la caza para ofrecer sus servicios clandestinos.La capilla ni siquiera cuenta con luz y baños propios. La lúgubre situación se debe al abandono institucional, denuncia el capellán del cementerio, Germán Machado, quien mantiene su fe. Pese a esos problemas, se esfuerza para que los difuntos puedan tener un ‘adiós’ digno.“El lugar da la posibilidad de sepultar los seres queridos de las familias que no tienen recursos suficientes para contratar un servicio funerario privado”.A diario se celebran de 10 a 12 entierros, con picos de hasta veinte. La gratuidad del sepelio desborda la lista de espera. Por eso cada vez más parientes optan por la cremación. También porque cuesta la mitad que un entierro privado, sin contar luego con el mantenimiento del sepulcro. A finales del año pasado el precio de la incineración rondaba los 12.000 bolívares —unos 30 dólares en tasa paralela—, casi tres salarios mínimos. Una decisión aun así costosa y sobre todo dolorosa en una sociedad tan católica. A veces ni siquiera pueden cremarlos durante días debido a la escasez de combustible. Eso, en el que fuese el mayor productor de petróleo del mundo y el país latinoamericano con más reservas de gas natural.
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