confinamiento

Hablemos de los que no queremos salir a la calle todavía

La nueva normalidad tiene pinta de parecerse bastante a la vieja: habrá que volver a la oficina y a abarrotar las terrazas. Y a algunos no nos apetece una mierda.
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Imagen vía usuaria de Flickr Nikita Nikiforov/CC by 2.0

Hace un par de semanas Concurseitti, que está haciendo méritos para llevarse el premio si no al mejor informador y opinólogo sí al más imparcial de la pandemia del coronavirus, publicaba una versión del meme de los brazos en su cuenta de Instagram. Por un lado aparecía "la ansiedad por no poder salir de casa". Por el otro, la "ansiedad por cuando haya que salir de casa". En el centro y conjugando esas dos sensaciones aparentemente irreconciliables, muchos de nosotros.

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El confinamiento se acaba. Poco a poco, muy poco a poco, pero se acaba. Desde que Pedro Sánchez anunciara el plan de desescalada y aunque nos enteramos un poco regular de las fases y las nuevas normativas vigentes que nos conducirán a esa cosa llamada NUEVA NORMALIDAD -o precisamente por eso- empezamos a tener la sensación de que ya se ve la luz al final del túnel y parece que, aunque apenas nada haya cambiado, todo ha cambiado.

Por el momento nos dejan salir a dar una vuelta y joder, nunca nos había gustado tanto dar vueltas, andar sin rumbo, encarnar esa figura literaria que tanta rabia da, la del flâneur, la del paseador. Tenemos dos franjas horarias -si no tenemos críos ni mayores al cargo- para hacer el flâneur, pero solo podemos salir en una de ellas. De lo que no habla nadie es de que en España en este momento hay toque de queda porque de 23 a 6 horas, ¿quién sale?

Sea como sea, la cuarentena toca su fin y a muchos, a los que podemos, vaya, a los que no hemos perdido ni el curro ni a ningún ser querido y aún tenemos unas pocas certezas nos ha sobrevenido una sensación como de nostalgia anticipada. Como de final de campamento de verano, como de septiembre, con todo lo que conlleva septiembre: el reencuentro y la sensación de que algo nuevo empieza, sí, pero también la vuelta a la rutina, al despertador y a los días más cortos.

Los veranos, aunque uno se los pegue trabajando, son siempre estados de excepción en los que la realidad opera con lógicas diferentes a las del resto del año. Después llega septiembre y lo manda todo al carajo y eso es un poco lo que nos está pasando ahora a los que, aunque no lo decimos muy alto porque no está bonito decirlo muy alto con más de 25.000 fallecidos y una cifra del paro que asusta, la desescalada nos ha llegado demasiado pronto.

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En realidad nos ha pasado lo que nos pasa con el verano pero a la inversa: si en ese trampantojo de libertad asalariada y pegada al móvil por si acaso nos mandan un mail de curro que son las vacaciones sentimos, de pronto, que el libre albedrío existe, con la cuarentena nos ha ocurrido lo que imagino que le ocurre a los sumisos del BDSM: hemos experimentado que en la ausencia total de libertad, en la sumisión, en el abandonarse al otro -sea ese otro una señora enfundada en un traje de látex barato y bastante hortera o Papá Estado- también es posible encontrar de algún modo la tranquilidad. La tranquilidad de no poder elegir, de no verse forzado a elegir, la de la sumisión, la del ajo y agua, la del "es lo que hay" y solamente soy libre de cómo enfrentar y afrontar que que es lo que hay.

Eso y que, como escribía Sergio Fanjul en El País, a muchos nos ha sobrevenido el "síndrome de la cabaña": nuestros domicilios se han convertido en refugios que nos han mantenido a salvo de la enfermedad y el mundo durante semanas. De ser meras máquinas impersonales en las que cenar, dormir y montar de cuando en cuando algún after con muebles baratos de cadenas suecas han pasado a convertirse en el único sitio, desde hace dos meses, en el que hemos estado a salvo, ya sea del virus o de las multas. Y además es que nos hemos dado cuenta de que nos gusta lo de la casa como cabaña, como refugio.

Nos hemos dado cuenta, también, de que igual pasábamos demasiado tiempo fuera de ella y de que quizá lo hacíamos por inercia, por defecto, porque parecía que no podíamos no hacerlo, que si lo rechazábamos nuestra vida no era del todo una vida porque qué sería una vida sin quedar a tomar unas cañas, sin ir al cine, a una charla, al yoga, a la cena de los del yoga, al máster, a la cena de los del máster y así hasta el infinito. Tuvo que llegar una pandemia mundial para demostrarnos que sí, que una vida sin todo eso también era una vida. Y que a ratos era más vida incluso.

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Por eso el meme de Concurseitti tiene tanta razón: muchos de nosotros queremos ver a nuestros familiares y a nuestros amigos, queremos salir a la calle y que estén los comercios abiertos, claro. Queremos que todo esto acabe y que deje de morir gente, obviamente. Pero también nos da pereza volver a lo de antes si lo de antes implica tener que ir a la oficina cada día, haga falta o no, ver menos a nuestras parejas o a nuestras familias, no tener tiempo para ir al mercado y tener que comprarlo todo en el súper, tener que buscar de nuevo excusas para no concatenar unas cañas con otras los fines de semana o para legitimar que no nos apetezca ir al cine ni a una charla ni a una exposición sino quedarnos en nuestras casas no haciendo nada y que ello no signifique para el otro que ya no le queremos o que despreciamos su amistad.

"Lo que se espera es que la gente actúe más compulsivamente porque se lo han prohibido. A nivel cerebral cuando nos impiden algo, en el momento en el que podemos hacerlo, tendemos a tener una obsesión con ello. Por ejemplo, la gente que va a dejar de ir a los bares o va a tener unas ciertas reticencias será una minoría comparada con la gente que irá compulsivamente”, explicaba el psicólogo Juan Uriarte en este artículo que vaticinaba cómo nos comportaremos cuando nos desconfinemos. Estamos deseandito que nos suelten para volver a hacer lo de antes, vaya.

La nueva normalidad tiene pinta de parecerse bastante a la vieja solo que con menos certezas y menos sobeteo y más gente en el paro, además de pequeños empresarios y autónomos arruinados y el PIB por los suelos. Pero muchas de sus dinámicas -el piloto automático del trabajo, el de la socialización, el de tener que hacer cosas sin parar para sentir que nuestros días merecen la pena- parece que seguirán intactos. El sábado le dije a una de mis compañeras de piso que si me dejaran salir un día a ver a mis amigos y otro a mi familia a la semana yo firmaba por un vivir confinado y su respuesta fue un "¿qué dices tía?" con los ojos muy abiertos.

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Al rato recibí un mensaje de otro de mis compañeros de piso, que está pasando la cuarentena con su novia y me decía que "era una pena que se acabara porque se lo habían pasado muy bien".

Le respondí que acabarse acabarse tampoco se había acabado, que por qué hablaba en pasado y me dijo "Ya, joder, pero esto en plan profundo y a rajatabla se termina ya. Y me ha gustado, ¿quién me lo iba a decir?" La pregunta retórica, el "¿quién me lo iba a decir?" era, supongo, porque durante los primeros días no paraba de preguntarse qué íbamos a hacer todo el rato en casa sin poder salir ni a cenar ni a tomar cañas ni al cine ni a hacer deporte.

Y su postura, la del "quién me lo iba a decir" en contraposición con el "¿qué dices, tía?" de mi otra compañera de piso, que desde hace días mira las cuentas de Instagram de los festivales por si acaso a alguno le da por celebrarse son las de las dos Españas. Las de las dos Españas de la desescalada, porque siempre tiene que haber dos Españas, siempre hay dos Españas -si no más- por cada fenómeno de la realidad. Y ahora son la del "voy a ir reservando hueco en la terraza de abajo" y la del "¿en serio ya estaría?"

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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